viernes, 29 de junio de 2018

Los he encontrado tranquilos y animados


Desde que la justicia decretara a finales de 2017 el ingreso en la prisión de Estremera de los políticos y activistas procesados por el 1-O, la nómina de celebrities y cargos públicos que han pasado por dicho centro penitenciario no hace más que aumentar, al punto que la peregrinación a Madrid empieza a ser (otro) requisito ineludible para seguir acreditando la condición de persona de bien, ya sea en las modalidades de equidistante profesional, racista bonachón o tertuliano sentimental. Así, por lo bajo, se habrán dejado ver por el páramo mesetario alrededor de una treintena de aspirantes a antifranquista del año, y al parecer la lista de espera es interminable.

Un googleo a vuelapluma, del que, obviamente, quedan excluidos los familiares y otros íntimos, arroja el siguiente saldo: Joan Manuel Serrat, Pablo Iglesias, Jaume Asens, Ada Colau, Gabriel Rufián, Enrique Santiago (Izquierda Unida), Jordi Évole, Xavier Sardà, Marta Pascal, Roger Torrent, Carles Mundó (ERC), Carles Castillo (PSC), Dante Fachín, Gerardo Pisarello, Isaac Peraire (alcalde de Prats de Lluçanès), Alfred Bosch, Jordi Basté (conductor del magazine matinal de RAC1, del grupo Godó), Sílvia Cóppulo (locutora de Catalunya Ràdio), Andreu Pujol (escritor), Joaquim Torra, Marta Pascal, Josep Maria Soler Canals (abad de Montserrat), Xavier Novell (obispo de Solsona), Meritxell Roiger (alcaldesa de Tortosa), Mercè Conesa (alcaldesa de Sant Cugat), Jaume Collboni, Benet Salellas (CUP), Aitor Esteban

Semejante aluvión de visitas, huelga decirlo, supone un descrédito para el Estado de Derecho y un aval a la intentona golpista del pasado octubre. Con todo, no me preocupa tanto España (ni la posibilidad de que el régimen de entrevistas esté siendo conculcado a capricho de quienes anhelan un selfie frente a la cárcel) cuanto la salud de sus presos. Sospecho, en fin, que no hay peor castigo que lidiar casi a diario con un profesional de la solidaridad que, como aquellos regidores que acudían al 'Un, Dos, Tres', lleva consigo un chorizo mágnum, el afecto de toda su tribu y una sincera invitación a hacer de pregonero en cuanto las circunstancias lo permitan. Ningún interno debería estar expuesto a ese suplicio ni a sus más que probables secuelas.

Voz Pópuli, 29 de junio de 2018

viernes, 22 de junio de 2018

Os saludamos con alegría

Berlanga hacía cine futurista. El comité de bienvenida en el puerto de Valencia a esos pobres desgraciados, en el que no habría desentonado una paella para 600, asemejaba un Mr. Marshall coloreado, remasterizado y, ay, pixelado, un remedo levantino de Villar del Río donde el decreto de algarabía tendiera a confundir a redentores y redimidos en una misma e improbable falla estival.
 
En ese domund de la posverdad se apretujaron arribistas del último día, profesionales de la solidaridad y clickbaiters de primera hora; a todos les unía el afán de mimetizarse con los pasajeros del Aquarius, al punto que hay imágenes donde, insisto, se hace difícil distinguir al negrito del americano. Nunca sabremos, por cierto, quién estaba más de paso.

Precursor de precursores, Berlanga también incrustó el spoiler de nuestro tiempo en Todos a la cárcel. Recordemos, si no, el argumento del film: con el pretexto de conmemorar el Día Internacional del Preso de Conciencia, una corte de políticos, empresarios e intelectuales que habían conocido la cárcel durante el franquismo, acude a pasar el día a la prisión Modelo de Valencia. El objetivo confeso es ponerse en la piel de los internos para reivindicar la memoria del antifranquismo (un autohomenaje) y ponderar, por comparación, las excelentes condiciones de las instituciones penitenciarias de la España democrática; el inconfesable, rematar los flecos de alguna que otra corruptela y, a despecho de cualquier vestigio de moralidad, seguir pretendiéndose víctimas aunque ya lo sean sólo de sí mismos.

The Objective, 22 de junio de 2018

Hacia la soberania alimentaria

El chef Joan Roca, del Celler de Can Roca, ha declarado a El País que ellos [los hermanos Roca] no hacen política, que son cocineros. La afirmación, de la que está elidida la conjunción ‘porque’, pretende establecer un vínculo causal entre dicha profesión y un cierto grado de activismo social, por el que la primera devendría en incapacitación (¿moral?) para ejercer el segundo.  No son los únicos restauradores michelin que consideran compatible aparecer en el colorín pontificando sobre lo humano y lo divino para luego, al ser preguntados por uno de los grandes vectores de la intelectualidad, cual es el compromiso político, recular obscenamente haciéndose pasar por cantineros de olla podrida.

En el caso de los Roca, empero, la proposición es doblemente falsa, pues el 1 de octubre, con ocasión de la intentona golpista, y quién sabe si tratando de emular el envío de caviar y champán por parte de Oriol Regàs, a la sazón propietario de Via Veneto, a los intelectuales que se encerraron en Montserrat en protesta contra el proceso de Burgos; el día, en suma, en que el nacionalismo movilizó a niños y ancianos contra el Estado de Derecho, los artífices del laureado restaurante gerundense repartieron avituallamientos entre los voluntarios del colegio electoral de su barrio, el Talaià. “El sumiller Josep Roca”, recogió La Vanguardia, “ha transportado personalmente una cazuela con fideos que se ha servido a las personas reunidas en ese centro, que ha reabierto después de que las fuerzas de seguridad irrumpiesen en él y se detuviesen las votaciones provisionalmente”. Así, los Roca no sólo han hecho política, sino que, en el culmen de la conciliación, la han hecho a la cazuela y para colectividades (Regàs, al cabo, sólo hubo uno).
 
Sirva el ejemplo para quienes aún conciben la posibilidad de que el amor, como dice la canción, convierta en milagro el barro. A Josep, Joan y Jordi, ay, ni siquiera ese gesto les sirve hoy para convalidar el hospedaje del discurso del Rey. Al punto de hacerse público que el evento (consagrado, recordémoslo, a la ‘educación del talento emprendedor’) se celebraría en el Espai Mas Marroch, el salón de banquetes del Celler, un cupaire de buena familia (hermano del ex parlamentario que en 2016 tenía declarados 2 pisos, 3 locales y 6 fincas rústicas), y con la necesaria complicidad de la alcaldesa de Girona, ha abierto la veda contra los Roca; recordándonos de paso al resto de los ciudadanos que la nuestra sólo está cerrada provisionalmente.

Por cierto, estas fueron las palabras con que, el 29 de junio de 2017, Felipe VI cerró su intervención: “El compromiso firme y sincero de la Fundación con sus proyectos y con esta tierra, con Girona, con Cataluña. Y este compromiso significa creer en esta tierra y amarla […] El año que viene, cuando nos volvamos a reunir para reconocer los méritos de nuestros nuevos premiados, tendremos, una vez más, la oportunidad de reafirmar nuestro compromiso con los valores que han agrandado Cataluña, que han sido la base de su progreso y, por tanto, del progreso de toda España”. 

Intoleraplas, ciertamente.

Voz Pópuli, 22 de junio de 2018

sábado, 16 de junio de 2018

Despachos catalanes


La corresponsal en España de Le Monde, Sandrine Morel, cuenta en En el huracán catalán cómo un director de comunicación del PdCat (¿Toni Aira? ¿Esther Domingo?) trató de chulearla (el verbo es mío) en el bar de un hotel de Barcelona. Poco más o menos: si te pongo dos páginas de publicidad vas a escribir lo que a mí me dé la gana, así funcionan aquí las cosas. A priori, semejante revelación supone un magnífico anzuelo comercial, pues la bravata está a la altura del mítico Le haré una oferta que no podrá rechazar. Por las mismas razones, no obstante, encierra la posibilidad de convertirse en un repelente. Una vez conocido el detalle más escabroso, en efecto, a qué zambullirse en la lectura. Craso error, pues las 220 páginas en que Morel ha comprimido el procés son, amén de una crónica palpitante, que desgrana a ritmo vertiginoso el convulso periodo en que se halla sumida Cataluña, un vergel de confidencias que deja en muy mal lugar al nacionalismo catalán (y me atrevería a decir que a todos los catalanes que secundaron el golpe: por ingenuos, frívolos e insensatos, justo lo que siempre han tratado de desmentir).

El Gobierno central tampoco sale precisamente airoso, si bien la autora, a despecho del modo en que operan nuestros equidistantes de salón (pleonasmo), reparte las responsabilidades de modo equitativo, asignando a cada cual lo que merece. Así, y en lo que respecta a Moncloa, pone de relieve la ausencia de una política de comunicación que intentara neutralizar el relato soberanista y constata cómo Rajoy y su plana mayor se dieron al sesteo, fiando la solución del problema al desinflamiento del soufflé. Mientras, según denuncia, la presión de la Generalitat a los corresponsales (a la prensa, en general) se hacía insufrible, al punto de que un colega español le confesó que se autocensuraba para evitar insultos, Madrid ni estaba ni se le esperaba. «El único ministro que, durante los años de la crisis, mantuvo un canal de comunicación relativamente regular con un reducido grupo de corresponsales […]”, atestigua Morel, “fue Luis de Guindos. Sin embargo, cuando le preguntábamos por el tema de Cataluña, su única respuesta consistía en restar importancia al problema: nos aseguraba que, cuando la recuperación se notase, aquel movimiento “se desinflará solo”».

No había más que conversar con los dirigentes nacionalistas (como la corresponsal de LeMonde hacía a diario) para deducir que haría falta algo más que quietismo. En ese roce cotidiano, Morel acabó por conocer el rostro menos homologable del independentismo, el que, por ejemplo, traslucían las palabras, al hilo de las grandes movilizaciones de la ANC, del ínclito Miquel Strubell: “Nadie quiere formar parte de una minoría. Eso es algo que te hace sentirte miserable e insignificante”. O las del que fuera considerado posible recambio de Artur Mas, Josep Maria Vila d’Abadal: “Somos los más trabajadores, los más emprendedores, los más innovadores y los más europeos”. Para didáctica, sin embargo, la que gastaba Oriol Pujol. «Está convencido de que se podrá forzar al Estado a negociar un referéndum, por una razón muy sencilla: “Convergència es mucho más que un partido -me dice-. Convergència es el país”.»

Aún más crucial que la desinhibición de que adolecían (y adolecen) los políticos en privado (aunque en otro sentido, recordemos cómo el propio Puigdemont dio por muerto el proceso en un wpp a Comín), resulta la naturaleza del movimiento, una muchedumbre que, autoconvocada ante los ojos del mundo, se muestra unánimemente alegre, altruista, jovial. Se trata, claro está, de una necesidad ontológica. No en vano, y como sugiere Morel (y es este un extremo que aún no han comprendido, o no han querido comprender, muchos periodistas locales), los manifestantes que, cada 11 de septiembre, forman a la coreana, no sólo lanzaban sus proclamas al limbo de la comunidad internacional; sobre todo, y antes que ser vistos, ansiaban verse, sentir que formaban parte de un relato trascendente, que estaban haciendo historia, que, de hecho, todo lo que hacían, hasta el más casposo de los almuerzos con que entretenían la espera de la manifestación, estaba destinado a engrosar las enciclopedias.

Tan sólo un borrón: la inexplicable ausencia en el último tramo de la obra de los atentados del 17-A, inseparables del procés por cuanto actuaron como catalizador de la ira contra España y propiciaron el ensayo (fallido) de una república. Ojalá la autora y el editor hagan propósito de enmienda con vistas a una nueva edición. Del resto, no sobra ni una coma.

Voz Pópuli,  16 de junio de 2018

viernes, 8 de junio de 2018

Sempruniana


Hubo un tiempo en que el Ministerio de Cultura tenía algo de patronato de salvación o casa de socorro, como si la salud del sector descansara casi en exclusiva sobre los hombros del ministro de turno, a cuya aptitud o acaso inspiración parecía subordinada, asimismo, la querencia del pueblo por los libros, la música o la pintura. El responsable de Cultura no sólo debía haber tenido tratos con la gran enciclopedia del saber; además, debía aparentar que cargaba con ella. Por esa y otras razones, era el único integrante del gabinete al que no cabía endosar el socorrido ‘del ramo’, más apto para asuntos porcinos, ferroviarios o morunos. El suyo, al cabo, era material inflamable, de ahí que su conducta también admitiera, y aun exigiera, algún que otro exabrupto, más de una extravagancia y cierto aire de pesadumbre, señal inequívoca de intelectualidad y, por qué no decirlo, de vanidad, pues el ministro encarnaba la Cultura, sí, pero también la posibilidad de aplazar su crepúsculo. Requisitos apropiados eran que fumara y bebiera en exceso; requisito innegociable, que viviera de forma excesiva, lo que implicaba al menos una antigua rivalidad intelectual (preferiblemente anterior a la Transición) y fama de buen amante, sólo fama.

Dada la devastación del sistema cultural, que cabría resumir en la quiebra de su influencia social, la volatilización de los prescriptores (producto, a su vez, de la crisis del periodismo) y la precarización de los profesionales (con la consiguiente diseminación del amateurismo); ante esa evidencia, en suma, que el Ministerio haya recaído en Màxim Huerta supone un homenaje a la realidad, pues pocos famosillos representan como él la afable nadería en que se cifra el éxito. Aunque, en esa misma longitud de onda, yo me habría quedado con Mara Torres, Carlos del Amor o Gemma Nierga. O qué diablos, ¿por qué no Jorge Javier Vázquez? Incluso Paz Padillaves per on. Si se trata de echar la persiana, hagámoslo al menos con la dosis de cinismo que merece el finado, y no con un instagramer con ínfulas del que no cabe esperar más que un breve rosario de bochornos. Sentimental que es uno, más me irrita que colabore con El Español que su nuevo cargo.

Voz Pópuli, 8 de junio de 2018

viernes, 1 de junio de 2018

Un partido discutido y discutible

Aún me sonrío al recordar cómo Margarita Robles, remedo defectuoso de la torva asesora demócrata de The Good Fight, proclamaba ante Antonio G. Ferreras, sumo sacerdote de la entropía española, la necesidad de un gobierno de estabilidad. Por tal entiende la jurista una suerte de alianza de la tiña encabezada por Sánchez y secundada, entre beodas carcajadas a lo filibustero, por Rufián, Tardà, Iglesias, Esteban, Baldoví y Campuzano, un pandemónium de indigencias que no sólo agravará todos los problemas que nos acucian; además, devendrá en caldo de cultivo de nuevas preocupaciones. O, por decirlo a la manera de Rajoy, en abono.

El presidente, una vez más, sacó ayer a pasear su excelso don para la oratoria (“¿Percibe el aroma del absurdo”?) e hizo picadillo a sus oponentes, rozando, en el caso de Ábalos (que llegó a balbucear un insólito ‘yo es que llevo aquí poco tiempo’), ese extremo temerario en que el andrajo inspira lástima. “Ah, si gobernara como discursea”, me decía Espada por el auricular. Pero ése, en efecto, ha sido otro cantar, como la propia moción de censura ha vuelto a poner de manifiesto.

Precariamente fiado a que el PNV le sirviera de mata en el precipicio, Rajoy no previó la posibilidad de que Sánchez (un cirio a Dios y otro al Diablo) tragaría con los presupuestos y con lo que hiciera falta con tal de tocar poltrona. De lo contrario, no se entiende cómo no renunció al cargo y convocó elecciones de forma inmediata, tal como le había pedido Ciudadanos. Asistiremos, si nada lo remedia, a un bienio informe, con el PSOE entregado a una fase concesiva que incluso podría llevar a su líder, para ir abriendo boca, a abjurar de la calificación de racista a Torra.

En cualquier caso, Ciudadanos no debe temer que el PSOE obtenga rédito alguno de su paso, y nunca mejor dicho, por la Presidencia. Antes al contrario, si en muchos aspectos exhalaba un aire crepuscular, a partir de hoy entra en la categoría de partido ficcional, estadio anterior a la irrelevancia.

Voz Pópuli, 1 de junio de 2018