En los últimos dos años, raro ha sido el jueves en que el pleno de la Asamblea de Madrid no se haya visto perturbado por manifestaciones contra el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Frente al número 142 de la avenida Pablo Neruda se han concentrado sucesivamente, y a menudo simultáneamente, asociaciones vecinales, entidades ecologistas, sindicatos de taxistas, de médicos, de docentes, de estudiantes, de celadores, de limpiadoras… La gente, en fin. Es probable, debería comprobarlo, que incluso el gremio de fruteros haya protagonizado algún juernes de clamor. Ni que decir tiene que en el hemiciclo resonaban los megáfonos, los tambores y las cacerolas, un estrépito a duras penas amortiguado por el revestimiento de vidrio del recinto, y que de puro ordinario parecía consustancial a la actividad legislativa, cuando no su banda sonora.
La policía, que sólo en una ocasión se vio desbordada por la multitud, acostumbraba a actuar sin aspavientos, limitándose a establecer un cordón que mantuviera al gentío a raya, esto es, lo suficientemente alejado de la puerta principal como para que no se produjeran conatos de agresión a los diputados, huelga aclarar que de derechas. Lo que no pudieron impedir, en febrero de 2023, es que dos médicos se encadenaran a la verja mientras un tercero activaba una humareda que se acabó filtrando al interior del edificio, para estupefacción de las señorías del PP y de Vox, que no estaban en el secreto, y la meliflua complacencia de las de la izquierda, que sí lo estaban. En el secreto y en el ajo, como por lo demás era habitual. De hecho, y según estipulaba el rito, un poco antes de la hora del almuerzo, los portavoces de Más Madrid, PSOE y Podemos, por estricto orden de irrelevancia, se reunían en la calle con los activistas a los que previamente habían azuzado, para exhibir ante las cámaras el prurito de camaradería que los identificaba como campeones mundiales de la empatía. Se daba entonces la insólita circunstancia de que los líderes izquierdistas participaban del griterío contra la institución de la que formaban parte, y lo hacían sin desmayo hasta que, ay, apremiaba la gazuza.
Las protestas, insisto, no operaban el mismo efecto en los legisladores a los que interpelaban, a saber, los del PP, que en los que, ya fuera bajo cuerda o sin ambages, las habían auspiciado. (¡Si lo sabré yo, que, como esculpiera José Martí, viví en el monstruo y le conozco las entrañas!) Mientras que los primeros se veían condicionados por el ceremonial intimidatorio, los segundos se refocilaban con la música de viento que amplificaba (que dopaba) su discurso.
Así y todo, cuando la extorsión se producía en el exterior, el impacto, amén de relativo, tendía a decrecer conforme avanzaba la legislatura; incluso al orador más párvulo e impresionable se le termina por encallecer el verbo. Y si especifico «exterior» es porque había una segunda modalidad: la indoor. La potestad de los grupos parlamentarios para alojar en la tribuna de invitados a colectivos concernidos por alguno de los puntos del orden del día (una forma como otra de coerción ambiental, pues el debate se puede seguir por internet) derivó más de una vez en trifulcas que incluyeron insultos, lanzamiento de octavillas, despliegue de pancartas… Sin que la bancada zurda faltara a la usanza de jalear tales actitudes con vítores y aplausos, aunque con ello conculcaran el reglamento.
Viene esto a cuento de la reacción airada de la izquierda (y los recelitos de la derecha morigerada) ante las movilizaciones que venimos protagonizando los constitucionalistas, y en las que debemos perseverar para que el Estado de Derecho siga en pie.
Que no nos achante la especie de que, por que la mitad de los ciudadanos abracemos la democracia militante, España vaya a romperse. En eso, y sólo en eso, doy la razón a los rompedores.
The Objective, 19 de noviembre de 2023
domingo, 19 de noviembre de 2023
domingo, 5 de noviembre de 2023
Del tomar y la tomadura
El intento de acomodar el debate sobre la amnistía a la eventualidad de que el auténtico PSOE despierte, como si el que se halla bajo la tutela de Pedro Sánchez fuera su remedo sin alma, se alimenta de las críticas de los antiguos dirigentes socialistas, y en particular de las que supura con su habitual farolería, propia de quien habla para la Historia en lugar de para la prensa, Felipe González. Su más reciente wikiquote, que adquirió la forma de ataque de dignidad, sobrevino a las puertas del Palacio de las Cortes, cuando un periodista le dejó botando una pregunta no muy diferente a la que le formuló en 1995 el buen Iñaki, y para la que, como entonces, no cabía otra respuesta que no fuera un ‘no’. Como Fernando Palmero escribió en El Mundo con justo asombro, por quién nos toma.
Ciñámonos, por no enredarnos en sus más célebres trapacerías, al antecedente del acto que había motivado su presencia en el Congreso: el juramento de Felipe de Borbón. González, que encaraba la recta final de su primera legislatura al frente del Gobierno, conminó a Gregorio Peces-Barba, a la sazón presidente de la cámara, a que le concediera la prerrogativa de pronunciar un discurso. Las diferencias entre ambos, que ya habían aflorado en forma de llamadas a la cortesía parlamentaria, derivaron esta vez en un enfrentamiento de cuyos pormenores dio cuenta Peces-Barba en el último capítulo de su libro de memorias La democracia en España, en que atribuye la porfía de Moncloa en intervenir la ceremonia al culto a la personalidad instituido por aquel al que apodaron Dios, sin que le faltaran méritos para ello. Así acota el autor la deriva despótica del felipismo (y sólo estábamos en 1986): “Se había llegado a tal borrachera de éxito que todos, según comprendí entonces, éramos unos simples delegados del presidente, sin personalidad ni independencia”.
Sánchez, ciertamente, trató de retorcer el protocolo para evitar que su asiento en el escenario (a la izquierda de la Infanta Sofía y en segundo plano) pusiera de relieve su condición de subalterno; nada que no pueda equipararse (¡y a la baja!) a las presiones que alentó González, de quien el actual jefe del Ejecutivo no es sino su alumno más impúdico. Únicamente la evidencia de que las cesiones de Sánchez precipitan el colapso del Estado de Derecho, y la desfachatez con que acostumbra a desentenderse del periódico de ayer para refundar el mundo al paso de la necesidad (¡cómo le va a pesar conceder indultos y borrar delitos, si él ha basado su acción política en una permanente autoamnistía!) nos permiten entrever en el legado de González un atisbo de decencia. Pero que nadie se engañe: estamos ante una cuestión de grado, no de naturaleza (y que también interpela, por cierto, al PP, no ya al de los tiempos de Aznar y Rajoy, que va de suyo, sino al que hoy sopesa volver a confundirse, entiéndase en sentido oblicuo, con el nacionalismo ambiente).
Sánchez ha abundado en los mismos sectarismo, cinismo y cesarismo de los que hizo gala González, con la sola diferencia de que en su caso los alardes de poder son aún más aparatosos, una degeneración que bien podría obedecer a la necesidad de sacudirse el estigma del gobernante maniatado, es decir, a su debilidad, y que, en cualquier caso, no es insensible al qué dirán. Como él mismo ha entendido hace tiempo, es la condición de posibilidad de la España demediada, y el regodeo elemental de quienes han crecido en el odio de prestado a la derecha.
Ciñámonos, por no enredarnos en sus más célebres trapacerías, al antecedente del acto que había motivado su presencia en el Congreso: el juramento de Felipe de Borbón. González, que encaraba la recta final de su primera legislatura al frente del Gobierno, conminó a Gregorio Peces-Barba, a la sazón presidente de la cámara, a que le concediera la prerrogativa de pronunciar un discurso. Las diferencias entre ambos, que ya habían aflorado en forma de llamadas a la cortesía parlamentaria, derivaron esta vez en un enfrentamiento de cuyos pormenores dio cuenta Peces-Barba en el último capítulo de su libro de memorias La democracia en España, en que atribuye la porfía de Moncloa en intervenir la ceremonia al culto a la personalidad instituido por aquel al que apodaron Dios, sin que le faltaran méritos para ello. Así acota el autor la deriva despótica del felipismo (y sólo estábamos en 1986): “Se había llegado a tal borrachera de éxito que todos, según comprendí entonces, éramos unos simples delegados del presidente, sin personalidad ni independencia”.
Sánchez, ciertamente, trató de retorcer el protocolo para evitar que su asiento en el escenario (a la izquierda de la Infanta Sofía y en segundo plano) pusiera de relieve su condición de subalterno; nada que no pueda equipararse (¡y a la baja!) a las presiones que alentó González, de quien el actual jefe del Ejecutivo no es sino su alumno más impúdico. Únicamente la evidencia de que las cesiones de Sánchez precipitan el colapso del Estado de Derecho, y la desfachatez con que acostumbra a desentenderse del periódico de ayer para refundar el mundo al paso de la necesidad (¡cómo le va a pesar conceder indultos y borrar delitos, si él ha basado su acción política en una permanente autoamnistía!) nos permiten entrever en el legado de González un atisbo de decencia. Pero que nadie se engañe: estamos ante una cuestión de grado, no de naturaleza (y que también interpela, por cierto, al PP, no ya al de los tiempos de Aznar y Rajoy, que va de suyo, sino al que hoy sopesa volver a confundirse, entiéndase en sentido oblicuo, con el nacionalismo ambiente).
Sánchez ha abundado en los mismos sectarismo, cinismo y cesarismo de los que hizo gala González, con la sola diferencia de que en su caso los alardes de poder son aún más aparatosos, una degeneración que bien podría obedecer a la necesidad de sacudirse el estigma del gobernante maniatado, es decir, a su debilidad, y que, en cualquier caso, no es insensible al qué dirán. Como él mismo ha entendido hace tiempo, es la condición de posibilidad de la España demediada, y el regodeo elemental de quienes han crecido en el odio de prestado a la derecha.
The Objective, 5 de noviembre de 2023
domingo, 22 de octubre de 2023
El hamasismo español
Durante la segunda década del siglo, cuando la crisis desatada en 2008 dejó a tantísimos españoles a la intemperie, frente al centro de atención primaria de mi barrio solían apostarse militantes de la CUP para anunciar el fin del mundo. Megáfono en mano, alertaban a los usuarios de la existencia de un plan para desmantelar la sanidad pública, una suerte de conjura bilderberg cuya expresión más ostensible eran los sucesivos tijeretazos que había ido ejecutando Boi Ruiz, a la sazón consejero de Sanidad. Que el propósito de Ruiz fuera redimensionar el gasto para evitar que la cobertura universal y la cartera de prestaciones no se fueran al guano no disuadió a la demagogia rampante, máxime en una época en la que el ‘todogratismo’ se hizo ley y cualquier cesión en ese sentido desembocaba en un psicodrama colectivo. Que nos pudiéramos ‘bajar’ películas y tuviéramos que pagar por las medicinas era, en el libreto de la izquierda radical y no pocos liberales, una afrenta.
En Madrid, el papel de Ruiz lo desempeñaría, con idéntico éxito de crítica y público, Javier Fernández-Lasquetty, si bien el recorte catalán, de cerca de 1.400 millones de euros en 5 años, no resistió comparación con el mesetario, cifrado en unos pocos cientos de millones y que acabaría por revertirse en 2016. También en esa lid Cataluña anduvo, comme d'habitude, a la vanguardia de España.
Sea como fuere, el populismo olió sangre, y la posibilidad de vincular las estrecheces presupuestarias con la maléfica voluntad de la casta, que ambicionaba perpetuarse en los reservados para seguir atiborrándose de “carpachos de gambas” mediante el saqueo de ‘lo público’, se tradujo en acciones como la presencia cotidiana de los cupaires a las puertas del ‘seguro’.
“Ante la amenaza neoliberal”, me encasquetó la diputada Eulàlia Reguant una mañana en que fui a por recetas, “la reivindicación de la salud es revolucionaria”. La diputada, sí; los cuadros que habían comenzado a repartir pasquines en 2010 se habían convertido en 2012 en diputados autonómicos (tres años antes, dicho sea de paso, de que Podemos se plantara en la Asamblea de Madrid). Su discurso, ramplonamente eficaz, venía a decir que ante la inminente división de la población entre lozanos y moribundos, producto de la pertenencia a una u otra escala económica, sólo ellos propugnaban la supervivencia de la famélica legión.
Antes que como un partido independentista, comparecían en los CAP, los hospitales, las escuelas y los centros cívicos como miembros de una plataforma de auxilio social, presta a proveer al pueblo de todos y cada uno de los servicios que se hallaban implantados en España desde hacía décadas, y poniendo el acento en la perentoria necesidad de propagar el uso de la copa menstrual. Se trababa de inocular en el electorado la percepción de que eran ellos, con sus tenderetes a las puertas de cualquier dependencia sanitaria, educativa, etc. quienes preservaban el derecho a la vida.
La táctica caló, al punto de que la ultraizquierda madrileña ha tratado, en vano, de condicionar el bienestar de los ciudadanos a la defensa de lo que dan en llamar ‘joya de la corona’, y que pasa igualmente por la cartelería, las ocupaciones y las coacciones.
Pensaba en ello estos días a propósito del arraigo de Hamás entre los palestinos; en el hecho de que la milicia terrorista cuente sus seguidores por decenas de millares, vasallos a quienes también han hecho creer que el trabajo abnegado de sus élites en pro del ‘bien común’, de la ‘vida bonita’, les ha permitido vivir en el mejor de los vertederos posibles, esto es, un vertedero subvencionado. Y ello, con la sola condición de odiar al vecino y resignarse a ser los campeones del victimismo.
Más Madrid, MeMe.
The Objective, 22 de octubre de 2023
En Madrid, el papel de Ruiz lo desempeñaría, con idéntico éxito de crítica y público, Javier Fernández-Lasquetty, si bien el recorte catalán, de cerca de 1.400 millones de euros en 5 años, no resistió comparación con el mesetario, cifrado en unos pocos cientos de millones y que acabaría por revertirse en 2016. También en esa lid Cataluña anduvo, comme d'habitude, a la vanguardia de España.
Sea como fuere, el populismo olió sangre, y la posibilidad de vincular las estrecheces presupuestarias con la maléfica voluntad de la casta, que ambicionaba perpetuarse en los reservados para seguir atiborrándose de “carpachos de gambas” mediante el saqueo de ‘lo público’, se tradujo en acciones como la presencia cotidiana de los cupaires a las puertas del ‘seguro’.
“Ante la amenaza neoliberal”, me encasquetó la diputada Eulàlia Reguant una mañana en que fui a por recetas, “la reivindicación de la salud es revolucionaria”. La diputada, sí; los cuadros que habían comenzado a repartir pasquines en 2010 se habían convertido en 2012 en diputados autonómicos (tres años antes, dicho sea de paso, de que Podemos se plantara en la Asamblea de Madrid). Su discurso, ramplonamente eficaz, venía a decir que ante la inminente división de la población entre lozanos y moribundos, producto de la pertenencia a una u otra escala económica, sólo ellos propugnaban la supervivencia de la famélica legión.
Antes que como un partido independentista, comparecían en los CAP, los hospitales, las escuelas y los centros cívicos como miembros de una plataforma de auxilio social, presta a proveer al pueblo de todos y cada uno de los servicios que se hallaban implantados en España desde hacía décadas, y poniendo el acento en la perentoria necesidad de propagar el uso de la copa menstrual. Se trababa de inocular en el electorado la percepción de que eran ellos, con sus tenderetes a las puertas de cualquier dependencia sanitaria, educativa, etc. quienes preservaban el derecho a la vida.
La táctica caló, al punto de que la ultraizquierda madrileña ha tratado, en vano, de condicionar el bienestar de los ciudadanos a la defensa de lo que dan en llamar ‘joya de la corona’, y que pasa igualmente por la cartelería, las ocupaciones y las coacciones.
Pensaba en ello estos días a propósito del arraigo de Hamás entre los palestinos; en el hecho de que la milicia terrorista cuente sus seguidores por decenas de millares, vasallos a quienes también han hecho creer que el trabajo abnegado de sus élites en pro del ‘bien común’, de la ‘vida bonita’, les ha permitido vivir en el mejor de los vertederos posibles, esto es, un vertedero subvencionado. Y ello, con la sola condición de odiar al vecino y resignarse a ser los campeones del victimismo.
Más Madrid, MeMe.
The Objective, 22 de octubre de 2023
domingo, 15 de octubre de 2023
¿Gaza no es Hamás?
Una de las cantaletas que mejor acomodo han encontrado en el debate sobre Israel es la que distingue entre Hamás y el pueblo palestino. Se trata de una escisión reconfortante, que suele procurar a quien la enarbola un estatus moral a prueba de banderías, un blindaje más o menos eficaz frente a la acusación de columnismo de lesa humanidad. No en vano, la caracterización de Hamás como un organismo anómalo, ajeno por completo a la verdadera idiosincrasia del paisanaje, nos permite abogar por el derecho de Israel a defenderse sin que el progreísmo, expendeduría única de certificados de conducta, nos considere unos desalmados. Incluso Henrique Cymerman, el único corresponsal que no parte de la premisa de que Israel es un Estado ilegítimo, remataba de esta guisa la conexión del sábado en el informativo de Cuatro: “Hay algo fundamental: una cosa es Hamás y otra los palestinos”.
Semejante aseveración, cuya fisura más obvia es la inferencia de que los miembros de Hamás no serían exactamente palestinos, sino de un enclave ignoto entre Marruecos y Pakistán, proyecta dos estampas.
Por un lado, la del terrorista programado para exterminar judíos, léase occidentales, una suerte de agente plenipotenciario de Alá que, calcando el libro de estilo del ISIS, se precia de ‘editar’ el mal, de depurarlo hasta convertirlo en un sofisticado videoclip que tiene sus nichos de mercado en Lavapiés, el Raval, Saint-Denis o Molenbeek, como recoge el estremecedor (también, por compasivo) V13 de Carrère.
Al otro lado, el paria universal, reo a su pesar de un conflicto desquiciado, jalonado por escaladas bélicas cada vez más recurrentes, en lo que constituye un círculo vicioso del que él y sus iguales, asimismo desposeídos de todo atributo, de toda dignidad, acaso de sus seres queridos, son damnificados seculares. La imaginería que acompaña a estas víctimas-por-antonomasia no se entendería sin la tele, que se recrea en la exhibición del desgarro, del desconsuelo, del tormento. Ni que decir tiene que los dirigentes yihadistas, sabedores desde tiempo inmemorial de que Europa aborrece ver víctimas reales pero es en cambio sensible a la retórica del sentimentalismo; conscientes, en fin, de que la izquierda explota la tragedia que aflige únicamente a una de las partes, no se para en barras a la hora de aliñar los funerales con toda clase de recursos escénicos. El último del hemos tenido noticia, a falta de la verificación newtral, es un muñeco con mercromina en el rostro que simulaba el cadáver de un bebé, y al que un individuo daba un beso sin tan siquiera reprimir una sonrisa fullera.
Convengo en que Gaza no es Hamás, pero mis recelos relativos a la existencia de un corte abrupto entre unos, seres de luz, y otros, heraldos del apocalipsis, no distan en exceso de los que Geraldine Schwarz desgrana en Los amnésicos respecto al grado de responsabilidad en el nazismo de los llamados mitläufer, aquellos alemanes que, por codicia o indiferencia, fueron cómplices de la barbarie. Gaza no es Hamás, y rebatir ese extremo ni siquiera es políticamente útil, pues equivaldría a la condena definitiva de los gazatíes, pero fueron los gazatíes quienes votaron masivamente a Hamás en unas elecciones que la comunidad internacional, con la UE al frente, tildó de modélicas. Gaza no es Hamás, de acuerdo, pero han sido muchos años de banderas americanas pisoteadas e incendiadas, de fanatismo a espuertas y de llamadas a la guerra santa, como para obviar la evidencia de que Gaza, si no Hamás, sí es su caldo de cultivo.
En cualquier caso, entiendo que la tentación de practicar la teoría de conjuntos sea irresistible. De Israel sí puede decirse, sin temor a patinar, que no es Netanyahu, lo que, por pura analogía, induce a un sesgo abrasador.
The Objective, 15 de octubre de 2023
Semejante aseveración, cuya fisura más obvia es la inferencia de que los miembros de Hamás no serían exactamente palestinos, sino de un enclave ignoto entre Marruecos y Pakistán, proyecta dos estampas.
Por un lado, la del terrorista programado para exterminar judíos, léase occidentales, una suerte de agente plenipotenciario de Alá que, calcando el libro de estilo del ISIS, se precia de ‘editar’ el mal, de depurarlo hasta convertirlo en un sofisticado videoclip que tiene sus nichos de mercado en Lavapiés, el Raval, Saint-Denis o Molenbeek, como recoge el estremecedor (también, por compasivo) V13 de Carrère.
Al otro lado, el paria universal, reo a su pesar de un conflicto desquiciado, jalonado por escaladas bélicas cada vez más recurrentes, en lo que constituye un círculo vicioso del que él y sus iguales, asimismo desposeídos de todo atributo, de toda dignidad, acaso de sus seres queridos, son damnificados seculares. La imaginería que acompaña a estas víctimas-por-antonomasia no se entendería sin la tele, que se recrea en la exhibición del desgarro, del desconsuelo, del tormento. Ni que decir tiene que los dirigentes yihadistas, sabedores desde tiempo inmemorial de que Europa aborrece ver víctimas reales pero es en cambio sensible a la retórica del sentimentalismo; conscientes, en fin, de que la izquierda explota la tragedia que aflige únicamente a una de las partes, no se para en barras a la hora de aliñar los funerales con toda clase de recursos escénicos. El último del hemos tenido noticia, a falta de la verificación newtral, es un muñeco con mercromina en el rostro que simulaba el cadáver de un bebé, y al que un individuo daba un beso sin tan siquiera reprimir una sonrisa fullera.
Convengo en que Gaza no es Hamás, pero mis recelos relativos a la existencia de un corte abrupto entre unos, seres de luz, y otros, heraldos del apocalipsis, no distan en exceso de los que Geraldine Schwarz desgrana en Los amnésicos respecto al grado de responsabilidad en el nazismo de los llamados mitläufer, aquellos alemanes que, por codicia o indiferencia, fueron cómplices de la barbarie. Gaza no es Hamás, y rebatir ese extremo ni siquiera es políticamente útil, pues equivaldría a la condena definitiva de los gazatíes, pero fueron los gazatíes quienes votaron masivamente a Hamás en unas elecciones que la comunidad internacional, con la UE al frente, tildó de modélicas. Gaza no es Hamás, de acuerdo, pero han sido muchos años de banderas americanas pisoteadas e incendiadas, de fanatismo a espuertas y de llamadas a la guerra santa, como para obviar la evidencia de que Gaza, si no Hamás, sí es su caldo de cultivo.
En cualquier caso, entiendo que la tentación de practicar la teoría de conjuntos sea irresistible. De Israel sí puede decirse, sin temor a patinar, que no es Netanyahu, lo que, por pura analogía, induce a un sesgo abrasador.
The Objective, 15 de octubre de 2023
domingo, 8 de octubre de 2023
Memorias del subdesarrollo
El anuncio de que el Mundial 2030 se disputará en seis países convierte en literal el término arrabalero con que nos referíamos al campeonato: los mundiales. “Los mundiales del 82”, decíamos asombrados a años vista, como si el acontecimiento, que empezaba a abrazar la globalización, fuera a reventar las costuras de una España que rezumaba provisionalidad. En la Barceloneta había dudas más que razonables respecto a lo que parecía un hito espectral, del que no había más prueba que su enquistamiento en el habla, ese ritornelo que ceñía el futuro a un horizonte mítico: “Esto no va a estar para los Mundiales”, y que volvió a circular aún más enfáticamente con el ‘A la ville de’.
En un apaño no muy distinto al que acabará beneficiando a Arabia, la FIFA había designado el 6 de julio de 1966 a los anfitriones de 1974, 1978 y 1982 conforme a la tácita ley de la alternancia entre América y Europa que regía por entonces, de suerte que España se retiró de la votación de 1974 y fue proclamada automáticamente sede de los Mundiales de 1982. Esos dieciséis años de hibernación contribuyeron sin duda a sumir el advenimiento en la bruma de la incertidumbre, apenas acotada por urgencias tan inderogables como pasar página de la dictadura e instaurar la democracia.
El certificado de veracidad llegaría tres años antes, cuando el maná de la remodelación de los estadios daría rienda suelta a cotas de pillaje desconocidas en España: miles de millones de las antiguas dilapidados en remiendos de cemento para cuya adjudicación, en algunos casos, ni siquiera mediaron concursos. La etiqueta #Mundial82 de la hemeroteca de El País es un llamativo prontuario de aquel subdesarrollo, que tiende a agigantar por comparación la inverosimilitud del 92, cual si ese otro país no fuera el resultado de una evolución plausible, sino de una brecha en el tiempo.
Algunas de las noticias de la montonera son netamente taciturnas, como la que informa, sólo meses antes del evento, de que “el Gobierno confirma su apoyo al Mundial” (y que da perfecta cuenta de la antigua separación entre Iglesia y Estado); o la que reseña, con pavorosa campechanía y asumiendo sin ambages la prosa terrorista, que “ETApm no tiene interés en atentar contra el Mundial-82” (“No tenemos ningún interés”, decía la fe de etarras, “en atentar contra los participantes o el público del Mundial de fútbol, deporte que es muy popular en España”). La tregua mundialista de los polimilis (VIII Asamblea) coincidió con la conjura del boicot británico, en la que debió de influir, además de un juicioso desmentido de The Times (“El mundial no se juega en Argentina. Argentina no es el único país que participa en el campeonato y su equipo no debe ser considerado como el representante del gobierno de Buenos Aires”), la evidencia de que también en Reino Unido el-fútbol-es-un-deporte-muy-popular. Las hostilidades, que las hubo, encontraron un feliz aterrizaje en “El Naranjito”, según su fiel denominación, que cumplió la función de catalizar la ira de una izquierda que había renunciado a liderar la Liga Antienajenación porque, ya saben, el-fútbol-es-un-deporte-etc. Este fiero editorial (“Fuera ese mamarracho”) es uno de los mayores exponentes de lo que bien cabe interpretar, dada la época, como un tiro por elevación:
“Los ciudadanos españoles se han despertado con la pesadilla de que la imagen que va a servir para singularizar a nuestro país como organizador del próximo Campeonato Mundial de Fútbol es un horripilante engendro que trata de imitar los nefastos simbolismos antropomórficos del peor Walt Disney y que tiende a confundir el espíritu nacional con alguna marca de quinta fila de refrescos”.
Y Francisco Umbral, que durante aquellos días y contraviniendo su querencia se prodigó en futbolerías, reveló a qué marca de quinta fila aludía en el texto, conjetura:
“Julián Santamaría, el genio del graffiti artístico, loco de pelambrera y de pasado, viejo tronco del rollo y la inventiva, es el hombre que venció en cruel batalla al indeseable Naranjito -¿ustedes se acuerdan?-, aquel engendro de la peor nostalgia de Walt Disney, una cosa entre Disneylandia y la fanta, con todo mi respeto y toda mi sed para la fanta”.
También él, por cierto, decía los mundiales, y así los seguiré nombrando, aunque en puridad se traten ya de unos Juegos de la Empatía que, a no mucho tardar, también serán declarados no-binario. Un espectáculo multilingüe sin vencedores pero, sobre todo, sin vencidos.
The Objective, 8 de octubre de 2023
En un apaño no muy distinto al que acabará beneficiando a Arabia, la FIFA había designado el 6 de julio de 1966 a los anfitriones de 1974, 1978 y 1982 conforme a la tácita ley de la alternancia entre América y Europa que regía por entonces, de suerte que España se retiró de la votación de 1974 y fue proclamada automáticamente sede de los Mundiales de 1982. Esos dieciséis años de hibernación contribuyeron sin duda a sumir el advenimiento en la bruma de la incertidumbre, apenas acotada por urgencias tan inderogables como pasar página de la dictadura e instaurar la democracia.
El certificado de veracidad llegaría tres años antes, cuando el maná de la remodelación de los estadios daría rienda suelta a cotas de pillaje desconocidas en España: miles de millones de las antiguas dilapidados en remiendos de cemento para cuya adjudicación, en algunos casos, ni siquiera mediaron concursos. La etiqueta #Mundial82 de la hemeroteca de El País es un llamativo prontuario de aquel subdesarrollo, que tiende a agigantar por comparación la inverosimilitud del 92, cual si ese otro país no fuera el resultado de una evolución plausible, sino de una brecha en el tiempo.
Algunas de las noticias de la montonera son netamente taciturnas, como la que informa, sólo meses antes del evento, de que “el Gobierno confirma su apoyo al Mundial” (y que da perfecta cuenta de la antigua separación entre Iglesia y Estado); o la que reseña, con pavorosa campechanía y asumiendo sin ambages la prosa terrorista, que “ETApm no tiene interés en atentar contra el Mundial-82” (“No tenemos ningún interés”, decía la fe de etarras, “en atentar contra los participantes o el público del Mundial de fútbol, deporte que es muy popular en España”). La tregua mundialista de los polimilis (VIII Asamblea) coincidió con la conjura del boicot británico, en la que debió de influir, además de un juicioso desmentido de The Times (“El mundial no se juega en Argentina. Argentina no es el único país que participa en el campeonato y su equipo no debe ser considerado como el representante del gobierno de Buenos Aires”), la evidencia de que también en Reino Unido el-fútbol-es-un-deporte-muy-popular. Las hostilidades, que las hubo, encontraron un feliz aterrizaje en “El Naranjito”, según su fiel denominación, que cumplió la función de catalizar la ira de una izquierda que había renunciado a liderar la Liga Antienajenación porque, ya saben, el-fútbol-es-un-deporte-etc. Este fiero editorial (“Fuera ese mamarracho”) es uno de los mayores exponentes de lo que bien cabe interpretar, dada la época, como un tiro por elevación:
“Los ciudadanos españoles se han despertado con la pesadilla de que la imagen que va a servir para singularizar a nuestro país como organizador del próximo Campeonato Mundial de Fútbol es un horripilante engendro que trata de imitar los nefastos simbolismos antropomórficos del peor Walt Disney y que tiende a confundir el espíritu nacional con alguna marca de quinta fila de refrescos”.
Y Francisco Umbral, que durante aquellos días y contraviniendo su querencia se prodigó en futbolerías, reveló a qué marca de quinta fila aludía en el texto, conjetura:
“Julián Santamaría, el genio del graffiti artístico, loco de pelambrera y de pasado, viejo tronco del rollo y la inventiva, es el hombre que venció en cruel batalla al indeseable Naranjito -¿ustedes se acuerdan?-, aquel engendro de la peor nostalgia de Walt Disney, una cosa entre Disneylandia y la fanta, con todo mi respeto y toda mi sed para la fanta”.
También él, por cierto, decía los mundiales, y así los seguiré nombrando, aunque en puridad se traten ya de unos Juegos de la Empatía que, a no mucho tardar, también serán declarados no-binario. Un espectáculo multilingüe sin vencedores pero, sobre todo, sin vencidos.
The Objective, 8 de octubre de 2023
domingo, 24 de septiembre de 2023
La igualdad, a palo seco
Hoy me manifestaré en Madrid en favor de la igualdad de los españoles ante la ley, un principio recogido en la Constitución y que hasta pocos años parecía inextinguible en su más cruda y taxativa acepción, la que lo empareda entre la libertad y la fraternidad. Yo he salido a la calle por razones muy variadas y contradictorias, pero jamás lo había hecho “por la igualdad”; así, sin adherencias.
Quienes venimos advirtiendo del riesgo de que los nacionalismos, y particularmente el vasco y el catalán, hagan del Estado de Derecho una escombrera tribalista, somos objeto de una burla recurrente. La coña, catalanísima, se fue viralizando desde las teletreses y, al igual que el procés, ha llegado a Madrid. “Las doce y España sin romperse.” ‘España se rompe’, admitámoslo, tiene algo de ramplón, pero no tanto como la legión de humoristas que creyeron, que siguen creyendo, que con esta admonición aludíamos a que nos partiría un rayo, se rompería una isobara sobre la meseta o una voz celestial anunciaría, como en la película de Vittorio de Sica: “Alle dici'otto comenza il giudizio universale”.
A decir verdad, el edificio amenaza ruina desde hace tiempo, y puestos a contar desperfectos no sé cuál es más alarmante, si la restricción de los derechos lingüísticos en las comunidades con lenguas cooficiales, los sesgos ideológicos en los planes de estudio, las prebendas forales, el asalto al poder judicial o la legitimación de los crímenes de ETA hasta 1983 mediante la llamada Ley de Memoria Democrática.
El hecho de que Llamada conspire precisamente contra los cimientos de la Democracia no es la única paradoja semántica de esta pertinaz involución. Medítese por un instante sobre el hecho de que varios miles de españoles clamaremos por la igualdad, cuando, de hecho, el Gobierno de la Nación cuenta entre sus 22 ministerios con uno dedicado precisamente a ello.
Además de dedicarse a tareas de instrucción pública, el Ministerio de Igualdad ha convocado y amenizado las grandes marchas del 8 de marzo. Bajo la tutela de Irene Montero, miles y miles de mujeres han “puesto sus cuerpos” (tal es la jerga que gastan, en efecto: pacificar las calles, refugios climáticos, poner los cuerpos…) para defender derechos que en España, como corresponde al país homófobo, machista y ‘¡bífobo!’ que somos, se vulneran a diario. También es consustancial a esta clase de procesos, digamos, de desvertebración civil, que sea el Gobierno quien organice las manis. También es el Gobierno catalán quien organiza y alienta todas las diadas, y, en cierto modo, con el mismo fin: fomentar un relato que caracterice a España como un Estado opresor, donde persisten los tics autoritarios y el franquismo es un mal endémico.
La particularidad más aparatosa de la mani de hoy, lo que la convierte en un grave indicio de putrefacción sectaria, es que no podría haber otra en sentido contrario. No en Madrid. Porque hay millones de españoles contrarios a la amnistía, pero no conozco uno solo (uno que no se ría por lo bajo ni finja ser idiota, quiero decir) que se declare partidario de ella. Ni saben, ni contestan ni tienen otro ideal que odiar a sus conciudadanos de derechas.
The Objective, 24 de septiembre
Quienes venimos advirtiendo del riesgo de que los nacionalismos, y particularmente el vasco y el catalán, hagan del Estado de Derecho una escombrera tribalista, somos objeto de una burla recurrente. La coña, catalanísima, se fue viralizando desde las teletreses y, al igual que el procés, ha llegado a Madrid. “Las doce y España sin romperse.” ‘España se rompe’, admitámoslo, tiene algo de ramplón, pero no tanto como la legión de humoristas que creyeron, que siguen creyendo, que con esta admonición aludíamos a que nos partiría un rayo, se rompería una isobara sobre la meseta o una voz celestial anunciaría, como en la película de Vittorio de Sica: “Alle dici'otto comenza il giudizio universale”.
A decir verdad, el edificio amenaza ruina desde hace tiempo, y puestos a contar desperfectos no sé cuál es más alarmante, si la restricción de los derechos lingüísticos en las comunidades con lenguas cooficiales, los sesgos ideológicos en los planes de estudio, las prebendas forales, el asalto al poder judicial o la legitimación de los crímenes de ETA hasta 1983 mediante la llamada Ley de Memoria Democrática.
El hecho de que Llamada conspire precisamente contra los cimientos de la Democracia no es la única paradoja semántica de esta pertinaz involución. Medítese por un instante sobre el hecho de que varios miles de españoles clamaremos por la igualdad, cuando, de hecho, el Gobierno de la Nación cuenta entre sus 22 ministerios con uno dedicado precisamente a ello.
Además de dedicarse a tareas de instrucción pública, el Ministerio de Igualdad ha convocado y amenizado las grandes marchas del 8 de marzo. Bajo la tutela de Irene Montero, miles y miles de mujeres han “puesto sus cuerpos” (tal es la jerga que gastan, en efecto: pacificar las calles, refugios climáticos, poner los cuerpos…) para defender derechos que en España, como corresponde al país homófobo, machista y ‘¡bífobo!’ que somos, se vulneran a diario. También es consustancial a esta clase de procesos, digamos, de desvertebración civil, que sea el Gobierno quien organice las manis. También es el Gobierno catalán quien organiza y alienta todas las diadas, y, en cierto modo, con el mismo fin: fomentar un relato que caracterice a España como un Estado opresor, donde persisten los tics autoritarios y el franquismo es un mal endémico.
La particularidad más aparatosa de la mani de hoy, lo que la convierte en un grave indicio de putrefacción sectaria, es que no podría haber otra en sentido contrario. No en Madrid. Porque hay millones de españoles contrarios a la amnistía, pero no conozco uno solo (uno que no se ría por lo bajo ni finja ser idiota, quiero decir) que se declare partidario de ella. Ni saben, ni contestan ni tienen otro ideal que odiar a sus conciudadanos de derechas.
The Objective, 24 de septiembre
viernes, 22 de septiembre de 2023
Concha de plomo
El estreno en el Festival de San Sebastián de No me llame Ternera, en que el gurú televisivo Jordi Évole entrevista a quien estuvo al frente de Eta desde 1987, el año en que la banda dio rienda suelta a su historial de masacres, ha puesto en el centro de la polémica a la dirección del certamen. ¿Merece la alfombra roja un terrorista al que se le imputan 11 asesinatos consumados y 88 en grado de tentativa? ¿Cabe exigir el veto a una película sin haberla visto, como han hecho los más de 500 firmantes del manifiesto contra su proyección en el certamen? La complicada tensión entre libertad de expresión / humillación de las víctimas vuelve a la palestra.
“San Sebastián es un espacio de libertad. Tengo amigos en todas las opciones democráticas de este país, desde la izquierda abertzale a la derecha, y lo que no se puede aceptar es el fascismo, y Vox es fascismo. Ha llegado el momento de decir las cosas claras y si no las decimos hoy, lo mismo nos arrepentimos mañana”. Con estas palabras, el director del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, José Luis Rebordinos, declaraba el pasado julio la alerta antifa a cuenta del veto por parte del Ayuntamiento de Valdemorillo (Vox-PP) de la representación del Orlando de Woolf.
En el cerco semántico “partidos democráticos”, Rebordinos admite a quienes jamás han condenado el terrorismo y excluye a la formación que con mayor énfasis se opone al blanqueamiento de los herederos de Eta. En ese cieno ha germinado la programación en el Kursaal de la entrevista de Jordi Évole a Josu Ternera, 100 minutos de “tensión y aridez”, tal como recoge la fraseología promocional del film, que abrirá el Zinemaldia-Made in Spain. La aquiescencia de Évole con los herederos de ETA, su propensión a enmarcar el “conflicto vasco” en una nebulosa de inquinas que se pierde en la noche de los tiempos; la posibilidad, en suma, de que No me llame Ternera dé pábulo a las razones de un serial killer, y que Évole las dignifique con su acostumbrado semblante circunspecto, de sujeto histórico sobre el que gravita una solemne responsabilidad, llevó a 500 ciudadanos a dirigir una carta a la dirección del Festival en la que denunciaban que “ese documental forma parte del proceso de blanqueado de ETA”, y que resultaba inadmisible su exhibición en el FICSS por cuanto éste “constituye una verdadera e influyente escuela de lo que tiene valor o no en la cinematografía actual, que es tanto como decir en la cultura más popular, promoviendo a personas, ideas y modos de ver y vivir.”
Entre los firmantes (“la gran mayoría vascos”, apostillaba la misiva), figuraban Rosa Díez, Fernando Savater, Fernando Aramburu, Ana Iríbar, Carlos García Adanero, Teo Uriarte, Maite Pagazaurtundua… No les disuadió no haber visto la película. Ni parece que reparasen en la eventualidad de que la presunta “humanización” de Ternera opere precisamente contra el prestigio intelectual que envuelve a esta clase de delincuentes; que el cara a cara, en definitiva, exponga al etarra ante el público con la misma inclemencia con que Julio Menem, involuntariamente, dio a conocer la arenga de Otegi contra las hamburguesas.
Los promotores del manifiesto tampoco sopesaron la impopularidad que acompaña toda pulsión cancelatoria. A menos que, como desliza el texto, No me llame Ternera sea equiparable a los ongis etarris al carnicerito de turno. De la película, insisto, no se conoce más que su aparato publicitario, que incluye una entrevista de Rebordinos a Évole y su coautor, Màrius Sánchez, agasajo inédito en un Festival que ha terminado por sucumbir a los usos de Netflix en aras del negocio.
En la proclama antiternera (o más bien antiévole) saltaba a la vista la ausencia del cineasta Iñaki Arteta, que en sus documentales ha levantado acta del naufragio moral que hizo posible la pervivencia de Eta. Olvidados, Trece entre mil, 1980, Contra la impunidad o Bajo el silencio, por citar algunos de los títulos más sobresalientes de su filmografía, rehúyen la tentación sociologista, la del “contencioso” susceptible de aproximaciones justificativas, para poner bajo el foco a las víctimas e iluminar con crudeza a los verdugos. En un sistema cultural homologable al de cualquier sociedad abierta, ninguno de sus 15 largometrajes habría desentonado en el certamen. Mas tratándose de un autor local que ha hurgado en el reverso del “Ven y cuéntalo” (y a fe que lo ha “contado”), no debiera extrañar que sólo dos de sus títulos se hayan proyectado bajo la égida de Rebordinos: 1980, camuflada junto a otras treinta películas en una subsección denominada “Terrorismo y violencia global” (2016), y Vivir en el silencio, un retrato ‘al natural’ del cocinero Bittor Arginzoniz (2019). ¿Censura? “Digamos que el Festival forma parte del paisaje, y que en ese sentido es igual de timorato que la sociedad vasca”.
En la negativa a Arteta a firmar la carta no pesó el corporativismo. “No me sumé”, arguye, “por aquello de que antes de opinar hay que ver la película, aunque conociendo a Évole, francamente, no creo nos sorprenda con un trabajo que vaya más allá del simulacro, ni que llegue a plantearle el tipo de preguntas que incomodarían no ya a Ternera, sino también a cualquier nacionalista vasco. Más bien sospecho que lo que le anima, aparte del dinero, no es hacer memoria, sino hacer borrón; fomentar un escenario en el que primen el reencuentro, el diálogo, la generosidad… Toda esa retórica del olvido, del pasar página, de no complicarse la vida… Y así, hasta que quizá llegue el día en que tengamos que decir que Eta fue verdad, que Eta existió.”
Más allá de su renuencia a la censura preventiva, Arteta esgrime un motivo por el que considera incluso conveniente que un documental como el de Évole vea la luz. “La oportunidad de apreciar la catadura de un tipo que está detrás de cientos de asesinatos y no se arrepiente de ello, la naturaleza nociva del ultranacionalismo etarra, de un proyecto político que pasaba por el tiro en la nuca al adversario … Yo creo que eso tiene un valor educativo”.
Jon Viar, cuyo Traidores tampoco gozó del abrigo del FICSS, participó en el grupo de debate sobre la conveniencia de publicar manifiesto. “Me opuse a esa carta porque la veo un error. En primer lugar por lo que tiene de censura; vamos, yo no censuraría ni a Millán Astray. Pero es que, además, reclamar que se retire el producto tiene el efecto perverso de ennoblecerlo. Todo eso del blanqueamiento del mundo etarra es una forma de prestigiar a Évole, de atribuirle un mérito que queda muy lejos de sus verdaderas aptitudes”.
No es del mismo parecer Rosa Díez, a quien no le cabe duda de que la exhibición del documental “se enmarca en una estrategia que no sólo incluye el blanqueamiento de Eta; también la amnistía de los golpistas catalanes y la más que previsible convocatoria de un referéndum por la independencia”. “Lo que reivindicamos con el comunicado”, recalca, “es algo tan palmario como que no hay versiones de los hechos, que durante los años en el frente armado de este terrorista fueron asesinadas 631 personas, y eso no admite otra lectura que la lectura penal. Esa barbarie no puede ser sometida a una mirada matizable, relativista.”
La nota con que la dirección del Festival trató de rebatir a los abajofirmantes no hizo más que reafirmar en sus posiciones a la ex líder de UPyD, pues no en vano contenía un apunte biográfico sobre Ternera que apuntalaba la tesis del enjuague: “No compartimos su opinión respecto a que se deba retirar de la programación […] No me llame Ternera por el hecho de que tenga como protagonista a Josu Urrutikoetxea y que éste haya tenido muy altas responsabilidades en la trayectoria de la banda terrorista ETA”.
“¡‘Muy altas responsabilidades!’”, se escandaliza, “como si hubiera sido un directivo de la Nestlé en lugar de haber estado 50 años ordenando asesinatos”.
Ordenándolos, como la matanza en la casa cuartel de Zaragoza por la que afronta una petición de 2.354 años de cárcel, y cometiéndolos.
En el arranque del film, según avanzó El Correo, Ternera reconoce su participación en el atentado que costó la vida en 1976 al entonces alcalde de Galdácano (Vizcaya), Víctor Legorburu, un crimen por el que fueron procesados tres miembros de Eta, pero no Ternera. La Ley de Amnistía, aprobada un año después, dejó la causa sin efecto.
Al hilo de la “lectura penal” a la que aludía Díez, el presidente de Dignidad y Justicia, Daniel Portero, solicitó a la Fiscalía de la Audiencia Nacional que visualizara el documental para “verificar” si pudiera incurrir en un delito de enaltecimiento del terrorismo. El ministerio público dictó el archivo automático de las diligencias invocando, entre otros fundamentos del Derecho, que la Constitución ampara la libertad de expresión y prohíbe las investigaciones prospectivas. Al punto, Portero definió el carpetazo como “una flagrante ausencia de sensibilidad para con las víctimas”. “La fiscal que redactó el escrito no sometió el asunto a una evaluación mínimamente rigurosa”. Y añadió: “Se trata, por cierto, de la misma fiscal que no apreció delito en la inclusión en las listas de Bildu de 44 candidatos condenados por terrorismo, siete de ellos por asesinato, cuando al menos una de ellos, Sara Majarenas, no había cumplido la pena la pena de 10 años de inhabilitación que le había sido impuesta, lo que era causa de inelegibilidad. Y tuvimos que ser nosotros, desde Dignidad y Justicia, quienes sacaramos a flote esa información. Que no me hablen de libertad de expresión porque ya sabemos cómo funciona aquí todo. ¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso”.
--- Producciones del Barrio, la productora de Jordi Évole y Ramón Lara responsable de No me llame Ternera, está detrás de documentales como La maldición del Windsor, Matchday: Inside FC Barcelona, Amén. Francisco responde… Tras emanciparse de El Terrat en 2015, y con Salvados como buque insignia de la factoría, Évole ha basado la identidad audiovisual de sus formatos en lo que él mismo denomina “estética cinematográfica”.
La Lectura, 22 de septiembre de 2023
“San Sebastián es un espacio de libertad. Tengo amigos en todas las opciones democráticas de este país, desde la izquierda abertzale a la derecha, y lo que no se puede aceptar es el fascismo, y Vox es fascismo. Ha llegado el momento de decir las cosas claras y si no las decimos hoy, lo mismo nos arrepentimos mañana”. Con estas palabras, el director del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, José Luis Rebordinos, declaraba el pasado julio la alerta antifa a cuenta del veto por parte del Ayuntamiento de Valdemorillo (Vox-PP) de la representación del Orlando de Woolf.
En el cerco semántico “partidos democráticos”, Rebordinos admite a quienes jamás han condenado el terrorismo y excluye a la formación que con mayor énfasis se opone al blanqueamiento de los herederos de Eta. En ese cieno ha germinado la programación en el Kursaal de la entrevista de Jordi Évole a Josu Ternera, 100 minutos de “tensión y aridez”, tal como recoge la fraseología promocional del film, que abrirá el Zinemaldia-Made in Spain. La aquiescencia de Évole con los herederos de ETA, su propensión a enmarcar el “conflicto vasco” en una nebulosa de inquinas que se pierde en la noche de los tiempos; la posibilidad, en suma, de que No me llame Ternera dé pábulo a las razones de un serial killer, y que Évole las dignifique con su acostumbrado semblante circunspecto, de sujeto histórico sobre el que gravita una solemne responsabilidad, llevó a 500 ciudadanos a dirigir una carta a la dirección del Festival en la que denunciaban que “ese documental forma parte del proceso de blanqueado de ETA”, y que resultaba inadmisible su exhibición en el FICSS por cuanto éste “constituye una verdadera e influyente escuela de lo que tiene valor o no en la cinematografía actual, que es tanto como decir en la cultura más popular, promoviendo a personas, ideas y modos de ver y vivir.”
Entre los firmantes (“la gran mayoría vascos”, apostillaba la misiva), figuraban Rosa Díez, Fernando Savater, Fernando Aramburu, Ana Iríbar, Carlos García Adanero, Teo Uriarte, Maite Pagazaurtundua… No les disuadió no haber visto la película. Ni parece que reparasen en la eventualidad de que la presunta “humanización” de Ternera opere precisamente contra el prestigio intelectual que envuelve a esta clase de delincuentes; que el cara a cara, en definitiva, exponga al etarra ante el público con la misma inclemencia con que Julio Menem, involuntariamente, dio a conocer la arenga de Otegi contra las hamburguesas.
Los promotores del manifiesto tampoco sopesaron la impopularidad que acompaña toda pulsión cancelatoria. A menos que, como desliza el texto, No me llame Ternera sea equiparable a los ongis etarris al carnicerito de turno. De la película, insisto, no se conoce más que su aparato publicitario, que incluye una entrevista de Rebordinos a Évole y su coautor, Màrius Sánchez, agasajo inédito en un Festival que ha terminado por sucumbir a los usos de Netflix en aras del negocio.
En la proclama antiternera (o más bien antiévole) saltaba a la vista la ausencia del cineasta Iñaki Arteta, que en sus documentales ha levantado acta del naufragio moral que hizo posible la pervivencia de Eta. Olvidados, Trece entre mil, 1980, Contra la impunidad o Bajo el silencio, por citar algunos de los títulos más sobresalientes de su filmografía, rehúyen la tentación sociologista, la del “contencioso” susceptible de aproximaciones justificativas, para poner bajo el foco a las víctimas e iluminar con crudeza a los verdugos. En un sistema cultural homologable al de cualquier sociedad abierta, ninguno de sus 15 largometrajes habría desentonado en el certamen. Mas tratándose de un autor local que ha hurgado en el reverso del “Ven y cuéntalo” (y a fe que lo ha “contado”), no debiera extrañar que sólo dos de sus títulos se hayan proyectado bajo la égida de Rebordinos: 1980, camuflada junto a otras treinta películas en una subsección denominada “Terrorismo y violencia global” (2016), y Vivir en el silencio, un retrato ‘al natural’ del cocinero Bittor Arginzoniz (2019). ¿Censura? “Digamos que el Festival forma parte del paisaje, y que en ese sentido es igual de timorato que la sociedad vasca”.
En la negativa a Arteta a firmar la carta no pesó el corporativismo. “No me sumé”, arguye, “por aquello de que antes de opinar hay que ver la película, aunque conociendo a Évole, francamente, no creo nos sorprenda con un trabajo que vaya más allá del simulacro, ni que llegue a plantearle el tipo de preguntas que incomodarían no ya a Ternera, sino también a cualquier nacionalista vasco. Más bien sospecho que lo que le anima, aparte del dinero, no es hacer memoria, sino hacer borrón; fomentar un escenario en el que primen el reencuentro, el diálogo, la generosidad… Toda esa retórica del olvido, del pasar página, de no complicarse la vida… Y así, hasta que quizá llegue el día en que tengamos que decir que Eta fue verdad, que Eta existió.”
Más allá de su renuencia a la censura preventiva, Arteta esgrime un motivo por el que considera incluso conveniente que un documental como el de Évole vea la luz. “La oportunidad de apreciar la catadura de un tipo que está detrás de cientos de asesinatos y no se arrepiente de ello, la naturaleza nociva del ultranacionalismo etarra, de un proyecto político que pasaba por el tiro en la nuca al adversario … Yo creo que eso tiene un valor educativo”.
Jon Viar, cuyo Traidores tampoco gozó del abrigo del FICSS, participó en el grupo de debate sobre la conveniencia de publicar manifiesto. “Me opuse a esa carta porque la veo un error. En primer lugar por lo que tiene de censura; vamos, yo no censuraría ni a Millán Astray. Pero es que, además, reclamar que se retire el producto tiene el efecto perverso de ennoblecerlo. Todo eso del blanqueamiento del mundo etarra es una forma de prestigiar a Évole, de atribuirle un mérito que queda muy lejos de sus verdaderas aptitudes”.
No es del mismo parecer Rosa Díez, a quien no le cabe duda de que la exhibición del documental “se enmarca en una estrategia que no sólo incluye el blanqueamiento de Eta; también la amnistía de los golpistas catalanes y la más que previsible convocatoria de un referéndum por la independencia”. “Lo que reivindicamos con el comunicado”, recalca, “es algo tan palmario como que no hay versiones de los hechos, que durante los años en el frente armado de este terrorista fueron asesinadas 631 personas, y eso no admite otra lectura que la lectura penal. Esa barbarie no puede ser sometida a una mirada matizable, relativista.”
La nota con que la dirección del Festival trató de rebatir a los abajofirmantes no hizo más que reafirmar en sus posiciones a la ex líder de UPyD, pues no en vano contenía un apunte biográfico sobre Ternera que apuntalaba la tesis del enjuague: “No compartimos su opinión respecto a que se deba retirar de la programación […] No me llame Ternera por el hecho de que tenga como protagonista a Josu Urrutikoetxea y que éste haya tenido muy altas responsabilidades en la trayectoria de la banda terrorista ETA”.
“¡‘Muy altas responsabilidades!’”, se escandaliza, “como si hubiera sido un directivo de la Nestlé en lugar de haber estado 50 años ordenando asesinatos”.
Ordenándolos, como la matanza en la casa cuartel de Zaragoza por la que afronta una petición de 2.354 años de cárcel, y cometiéndolos.
En el arranque del film, según avanzó El Correo, Ternera reconoce su participación en el atentado que costó la vida en 1976 al entonces alcalde de Galdácano (Vizcaya), Víctor Legorburu, un crimen por el que fueron procesados tres miembros de Eta, pero no Ternera. La Ley de Amnistía, aprobada un año después, dejó la causa sin efecto.
Al hilo de la “lectura penal” a la que aludía Díez, el presidente de Dignidad y Justicia, Daniel Portero, solicitó a la Fiscalía de la Audiencia Nacional que visualizara el documental para “verificar” si pudiera incurrir en un delito de enaltecimiento del terrorismo. El ministerio público dictó el archivo automático de las diligencias invocando, entre otros fundamentos del Derecho, que la Constitución ampara la libertad de expresión y prohíbe las investigaciones prospectivas. Al punto, Portero definió el carpetazo como “una flagrante ausencia de sensibilidad para con las víctimas”. “La fiscal que redactó el escrito no sometió el asunto a una evaluación mínimamente rigurosa”. Y añadió: “Se trata, por cierto, de la misma fiscal que no apreció delito en la inclusión en las listas de Bildu de 44 candidatos condenados por terrorismo, siete de ellos por asesinato, cuando al menos una de ellos, Sara Majarenas, no había cumplido la pena la pena de 10 años de inhabilitación que le había sido impuesta, lo que era causa de inelegibilidad. Y tuvimos que ser nosotros, desde Dignidad y Justicia, quienes sacaramos a flote esa información. Que no me hablen de libertad de expresión porque ya sabemos cómo funciona aquí todo. ¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso”.
--- Producciones del Barrio, la productora de Jordi Évole y Ramón Lara responsable de No me llame Ternera, está detrás de documentales como La maldición del Windsor, Matchday: Inside FC Barcelona, Amén. Francisco responde… Tras emanciparse de El Terrat en 2015, y con Salvados como buque insignia de la factoría, Évole ha basado la identidad audiovisual de sus formatos en lo que él mismo denomina “estética cinematográfica”.
La Lectura, 22 de septiembre de 2023
lunes, 11 de septiembre de 2023
Acabose
Hasta hace unos años, «I will survive» evocaba el trauma que sigue al desengaño sentimental, y cómo las fases «Procuro olvidarte», «Si a veces hablo de ti» o «Porque te vas», las de la turbación petrified, iban cediendo al acopio de fuerzas de flaqueza, a un rearme cuya fuente de suministro era la revelación, aproximadamente epifánica, de las vejaciones que el damnificado (o damnificada, la letra aspira al karaoke inclusivo) había sufrido a manos de quien, superado el trance, empieza a cobrar aspecto de mamarracho. Entraba entonces en juego la fase «Estúpido», que se precipita rauda hacia «Ese hombre» y «Voy (a mojarme los labios con agua bendita/ para lavar los besos que una vez me diera tu boca maldita)».
Hasta hace unos años, digo bien, porque «I will survive» es hoy un tema que versa sobre la resiliencia de la mujer (así, como «concepto»). Y ni siquiera el hecho de que Gloria Gaynor lo interpretara al poco del accidente que casi la deja inválida (que su «survive», en fin, también aludiera a esa fatalidad), ni que, a partir de la noche en que retumbó en Studio 54, se viralizara como el llenapistas gay por antonomasia, desde el Elephant de San Francisco al Members y el Martins de Barcelona, bastan para cuestionar el mármol. «‘I will survive’ es un himno pionero del feminismo resiliente» y los matices están de más porque la condición primordial de cualquier decreto de emancipación es impugnar lo que la vida tiene de complejo. La lisura unánime.
El abaratamiento del término «pionero» es consustancial al relato que viene perpetrando «el monterismo, consistente en fabular hagiografías susceptibles de encajar» (da igual si a martillazos) en el canon ministerial. Una regurgitación sorora, en fin, a la que la humanidad, excepción hecha de Peyito Riaño, había sido inmune hasta anteayer. Entre las últimas incorporaciones a la nómina de «precursoras del moralismo» se cuenta María Jiménez. «Se acabó», casualmente coetáneo a «I will survive», se ha consolidado en nuestros días como un canto al empoderamiento mujeril, un venturoso alegato contra el heteropatriarcado, el punto violeta del cancionero español. Que yo, y conmigo España, la hayamos taconeado desatendiendo esa horma, que nos hayamos roto de cintura para abajo al musitar «porque yo me lo propuse y sufrí», convirtiendo el fracaso en un derrame de albedrío, es hoy una experiencia proscrito, una reminiscencia con visos de fantasmagoría, la clase de vestigio, ay, para el que habría que ir habilitando un museo del tipo usos amorosos de la posguerra.
Hijas de su tiempo, las necrológicas de María Jiménez han llegado a vincular (¡a equiparar!) el «Se acabó» con la agitación que siguió al pico de Rubiales, allanando la posibilidad de que Jiménez, de la que se dice que cantaba con el coño cuando en aras de la exactitud habría que decir que se mecía como si follara (aquel violento rubor, en familia, cuando salía por la tele), acabe consagrada en las enciclopedias como «la genial intérprete del primer ‘Hasta aquí hemos llegado’». Algunas de esas piezas de ultratumba (y no me refiero a ningún boletín volatín ni a diarios pichincha, sino al antiguo Tentaciones) han coronado la ignominia con la afirmación de que la trastienda factual del hit, chanson à clef, fueron los maltratos que le infligió José Sancho, que le sisó protagonismo en vida y, por la gracia divina de un feminismo que nunca pierde ocasión de exhibir su vena justiciera, se lo ha vuelto a sisar en la muerte. Que Sancho y ella no se conocieran cuando Ruiz Venegas compuso el tema es un detalle menor, pues el playlist del 8M compromete un bien superior, y el frente de liberación no se arredra ante nadie ni nada; ni siquiera ante la verdad, contingencia subsanable.
La verdad, sí. Empezando por que «Se acabó» alude al dulce veneno del autoengaño.
Al hilo de la farsa, no obstante, no puedo por menos que sentir verdadera curiosidad por cómo los comités de salud pública se las ingeniarían para resignificar el «Háblame en la cama (dime pequeñeces)». Sin orillar, claro está, la evidencia de que esas pequeñeces también admiten un amplio abanico de perversiones (incluso la vejación de un «te quiero») y si cabría incluir los «ponte así» en la app «Me toca».
[Wikipedia: En 1978 lanzó el álbum Se acabó, cuyo primer single se convirtió en un éxito en España y México gracias a la letra desenfadada sobre una mujer harta de una situación de maltrato.]
The Objective, 11 de septiembre de 2023
Hasta hace unos años, digo bien, porque «I will survive» es hoy un tema que versa sobre la resiliencia de la mujer (así, como «concepto»). Y ni siquiera el hecho de que Gloria Gaynor lo interpretara al poco del accidente que casi la deja inválida (que su «survive», en fin, también aludiera a esa fatalidad), ni que, a partir de la noche en que retumbó en Studio 54, se viralizara como el llenapistas gay por antonomasia, desde el Elephant de San Francisco al Members y el Martins de Barcelona, bastan para cuestionar el mármol. «‘I will survive’ es un himno pionero del feminismo resiliente» y los matices están de más porque la condición primordial de cualquier decreto de emancipación es impugnar lo que la vida tiene de complejo. La lisura unánime.
El abaratamiento del término «pionero» es consustancial al relato que viene perpetrando «el monterismo, consistente en fabular hagiografías susceptibles de encajar» (da igual si a martillazos) en el canon ministerial. Una regurgitación sorora, en fin, a la que la humanidad, excepción hecha de Peyito Riaño, había sido inmune hasta anteayer. Entre las últimas incorporaciones a la nómina de «precursoras del moralismo» se cuenta María Jiménez. «Se acabó», casualmente coetáneo a «I will survive», se ha consolidado en nuestros días como un canto al empoderamiento mujeril, un venturoso alegato contra el heteropatriarcado, el punto violeta del cancionero español. Que yo, y conmigo España, la hayamos taconeado desatendiendo esa horma, que nos hayamos roto de cintura para abajo al musitar «porque yo me lo propuse y sufrí», convirtiendo el fracaso en un derrame de albedrío, es hoy una experiencia proscrito, una reminiscencia con visos de fantasmagoría, la clase de vestigio, ay, para el que habría que ir habilitando un museo del tipo usos amorosos de la posguerra.
Hijas de su tiempo, las necrológicas de María Jiménez han llegado a vincular (¡a equiparar!) el «Se acabó» con la agitación que siguió al pico de Rubiales, allanando la posibilidad de que Jiménez, de la que se dice que cantaba con el coño cuando en aras de la exactitud habría que decir que se mecía como si follara (aquel violento rubor, en familia, cuando salía por la tele), acabe consagrada en las enciclopedias como «la genial intérprete del primer ‘Hasta aquí hemos llegado’». Algunas de esas piezas de ultratumba (y no me refiero a ningún boletín volatín ni a diarios pichincha, sino al antiguo Tentaciones) han coronado la ignominia con la afirmación de que la trastienda factual del hit, chanson à clef, fueron los maltratos que le infligió José Sancho, que le sisó protagonismo en vida y, por la gracia divina de un feminismo que nunca pierde ocasión de exhibir su vena justiciera, se lo ha vuelto a sisar en la muerte. Que Sancho y ella no se conocieran cuando Ruiz Venegas compuso el tema es un detalle menor, pues el playlist del 8M compromete un bien superior, y el frente de liberación no se arredra ante nadie ni nada; ni siquiera ante la verdad, contingencia subsanable.
La verdad, sí. Empezando por que «Se acabó» alude al dulce veneno del autoengaño.
Al hilo de la farsa, no obstante, no puedo por menos que sentir verdadera curiosidad por cómo los comités de salud pública se las ingeniarían para resignificar el «Háblame en la cama (dime pequeñeces)». Sin orillar, claro está, la evidencia de que esas pequeñeces también admiten un amplio abanico de perversiones (incluso la vejación de un «te quiero») y si cabría incluir los «ponte así» en la app «Me toca».
[Wikipedia: En 1978 lanzó el álbum Se acabó, cuyo primer single se convirtió en un éxito en España y México gracias a la letra desenfadada sobre una mujer harta de una situación de maltrato.]
The Objective, 11 de septiembre de 2023
domingo, 27 de agosto de 2023
Escuela de resiliencia
En directo, no me pareció que el beso de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso quebrara la pauta con que hasta ese instante venía actuando el presidente de la RFEF, que había abrazado a todas y cada una de las jugadoras de la Selección y aun alzado en vilo a tres de ellas. Lejos de afectar rechazo, las campeonísimas correspondían al júbilo con besos, espaldarazos y algún que otro gesto de complicidad, y Hermoso no fue una excepción. En un vídeo de TVE que recoge íntegramente la felicitación, se aprecia cómo, antes de recibir el pico, la centrocampista se abalanza sobre Rubiales y ambos se bambolean de manera arrebolada, al punto de que Rubiales ha de recomponer la figura para no perder el equilibrio. Tanto esta escena como los achuchones y besuqueos que se prodigaron Rubiales y el resto del plantel han sido excluidos del bucle que ha nutrido las tertulias, esos dos segundos en que él sujeta con ambas manos la cabeza de Hermoso y. Tan flagrante omisión dio pie al protagonista a referirse a ello en su alegato del viernes, propio, por lo demás, de un cacique de cuarta al que el chándal siempre le asoma bajo el traje.
Estábamos, ciertamente, ante una efusividad desbocada, lo que creí achacable, además de al temperamento expansivo del personaje, a su afán de granjearse la aprobación del feminismo-ambiente. No descarto, en fin, que el temor a verse en el disparadero por el hecho de que su entusiasmo fuera menos ostensible que el-que-supuestamente-habría-mostrado en un Mundial masculino, le abocara al alardeo moral, un tipo de aspaviento, por cierto, que poco tiene que envidiar al convulso sentimentalismo que acostumbra a segregar Yolanda Díaz, cuyo último pase, con Pedro Sánchez como agraciado, me pareció tan o más estupefaciente que el arrebato de Rubiales.
Con todo, es difícil que el que fuera lateral del Levante escape al año de cárcel que, como poco, prevé la ley Montero para esta clase de osadías, a no ser que los tribunales tengan el solícito “¿Un piquito?” por una suerte de ten con ten que hubiera allanado el consentimiento. (Este dramático extravío del sentido común, en efecto, alienta, a la hora en que escribo, el debate público español.) La doctrina no le favorece. El 30 de septiembre de 2019 la Audiencia Provincial de Sevilla declaró culpable de abuso sexual al empresario Manuel Muñoz, por entonces vocal de la Cámara de Comercio de Sevilla, por haber ‘simulado besar’ a la coordinadora general de Podemos Andalucía, Teresa Rodríguez. Según establecía la sentencia, “los hechos descritos en el relato de hechos probados en esta resolución provocan en cualquier persona, sin necesidad de mayor prueba, un innegable impacto psíquico, desazón e incluso humillación, que ha de ser compensado”. Una vez equiparado el abuso a la agresión, “no ve d’un Pam”, proverbial locución con que en catalán decimos, finamente, “al diablo la exactitud”.
Ni siquiera el baile de comunicados de Hermoso salvará de la quema al maquinero. Ni que la prensa, prieta la estulticia, denuncie ¡oh! que la Federación haya puesto en su boca unas palabras que ella jamás dijo, y pase por alto ¡eh! el ejercicio de suplantación del sindicato off broadway, o haga la vista gorda ante la evidencia de que el “no tolero” no sea sino una decantación de servidumbre, lo que esperan el mundo y sus redecillas de una mujer empoderada.
Por de pronto, a nadie extrañe que Rubiales no haya dimitido. Su mandato ha seguido de punta a cabo el libro de estilo de su gran valedor, Pedro Sánchez, al extremo de convertirse en uno de sus más consumados discípulos. Delgado, Marruecos o el comité de expertos se superponen con pasmosa naturalidad a Piqué, Arabia Saudí o las reuniones con representantes de la ONU en Nueva York.
Dos resilientes.Pero solo uno ha topado con la iglesia.
The Objective, 27 de agosto de 2023
Estábamos, ciertamente, ante una efusividad desbocada, lo que creí achacable, además de al temperamento expansivo del personaje, a su afán de granjearse la aprobación del feminismo-ambiente. No descarto, en fin, que el temor a verse en el disparadero por el hecho de que su entusiasmo fuera menos ostensible que el-que-supuestamente-habría-mostrado en un Mundial masculino, le abocara al alardeo moral, un tipo de aspaviento, por cierto, que poco tiene que envidiar al convulso sentimentalismo que acostumbra a segregar Yolanda Díaz, cuyo último pase, con Pedro Sánchez como agraciado, me pareció tan o más estupefaciente que el arrebato de Rubiales.
Con todo, es difícil que el que fuera lateral del Levante escape al año de cárcel que, como poco, prevé la ley Montero para esta clase de osadías, a no ser que los tribunales tengan el solícito “¿Un piquito?” por una suerte de ten con ten que hubiera allanado el consentimiento. (Este dramático extravío del sentido común, en efecto, alienta, a la hora en que escribo, el debate público español.) La doctrina no le favorece. El 30 de septiembre de 2019 la Audiencia Provincial de Sevilla declaró culpable de abuso sexual al empresario Manuel Muñoz, por entonces vocal de la Cámara de Comercio de Sevilla, por haber ‘simulado besar’ a la coordinadora general de Podemos Andalucía, Teresa Rodríguez. Según establecía la sentencia, “los hechos descritos en el relato de hechos probados en esta resolución provocan en cualquier persona, sin necesidad de mayor prueba, un innegable impacto psíquico, desazón e incluso humillación, que ha de ser compensado”. Una vez equiparado el abuso a la agresión, “no ve d’un Pam”, proverbial locución con que en catalán decimos, finamente, “al diablo la exactitud”.
Ni siquiera el baile de comunicados de Hermoso salvará de la quema al maquinero. Ni que la prensa, prieta la estulticia, denuncie ¡oh! que la Federación haya puesto en su boca unas palabras que ella jamás dijo, y pase por alto ¡eh! el ejercicio de suplantación del sindicato off broadway, o haga la vista gorda ante la evidencia de que el “no tolero” no sea sino una decantación de servidumbre, lo que esperan el mundo y sus redecillas de una mujer empoderada.
Por de pronto, a nadie extrañe que Rubiales no haya dimitido. Su mandato ha seguido de punta a cabo el libro de estilo de su gran valedor, Pedro Sánchez, al extremo de convertirse en uno de sus más consumados discípulos. Delgado, Marruecos o el comité de expertos se superponen con pasmosa naturalidad a Piqué, Arabia Saudí o las reuniones con representantes de la ONU en Nueva York.
Dos resilientes.Pero solo uno ha topado con la iglesia.
The Objective, 27 de agosto de 2023
domingo, 13 de agosto de 2023
¡Sí, sí, sí, estamos en Madrid!
De la fascinación que ejerce la capital en los nacionalistas con escaño sigue habiendo evidencias, más allá del Palace de Duran. Vean, si no, el porte con que los diputados electos de Junts acudieron a recoger su acreditación: alineados cual siete magníficos bajo el sol cenital de España y con el semblante arrebatado de quienes se saben hooligans en territorio hostil. ¡Sí, sí, sí, estamos en Madrid! Virtuosos de las performances norcoreanas, a las que han consagrado sus afanes desde que, en la Diada de 2012, Cataluña se arrogara el título de “Nuevo Estado de Europa” (fantasía que en la cabeza del diputado de JxCat en el Parlament, Antoni Castellà, persiste incólume, pues no en vano acaba de exigir “el Brexit català”), cómo no iban a esmerarse en su particular pre-cibeles veraniego.
Una pasarela, en efecto. Los desfiles que viene rindiendo la Carrera de San Jerónimo nada tienen que ver con las entrevistas a quemarropa de Pablo Carbonell para Caiga Quien Caiga, aquella turbulencia perfectamente aliñada que abonó la ficción del político cercano, tanto más perversa por cuanto el de derechas solía ser idiota y el de izquierdas, el culmen de la campechanía. Desde que la amplitud de plano y la profundidad de campo propiciaron, en marzo de 2016, aquel simulacro de entendimiento entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, se han sucedido los realities a las puertas de las Cortes, casi siempre protagonizados, en congruencia con su estatus de excéntricos, por quienes pretendían rodearlas.
Ignoro si llegó a traslucir quién organizó la ‘Quedada de Cedaceros’, que diría ese columnismo inflamable, tipo ‘Pacto del Varela’, si Sánchez o Iglesias, pero cuenta Rosa Díez en su impetuoso Caudillo Sánchez, que después de que Sánchez sucediera a Rubalcaba y pasara a ejercer de jefe de la Oposición en la Cámara Baja, le propuso un encuentro protocolario, a modo de presentación de credenciales del nuevo cargo. Díez le preguntó entonces si ocupaba el despacho de Alfredo, con la familiaridad de trato que seguía reservando a quien fue su compañero, y Sánchez le respondió: “No, yo había pensado en algo menos rígido, más fresco [cito de memoria]; qué te parece si nos vemos en la calle, nos acercamos a algún bar, tomamos algo”. Una pauta que, en cualquier caso, no fue idea de Iván Redondo, como tampoco fueron idea de Iván Redondo muchas de las genialidades tácticas que Sánchez le permitió atribuirse, al punto que la mayor de todas, aguantar el tipo el 23J, sólo tiene un padre, dejando al margen al pueblo. Parafraseando al Baroja de El Árbol de la Ciencia, ‘hay en él algo de precursor’.
He dejado a Míriam Nogueras y el escuadrón que la escolta desfilando por esa misma alfombra que hace siete años estrenaron Sánchez e Iglesias. La sonrisa prieta, inmune a las brasas de la virgen de agosto y el gozo endorfínico que procura, en su caso, la certidumbre de que allí donde hay un serbio está Serbia. El Estado que se han propuesto destruir les ha facilitado un iPhone, un Ipad y un ejemplar de la Constitución, y no hay que ser un practicante de la non fiction novel para imaginárselos, en un ‘bar-próximo-al-Congreso’, especulando a risotadas con la posibilidad de utilizar el librillo para prender la llar de foc de la casa de la Cerdanya. Obviamente, en un catalán ‘ostentóreo’, de ese sorda y sonora, como gusta todo aquel tardà que, llegado a la Ciudad desde provincias, se refocila en la presunción de que un madrileño de La Habana se admire de su tri(b)ialidad. Un kit Apple y la ley, cuando lo único que merece este grupo de animación, por gentileza irónica de la Democracia, es una bufanda, una bengala y una orden que les prohíba acceder a recintos deportivos.
The Objective, 13 de agosto de 2023
Una pasarela, en efecto. Los desfiles que viene rindiendo la Carrera de San Jerónimo nada tienen que ver con las entrevistas a quemarropa de Pablo Carbonell para Caiga Quien Caiga, aquella turbulencia perfectamente aliñada que abonó la ficción del político cercano, tanto más perversa por cuanto el de derechas solía ser idiota y el de izquierdas, el culmen de la campechanía. Desde que la amplitud de plano y la profundidad de campo propiciaron, en marzo de 2016, aquel simulacro de entendimiento entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, se han sucedido los realities a las puertas de las Cortes, casi siempre protagonizados, en congruencia con su estatus de excéntricos, por quienes pretendían rodearlas.
Ignoro si llegó a traslucir quién organizó la ‘Quedada de Cedaceros’, que diría ese columnismo inflamable, tipo ‘Pacto del Varela’, si Sánchez o Iglesias, pero cuenta Rosa Díez en su impetuoso Caudillo Sánchez, que después de que Sánchez sucediera a Rubalcaba y pasara a ejercer de jefe de la Oposición en la Cámara Baja, le propuso un encuentro protocolario, a modo de presentación de credenciales del nuevo cargo. Díez le preguntó entonces si ocupaba el despacho de Alfredo, con la familiaridad de trato que seguía reservando a quien fue su compañero, y Sánchez le respondió: “No, yo había pensado en algo menos rígido, más fresco [cito de memoria]; qué te parece si nos vemos en la calle, nos acercamos a algún bar, tomamos algo”. Una pauta que, en cualquier caso, no fue idea de Iván Redondo, como tampoco fueron idea de Iván Redondo muchas de las genialidades tácticas que Sánchez le permitió atribuirse, al punto que la mayor de todas, aguantar el tipo el 23J, sólo tiene un padre, dejando al margen al pueblo. Parafraseando al Baroja de El Árbol de la Ciencia, ‘hay en él algo de precursor’.
He dejado a Míriam Nogueras y el escuadrón que la escolta desfilando por esa misma alfombra que hace siete años estrenaron Sánchez e Iglesias. La sonrisa prieta, inmune a las brasas de la virgen de agosto y el gozo endorfínico que procura, en su caso, la certidumbre de que allí donde hay un serbio está Serbia. El Estado que se han propuesto destruir les ha facilitado un iPhone, un Ipad y un ejemplar de la Constitución, y no hay que ser un practicante de la non fiction novel para imaginárselos, en un ‘bar-próximo-al-Congreso’, especulando a risotadas con la posibilidad de utilizar el librillo para prender la llar de foc de la casa de la Cerdanya. Obviamente, en un catalán ‘ostentóreo’, de ese sorda y sonora, como gusta todo aquel tardà que, llegado a la Ciudad desde provincias, se refocila en la presunción de que un madrileño de La Habana se admire de su tri(b)ialidad. Un kit Apple y la ley, cuando lo único que merece este grupo de animación, por gentileza irónica de la Democracia, es una bufanda, una bengala y una orden que les prohíba acceder a recintos deportivos.
The Objective, 13 de agosto de 2023
domingo, 30 de julio de 2023
Desactivar a Vox
El Partido Popular hizo suya en campaña la honrosa declaración de que los extremos son nocivos, y no dejó de proclamar que la forja de grandes acuerdos pasa inexorablemente por que tanto la izquierda como la derecha rehúyan las alianzas con sus respectivos Mr. Hyde. Al PSOE, en cambio, y salvo por algún conato de arrojo baronil (obviamente monetizable) y las andanadas de fogueo del socialismo clásico, al que acaso por respeto a nuestras feministas clásicas deberíamos calificar «de salón»; a los Sánchez, Iceta y Bolaño, en fin, no se les ha escuchado decir que el radicalismo, genéricamente considerado, es un obstáculo para el progreso general. No hay, de hecho, en el discurso de la progresía realmente existente, ninguna prevención frente a «la intolerancia de uno y otro signo».
El escamoteo de dicha simetría remite vagamente, siquiera por correlación sintáctica, al miserable ritornelo «condenamos la violencia venga de donde venga», con el que los otegis pretendieron rebatir la naturaleza unívoca, unidireccional y uniceja del terrorismo. ¿Pretendieron? Dije mal: pretenden, y así ha de constar. Sea como sea, en España, y en virtud de la hegemonía prisaica (en absoluto privativa de los medios izquierdistas) se da el insólito fenómeno de que el espectro político no es una recta separada por dos puntos, pues sólo hay uno: Vox. El otro, el que debería estar representado por la comunista Yolanda Díaz y su cuerda de antisistemas, emulsión que aboga por el derrocamiento de la Corona, la «resignificación» del pacto constitucional y la conversión de España en una suerte de colmenilla a no menos de 15 minutos entre celda y celda; ese otro polo, el que con arreglo a cualquier tratado debería llevar el nombre de ultraizquierda, ha eludido esa categoría. Por decirlo en un lenguaje asequible a Díaz: cualquier formación española está facultada para fluir, para autodeterminarse nominalmente como le venga en gana («Proceso de Escucha», «Esquinita del Tablero», «Izquierda Rosa»,«El Espacio de Yolanda»); cualquiera menos Vox y, en menor grado (pero no en mucho menor), el PP. Y con «nominalmente» he sido generoso: dado el sanchismo, también la esencia, el tuétano ideológico, es susceptible de mutación. Ahí va Ortuzar, arrogándose el mérito de haber frenado… ¡a la derecha! Dios, Kortatu y Leyes Viejas.
Vox, ciertamente, tiene en su ideario nuclear aspectos no poco desdeñables, entre los que se cuentan un antiextranjerismo irrefrenable («es oír extranjero y ya no escuchan más», terció Isabel Díaz Ayuso a cuenta del bloqueo de los de Monasterio a una ley de incentivo a la inversión), la indisimulada inquina a las grandes ciudades en tanto que pandemónium de leso mestizaje (una de las razones por las que en Madrid están condenados a la irrelevancia), la aversión a la modernidad, el culto a la conspiranoia globalista (otra forma, sabrán disculparme, de sororidad). Y, unificándolo todo, una tosquedad a prueba del más elemental pudor, como de matachín del viejo Chicote, admirablemente plasmada en su pavorosa cartelería.
Mientras desbrozamos los factores que han llevado a ello, sirva como guía el tratamiento que Isabel Díaz Ayuso infligió a Vox en Madrid: 1) afirmar su carácter legítimo y constitucional, 2) impugnar la caricatura que de él esboza la izquierda, 3) poner de manifiesto todo aquello en lo que PP y Vox coinciden, sobre todo en lo que concierne a prestigiar las instituciones del Estado, reforzar la unidad nacional y combatir la cultura woke, 4) no dejar de incidir, sin escatimar un ápice de displicencia, en todo aquello en lo que divergen (pin parental, supresión de la ley trans, prohibición del aborto, criminalización de la inmigración). El resultado de ese manual: mayoría absoluta del PP, y Vox, a la silla de pensar.
The Objective, 30 de julio de 2023
El escamoteo de dicha simetría remite vagamente, siquiera por correlación sintáctica, al miserable ritornelo «condenamos la violencia venga de donde venga», con el que los otegis pretendieron rebatir la naturaleza unívoca, unidireccional y uniceja del terrorismo. ¿Pretendieron? Dije mal: pretenden, y así ha de constar. Sea como sea, en España, y en virtud de la hegemonía prisaica (en absoluto privativa de los medios izquierdistas) se da el insólito fenómeno de que el espectro político no es una recta separada por dos puntos, pues sólo hay uno: Vox. El otro, el que debería estar representado por la comunista Yolanda Díaz y su cuerda de antisistemas, emulsión que aboga por el derrocamiento de la Corona, la «resignificación» del pacto constitucional y la conversión de España en una suerte de colmenilla a no menos de 15 minutos entre celda y celda; ese otro polo, el que con arreglo a cualquier tratado debería llevar el nombre de ultraizquierda, ha eludido esa categoría. Por decirlo en un lenguaje asequible a Díaz: cualquier formación española está facultada para fluir, para autodeterminarse nominalmente como le venga en gana («Proceso de Escucha», «Esquinita del Tablero», «Izquierda Rosa»,«El Espacio de Yolanda»); cualquiera menos Vox y, en menor grado (pero no en mucho menor), el PP. Y con «nominalmente» he sido generoso: dado el sanchismo, también la esencia, el tuétano ideológico, es susceptible de mutación. Ahí va Ortuzar, arrogándose el mérito de haber frenado… ¡a la derecha! Dios, Kortatu y Leyes Viejas.
Vox, ciertamente, tiene en su ideario nuclear aspectos no poco desdeñables, entre los que se cuentan un antiextranjerismo irrefrenable («es oír extranjero y ya no escuchan más», terció Isabel Díaz Ayuso a cuenta del bloqueo de los de Monasterio a una ley de incentivo a la inversión), la indisimulada inquina a las grandes ciudades en tanto que pandemónium de leso mestizaje (una de las razones por las que en Madrid están condenados a la irrelevancia), la aversión a la modernidad, el culto a la conspiranoia globalista (otra forma, sabrán disculparme, de sororidad). Y, unificándolo todo, una tosquedad a prueba del más elemental pudor, como de matachín del viejo Chicote, admirablemente plasmada en su pavorosa cartelería.
Ahora bien, no cabe situar a Vox en pie de igualdad con una multifacción que reivindica orgullosamente el comunismo (no el comunismo que forjó la Transición y asumió la rojigualda, no, sino el de la constelación de rupturistas que han florecido al calor del podemismo). Sánchez no sólo ha logrado orillar esa evidencia; además, la ha pervertido, al punto de agitar un espantajo, el del miedo, que muchos creíamos desactivado.
Mientras desbrozamos los factores que han llevado a ello, sirva como guía el tratamiento que Isabel Díaz Ayuso infligió a Vox en Madrid: 1) afirmar su carácter legítimo y constitucional, 2) impugnar la caricatura que de él esboza la izquierda, 3) poner de manifiesto todo aquello en lo que PP y Vox coinciden, sobre todo en lo que concierne a prestigiar las instituciones del Estado, reforzar la unidad nacional y combatir la cultura woke, 4) no dejar de incidir, sin escatimar un ápice de displicencia, en todo aquello en lo que divergen (pin parental, supresión de la ley trans, prohibición del aborto, criminalización de la inmigración). El resultado de ese manual: mayoría absoluta del PP, y Vox, a la silla de pensar.
The Objective, 30 de julio de 2023
jueves, 9 de marzo de 2023
Belushi: biografía desautorizada
Para llevar a cabo una empresa como la que acometió Woodward, resultaba de obligado cumplimiento dejar a un lado los adjetivos. Reparé en ello al poco de comenzar la lectura. Acostumbrado como estoy a tanto rizo extemporáneo, no me fue difícil apreciar que Belushi durmió, Belushi cantó, Belushi se drogó y Belushi, ay, soñó. En realidad, la aspiración del autor no solo pasaba por la elisión de los adjetivos, sino también de los nombres. Le alcanza, en efecto, con el relato alucinado de un trozo de carne atravesando la noche en busca de su propio reflejo.
En la madrugada de la muerte de Belushi, pasaron por su bungalow del Chateau Marmont, donde el cómico había fijado su residencia (o, por mejor decir, su ataraxia), jovenes airados como Robert de Niro o Robin Williams, estrellas en ciernes que por entonces quemaban Los Ángeles a golpe de farla.
Sostiene Woodward en un sinnúmero de pasajes que la llamada a tal o cual dealer se produjo a las (cito al bulto) tres y veintisiete minutos de la madrugada. Resultaría obsceno no preguntarse cómo Woodward se atreve a incrustar en el texto esos ‘veintisiete’. La respuesta son 217 entrevistas más un exhaustivo escrutinio de agendas, diarios, listados telefónicos, cartas, fotos, registros de hotel, facturas de limusinas, recibos de taxi… Dos años y medio de trabajo en que el bisoño ayudante John Ward Anderson desempeñó una función crucial.
Sea como sea, la exactitud en el manejo de los datos no es un alarde preñado de fanfarronería, sino el nítido recordatorio de que el sintagma ‘periodismo de precisión’ es un pleonasmo.
John Belushi actuaba al tiempo que se pinchaba y al tiempo que comía y al tiempo que dormitaba y al tiempo que… ¿follaba? No. La gran aportación de Woodward a la historia universal de lo escabroso es la confirmación de que el sexo de los drogadictos es fútil, accesorio, morcillón. Digámoslo ya: el eslogan “sexo, drogas y rock and roll” es una de las mentiras más solemnes que adornó el siglo XX. Así y todo, y puesto que incluso el más tétrico de los drogadictos siente de tarde en tarde una vaga pulsión animal, Woodward es consciente de que no cabe la posibilidad de escurrir el bulto. ¿Y cómo logra encarar lo que no puede ser sino irrelevante? Sobre todo, recurriendo a omisiones. John Belushi y Fulana de Tal llegan a casa de ella sobre las cinco. Belushi se va a las ocho y cuarto. Esos saltos temporales despliegan un alud de imágenes en que entrevemos un fardo temblón arremetiendo en vano contra una sombra.
En el bungalow del decadente Marmont, Belushi recibía a tipos con los que había trabado amistad eterna tres días antes, camellos que le bailaban el agua y, en general, un carrusel fantasmagórico que, durante días, fue asistiendo en riguroso directo a su derrumbe. Salvo Dan Aykroyd (con quien formó un dúo para la posteridad) y Robert de Niro (que ocupaba una habitación en el mismo hotel y mostró algo semejante a una preocupación sincera por su colega), quienes acompañaron a Belushi en sus últimas horas eran hombres y mujeres tan terminales como él.
La forma como Woodward organiza ese material entraña un riesgo fascinante. Al segmentar el texto en cada uno de los días postreros de Belushi (1 de marzo, 2 de marzo…), Woodward ciñe el relato a una cronología que en puridad es inexistente. En su metódica carrera hacia la tumba, Belushi implora el afecto de su mujer a horas intempestivas, aguanta hasta cuatro días sin dormir, asiste a largas reuniones de trabajo en las que termina por desmayarse, rememora los días de Saturday Night Live con el mismo aire crepuscular con que Gloria Swanson reclamó su lugar en el olimpo.
Ya en ese instante, el cómico lenguaraz, geniudo e irreverente no es más que un desecho corroído por la paranoia, la soberbia, el odio. Con todo, Woodward atrapa con suma habilidad el deje conmovedor que aflora en algunas de las habladurías de Belushi. Y ultima el reto de contar su vida exagerada sin incurrir en juicios simplistas ni encomendarse al filón de las señales premonitorias. Con esa rara bonhomía que en ocasiones brota de la frialdad.
A Judy, la viuda de Belushi, le desagradó la obra de Woodward. Éste comprendió su reacción: «Demasiada verdad».
Como una moto. La vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward.
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