jueves, 21 de noviembre de 2013

La relatividad de la ley

Publicaba ayer El País una entrevista-cuestionario a cinco activistas antisistema con motivo de la llamada ‘Ley Anti 15-M’. Se trataba de que razonaran su desacuerdo con el anteproyecto a partir, ya digo, de una batería de preguntas que, al llevar implícita la contestación, no pasaban de mera formalidad, que es lo único que no puede ser el periodismo. 

Así y todo, había algún que otro hallazgo. Ada Colau, por ejemplo, respondía del siguiente modo a la pregunta de si le parecería bien que se multara por insultar a un policía: “Otro ejercicio de autoritarismo. La palabra de un policía ya vale más ante la ley que la de cualquier ciudadano”. “¿Estás de acuerdo con que se prohíba usar capuchas en manifestaciones?”, proseguía la entrevistadora. Y Colau, acaso correspondiendo al tuteo, replicaba: “Depende. Si hace frío”. Respecto al acoso a políticos y autoridades, otro de los encuestados, Rafael Tejero, de la asamblea del 15-M de Granada, argüía: “Se trata de hacer visible [el] malestar”. Un motivo, el de la visibilidad, que Tejero también invocaba para el caso de la quema de contenedores: “Habrá que ver las circunstancias de esa persona, si lo hace porque le gusta o si es una persona que está luchando por hacer visible su injusticia”. 

Por descontado, a ninguno de esos cinco activistas se les preguntaba sobre otra de las medidas que figuran en el borrador de la normativa en cuestión: las multas de hasta 600.000 euros para quienes ensalcen públicamente el terrorismo, el odio, la xenofobia, el racismo o la discriminación. Imaginen, sin ir más lejos, que cualquiera de los fascistas que asaltaron la sede en Madrid de la Generalitat de Cataluña esgrimiera la necesidad de que se ‘visibilice’ el problema catalán. O que el individuo de las gafas oscuras y el pañuelo que se encaró con el diputado Josep Sánchez Llibre alegara que esa tarde había refrescado, de ahí el pañuelo. Se trataría, qué duda cabe, de un alarde de cinismo, presunción de la que, una vez más, están exentos los antisistema de signo contrario. El blindaje moral de estos últimos se plasmó aquel 11 de septiembre de una forma ciertamente singular: ningún medio de comunicación, ni siquiera éste, calificó la agresión ultra contra los representantes de la Administración autonómica catalana con la única palabra que no venía a contrapelo: escrache. 

Recuerden, asimismo, cómo al poco de que se produjeran las primeras detenciones, la mayoría de los diarios pusieron el grito en el cielo ante la posibilidad de que el suceso se saldara con multas de 300 euros. No parece de recibo, en fin, que vuelvan a ponerlo ahora, cuando lo que se pretende es subsanar esa deficiencia.

De todos modos, es esta una esquizofrenia perfectamente acomodada en el pensamiento progresista español, el mismo que denunció con ahínco (¡Orwell, Orwell!) que hubiera cámaras en las calles y hoy celebra aliviada que la calle sea un inmenso plató.


Libertad Digital, 20 de noviembre de 2013

jueves, 14 de noviembre de 2013

Miedo escénico

El diputado Fernández ha exhibido con inusitada crudeza lo que, desde hace unos años, es un rasgo cardinal de la política catalana: la ínfula literaria. No en vano, Rodrigo Rato no sólo hubo de soportar las grotescas invectivas del cupaire; también hubo de lidiar con su afectación escénica, deudora en alguna de sus aristas de los soliloquios de Pepe Rubianes, Ada Colau o Leo Bassi.

A semejanza de Carod-Rovira, quien creía sin ambages que la política había hurtado al periodismo a un articulista de fuste, Fernández no pierde ocasión de rezumar intelectualidad, ya sea evocando a Salvador Espriu en su blog o ilustrando un artículo en la edición catalana de El Mundo con una cita de Leonardo Sciascia. Tal es su arrobamiento ante la diosa Cultura, su ardor filológico, que no ve el momento de gritarle al mundo que él, antes que a diputado, aspiraba a émulo de Darío Fo, a situacionista a la manera de Vila-Matas, a Alfonso Sastre de la plaza Rovira.

No obstante, y visto lo visto en su performance del martes, tal vez estemos ante un discípulo del editor italiano Giangiacomo Feltrinelli. No, no lo digo por su labor en el semanario Directa, sino por la clase de preguntas que planteó (¡a sandalia quitada!) a Rato, y cuya eficacia propagandística se resume en que a punto he estado de escribir "el bueno de Rodrigo". Me refiero, sobre todo, a las preguntas "¿Sabe lo que es esto?" y "¿Usted tiene miedo?".

Porque "¿Sabe lo que es esto?", en el contexto en que fue formulada, esto es, tras haber desenvainado la alpargata, nada tiene que ver con la oratoria política; más bien guarda el eco de esas muletillas con que torturadores tipo Billy el Niño apretaban las clavijas al rojo de turno. Porque "¿Usted tiene miedo?" es un tipo de puntilla que sólo se permite quien, de nuevo, mantiene una relación con su interlocutor, ya convertido en guiñapo, de sometimiento físico. Porque "¿Usted tiene miedo?" pertenece a la semántica del violador, del serial killer, del secuestrador. Porque "¿Usted tiene miedo?", dicho así, con el retintín del que, en efecto, lo ejerce a quemarropa, es lo que probablemente le espetaron a Ortega Lara o le descerrajaron a Miguel Ángel Blanco.

 Esta mañana, en Els Matins de TV3 (ver artículo de Pablo Planas), Fernández ha declarado que, poco antes de su intervención, un escalofrío le recorrió el espinazo, y que decir lo que dijo le provocó cierta tensión. El prurito del virtuoso, claro, salvo por el detalle de que lo suyo no es teatro del absurdo, sino un psicodrama perfectamente real.



Libertad Digital, 13 de noviembre de 2013

El cantor de las maracas blancas

Me habían invitado a la cena de la peña taurina Mario Cabré y, como quiera que no sabía de su existencia, me asomé a internet. Google me trajo un alud de artículos sobre el célebre galán, pero ninguno sobre la peña que lleva su nombre. El periodista que, en una suerte de cooptación gremial, me había abierto las puertas de la entidad, debutaba también esa noche, avalado a su vez por un colega que, por todo detalle, le había hablado de la segura presencia de algún que otro patricio barcelonés. Pregunté a mi amigo Oriol Trillas, taurino de pro, y tampoco él sabía nada al respecto. Mi benigna inopia, tan desprejuiciada, y el hecho de que el encuentro se celebrara en el Colegio de Médicos, en la parte alta de la ciudad, me llevaron a fantasear con la posibilidad de conocer, de primera mano, las entrañas de una sociedad secreta. No iba desencaminado. Después de todo, qué otra cosa son los pijos.

Ya en la mesa, supimos que la peña Mario Cabré no era taurina, sino cultural, mas el nombre resultó aún más inexacto que el adjetivo.

—¿«Peña», dices? —se revolvió la dama que se sentaba a mi izquierda. —No, no, de peña nada; club, más bien.

El promotor del club era el psiquatra forense Leopoldo Ortega-Monasterio (hijo del insigne compositor de «El meu avi», José Luis Ortega Monasterio, este, sin guión). No bien los comensales tomamos asiento, Leopoldo se dio un garbeo por las mesas para tomarnos la filiación, sin desprovechar la ocasión para bromear sagazmente con los caballeros y adular graciosamente a las señoras. Leopoldo, digámoslo ya, parecía salido de una película de teléfono blanco, o acaso de una novela nitrogenada de Eduardo Mendoza.

El leitmotiv de la velada era Menorca, lugar de veraneo de los Ortega-Monasterio y, según me pareció por algunos comentarios, de buena parte de los invitados (sospecho que los únicos que no disponíamos de residencia en la isla o en alguna de esas aldeas potemkin que son el Ampurdán o la Cerdaña éramos, ay, los chicos de la prensa). Por si quedaba alguna duda de que nos habíamos infiltrado en una manada de ricos, la sufrida ensalada que nos sirvieron de primero y el rosbif de ultratumba que hizo el segundo vinieron a despejarla. No en vano, el pésimo gusto por las cosas de comer es condición de alta cuna en Cataluña desde tiempos inmemoriales.

Llegados los postres, Leopoldo subió a la tarima y, micrófono en mano, evocó sus veraneos en Menorca mientras, sobre una pantalla tamaño cinexín, se iban sucediendo estampas familiares. «Aquí estoy con papá…» «En esta otra, con mis hermanos…» «Ah, los pescadores»… Por supuesto, ninguno de los clubbers hablaba en catalán; cuando menos, ninguno de los que yo alcancé a oír, que fueron unos cuantos, entre ellos los marqueses de Alella y los condes de no recuerdo qué erial. Quienes sí lo hablaban eran los dos indígenas que Leopoldo había mandado venir de la misma Menorca, y que ahora se disponían a ofrecernos un recital de canciones marineras a mayor gloria de Ortega padre. El catalán, en efecto, fue durante un lapso de la noche barcelonesa la lengua del servicio, como en los viejos buenos tiempos en que, ni que decir tiene, seguía instalada aquella troupe. A diferencia de lo que sucede con los cuadros flamencos de los señoritos andaluces, que normalmente cenan sobras en la cocina, los dos especímenes baleáricos habían cenado en una mesa contigua a la nuestra. El cometido de su actuación, según deduje, fue abrochar la remembranza veraniega esbozada por Leopoldo. Lo que no ya no sé si estaba previsto es que la luz mortecina y las sucesivas prórrogas del concierto, insólitamente springsteeniano, acabaran por despertar no ya bostezos, que también los hubo, sino ronquidos que, dado el público, no podían ser sino ostentóreos. Cuando ya el recital agonizaba, la dama de mi izquierda me susurró que ya faltaba poco para lo bueno. «Para el número fuerte», precisó, «que es lo que todos, en realidad, venimos a ver».

Volvía a ser el turno de Leopoldo, que se arrancó con «Violetas imperiales», sosteniendo en vilo la nota de «Españaaaaaaa» como si prolongara no supe qué, si una verónica o un orgasmo. El público, su público, murmuraba la canción entre bamboleos; no, no es que se la supieran, sino que la letra se iba proyectando en la pantalla. ¿Un karaoke? Más bien los años cincuenta con power point. Cuando Leopoldo atacó «Amar y vivir» hubieron de contenerme, pues hice ademán de saltar a la palestra para remedar un dúo, y al fin vencer. Y otro tanto le ocurrió a uno de mis colegas cuando anunció «Tuna compostelana», ya la cuarta planta del Colegio de Médicos viniéndose abajo de pura felicidad. «Si en la facultad de periodismo no hubiera habido tanto capullo, habríamos tenido una tuna como Dios manda», y siguió a lo suyo, secundando con graciosa marcialidad a Leopoldo, que a esas horas era ya el gran Leopoldo, y uno había de decir su nombre mascando esquirlas de neón.

Antes de irnos, Leopoldo improvisó una votación. «Se trata de votar si nos seguimos viendo los viernes, que tienen la ventaja de que podemos trasnochar más y la desventaja de que hasta el sábado no podemos ir a nuestras casas de fin de semana, o el jueves, que tienen la desventaja de que al día siguiente algunos trabajamos».

Por una vez en mi vida, estuve con el bando ganador. 



Jot Down, 8 de noviembre de 2013

Canal 9 y la ley de Mahoma

La carta publicada por Iolanda Mármol, corresponsal de Canal 9 en Madrid, tras el anuncio de cierre de la cadena es, sin duda, la mejor razón para cerrarla. Ya en sus inicios, cuando el resto de las televisiones autonómicas aún se hallaban tocadas por el halo de inocencia que otorga lo virginal, Canal 9 se mostró más concernida por contentar las pulsiones del bajo vientre que por el mandato de promoción de lo vernáculo. Con el programa Tómbola, que inició sus emisiones en 1997, la cadena valenciana se hizo un hueco en el hall of fame del mamarrachismo televisivo. La verdadera telebasura, no obstante, consistía en la vistosidad con que se daba jabón al presidente de turno. En eso, ciertamente, Canal 9 fue un dechado de transparencia, ahora que esa cláusula se ha puesto tan de moda. No en vano, ni siquiera se puede hablar de servidumbre política, puesto que a efectos prácticos (y fácticos) Canal 9 siempre fue el poder mismo, la primera consejería del Consell.

La gran marca de la casa, no obstante, no fue el horrísono sigilo con que sus noticiarios tramitaban cualquier asunto que salpicara a los populares, sino su furibundo anticatalanismo, en respuesta al no menos furibundo pancatalanismo de TV3. Es fama que la gota malaya de los Països Catalans contribuyó decisivamente a modelar una identidad, la valenciana, hasta entonces carente de aristas. Al nacionalismo catalán, siempre sensible a la preservación de las minorías, le cabe el mérito de haber fundado el valencianismo moderno. Contra sí mismo, sí, nadie es perfecto; ni siquiera los valencianos. "Valencianos", sí, digo bien. Porque, paradójicamente, los activistas que desde Cataluña más han destacado en la defensa de la entelequia Països Catalans no han sido sino valencianos. Gentes como Vicent Sanchis, Vicent Partal, Isabel-Clara Simó o Alfons López-Tena.

Volviendo a Mármol y su denuncia (a toro pasado) de que le exigieron que de Zaplana sólo saliera su perfil bueno, o de que le prohibieron dar la noticia del cheque-bebé de Zapatero, o la obligaron a cantar las excelencias de Terra Mítica… Tan sólo una cosa: Iolanda, cielo, ya lo sabíamos. Y otra más: el periodista que se deja manipular es, cuando menos, copartícipe de la manipulación. Lo que debe concluirse, en fin, de esa lista mourinho con que te abres las carnes no es que los políticos compren, que va de suá, sino que tú te dejaste comprar.



Libertad Digital, 6 de noviembre de 2013

Inmaculados

El auge del soberanismo en Cataluña parece haber despertado del letargo a una serie de autores que, en los últimos veinte años, apenas habían opuesto reparos al nacionalismo. Uno intuía que, dada la naturaleza de algunas de sus propuestas intelectuales, el pensamiento pujolista les debía de parecer un incordio, pero era imposible saberlo, porque lo cierto es que sólo afilaban el verbo con el Partido Popular. Cuando se les inquiría acerca de esa condescendencia, argüían que el conflicto identitario les resultaba ajeno, y que, en cualquier caso, quienes se mostraban críticos con el nacionalismo eran en verdad nacionalistas de otro signo. Y así, entre vapores, seguían a lo suyo, excretando estupendísimas novelas sobre los confines de la amistad o indagando en las claves del descrédito de la política.

Fui de los ingenuos que creyeron que, con la aparición de Ciutadans, y dado que entre los autores del manifiesto seminal había tipos tan encantadoramente marcianos como Félix de Azúa o Ferran Toutain, se produciría una suerte de eclosión intelectual por la que, al fin, el nacionalismo se situaría en el punto de mira de las plumas más finas, sagaces y elegantes del país. Un ingenuo, ya digo, porque lo que sucedió fue que los ausentes tomaron Ciutadans como unidad de medida para calibrar lo que jamás habrían de decir. Y así, por ejemplo, Elvira Lindo rehusó firmar el Manifiesto por la lengua común después de haber sido boicoteada en su pregón de las fiestas de la Mercè por emplear el castellano.

Pero en los últimos tiempos, repito, y como consecuencia de la amenaza de secesión propagada por Artur Mas, proliferan los artículos de gentes que, ahora sí, creen llegado el momento de decir esta boca es mía, quién sabe ya si a beneficio de inventario. Pienso, digámoslo ya, en hombres como Andrés Trapiello, Jordi Soler, Manuel Cruz, Enrique de Hériz o Miguel González. No, no se apuren; las más de las veces logran salir del empeño sin un solo rasguño y, por supuesto, habiéndose ciscado lo suficiente en España como para no los confundan con gentuza. Bien pensado, sería una lástima que, después de tantos años mirando para otro lado, ahora, justo en la zona cesarini, fueran a tildarles de anticatalanes. A ellos.

(Ah, los nombres. Verán, creo que en estos casos es más nocivo ocultarlos, como hizo el ministro Montoro cuando acusó a (algunos) actores españoles de evadir impuestos. ¡No, si yo al Partido Popular también sé criticarlo!).



Libertad Digital, 31 de octubre de 2013