En los últimos dos años, raro ha sido el jueves en que el pleno de la Asamblea de Madrid no se haya visto perturbado por manifestaciones contra el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Frente al número 142 de la avenida Pablo Neruda se han concentrado sucesivamente, y a menudo simultáneamente, asociaciones vecinales, entidades ecologistas, sindicatos de taxistas, de médicos, de docentes, de estudiantes, de celadores, de limpiadoras… La gente, en fin. Es probable, debería comprobarlo, que incluso el gremio de fruteros haya protagonizado algún juernes de clamor. Ni que decir tiene que en el hemiciclo resonaban los megáfonos, los tambores y las cacerolas, un estrépito a duras penas amortiguado por el revestimiento de vidrio del recinto, y que de puro ordinario parecía consustancial a la actividad legislativa, cuando no su banda sonora.
La policía, que sólo en una ocasión se vio desbordada por la multitud, acostumbraba a actuar sin aspavientos, limitándose a establecer un cordón que mantuviera al gentío a raya, esto es, lo suficientemente alejado de la puerta principal como para que no se produjeran conatos de agresión a los diputados, huelga aclarar que de derechas. Lo que no pudieron impedir, en febrero de 2023, es que dos médicos se encadenaran a la verja mientras un tercero activaba una humareda que se acabó filtrando al interior del edificio, para estupefacción de las señorías del PP y de Vox, que no estaban en el secreto, y la meliflua complacencia de las de la izquierda, que sí lo estaban. En el secreto y en el ajo, como por lo demás era habitual. De hecho, y según estipulaba el rito, un poco antes de la hora del almuerzo, los portavoces de Más Madrid, PSOE y Podemos, por estricto orden de irrelevancia, se reunían en la calle con los activistas a los que previamente habían azuzado, para exhibir ante las cámaras el prurito de camaradería que los identificaba como campeones mundiales de la empatía. Se daba entonces la insólita circunstancia de que los líderes izquierdistas participaban del griterío contra la institución de la que formaban parte, y lo hacían sin desmayo hasta que, ay, apremiaba la gazuza.
Las protestas, insisto, no operaban el mismo efecto en los legisladores a los que interpelaban, a saber, los del PP, que en los que, ya fuera bajo cuerda o sin ambages, las habían auspiciado. (¡Si lo sabré yo, que, como esculpiera José Martí, viví en el monstruo y le conozco las entrañas!) Mientras que los primeros se veían condicionados por el ceremonial intimidatorio, los segundos se refocilaban con la música de viento que amplificaba (que dopaba) su discurso.
Así y todo, cuando la extorsión se producía en el exterior, el impacto, amén de relativo, tendía a decrecer conforme avanzaba la legislatura; incluso al orador más párvulo e impresionable se le termina por encallecer el verbo. Y si especifico «exterior» es porque había una segunda modalidad: la indoor. La potestad de los grupos parlamentarios para alojar en la tribuna de invitados a colectivos concernidos por alguno de los puntos del orden del día (una forma como otra de coerción ambiental, pues el debate se puede seguir por internet) derivó más de una vez en trifulcas que incluyeron insultos, lanzamiento de octavillas, despliegue de pancartas… Sin que la bancada zurda faltara a la usanza de jalear tales actitudes con vítores y aplausos, aunque con ello conculcaran el reglamento.
Viene esto a cuento de la reacción airada de la izquierda (y los recelitos de la derecha morigerada) ante las movilizaciones que venimos protagonizando los constitucionalistas, y en las que debemos perseverar para que el Estado de Derecho siga en pie.
Que no nos achante la especie de que, por que la mitad de los ciudadanos abracemos la democracia militante, España vaya a romperse. En eso, y sólo en eso, doy la razón a los rompedores.
The Objective, 19 de noviembre de 2023
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