jueves, 26 de noviembre de 2020

Ho visto Maradona


José María Minguella vio jugar a Maradona en el campo de Argentinos Juniors en 1977. No era a él a quien había ido a ojear, sino a Jorge López, un delantero al que quería colocar en el Burgos. Pero no hacía falta ser Minguella para reparar en aquel portento de 16 años (había debutado con 15) que llenaba de hinchas los tablones del viejo Bocayá. Como él mismo cuenta en Minguella leaks, sus decepcionantes memorias (el escamoteo se advierte desde el título), fue ver al crío y, al punto, negociar con el presidente de Argentinos, Próspero Consoli, un suboficial retirado de la Armada. De aquella Armada.

-No puede ser. Si acepto el traspaso me matan.

No pudo ser. Minguella cerró el acuerdo en 100.000 dólares y corrió a ofrecerlo al Barça, cuyo gerente, Jaume Rosell (el padre de Sandro, en efecto) declinó la oferta. Demasiado dinero para un adolescente, máxime en la era anterior a YouTube, siendo el único aval posible Minguella y sus propios ojos.

Nuestro agente volvió a la carga en el 78, con Núñez como presidente, y cuando parecía que lo tenía hecho, cuando ya había convencido a Núñez, a Maradona, a Consoli y a Grondona, topó con Carlos Lacoste, el militar que había estado a cargo de la organización del Mundial 78, evento para el que dilapidó unos 500 millones de dólares sin aportar una sola factura. Aquella Argentina.

Antes de la entrevista con el milico, Consoli dio ánimos a Minguella. Él mismo les cuenta cómo transcurrió:

"Me recibió un soldado en unas instalaciones militares del todo lúgubres. Tras atravesar un pasillo casi sin luz, en un cuartucho, me esperaba Lacoste, que me dijo que el jugador no podía irse del país. '¡La patria lo necesita!'."

En 1979, vencida esa resistencia, las negociaciones parecen prosperar. Minguella arrastra a Wembley a Núñez, Casaus y Gaspart con ocasión de un Inglaterra-Argentina y, al fin, los mandamases atisban un destello de genialidad. Ah, pero la vida, esa cruzada inverosímil, obliga a un paréntesis. 

"En Londres vivimos una situación especial. Coincidimos en el hotel en que nos alojábamos con el popular cantante Demis Roussos y Núñez me dijo que quería conocerlo. Hablé con el griego y no hubo problemas."

(Desde entonces, Minguella es para mí el hombre que presentó a Núñez a Demis Roussos, una de esas escenas tipo el día en que Albano y Romina pararon en Los Checas que mi amigo Rafa Lahuerta lleva prendidas en la solapa.)

Con todo, lo que más me llamó la atención del relato de Mingui fue lo siguiente:

"El partido, por cierto, lo ganó Inglagerra 3-1. Maradona marcó de penalti y Kevin Keegan hizo dos goles, aunque el recuerdo de aquel encuentro fue una jugada tremenda de Maradona, preludio de la que le hizo a los ingleses en México, en que dribló a medio equipo y no fue gol de milagro."

Una decantación biográfica ante la que yo, en un requiebro falaz, me permito decir: ¡Lo tenía ensayado!

Mas nada de lo que yo diga puede igualar la visión de ese mismo eslalon ni el verbo quebrado, hoy en televisión, de Jorge Valdano, el escritor que en sueños sigue corriendo a su izquierda en el Azteca.

The Objective, 26 de noviembre de 2020

sábado, 21 de noviembre de 2020

Otegis

El barrio de Divis Flats, en Belfast, se hallaba vertebrado en torno al polígono del mismo nombre, un complejo laberíntico levantado a mediados de los sesenta para realojar a miles de familias procedentes de los suburbios, en su mayoría católicas. Retretes comunitarios, ascensores averiados, patios convertidos en estercoleros… Piensen en unas Tres Mil Viviendas fabuladas por un brutalista enloquecido y envueltas en la bruma. Una obra social irreprochable, que cumplía a rajatabla con todas y cada una de las contraindicaciones del bien. En 1972, en uno de los pisos de aquel humedal de hormigón vivía Jean McConville, una viuda de 38 años con diez hijos a su cargo.

En diciembre de ese mismo año, una cuadrilla de encapuchados de los Provos (IRA Provisional) se presentó en su hogar y la secuestró. Cuadrilla, estimado lector, no es una elección inocente. A punto he estado de escribir que se la llevaron “a punta de pistola” pero ni siquiera hizo falta. Sobre Jean pesaba la acusación de ser una chivata. Al parecer, había socorrido a un soldado británico en uno de los corredores del Divis, y al punto aparecieron las primeras pintadas, lo que abrió la veda al hostigamiento de la familia. [En el film(in) ’71, el Divis aparece como uno de esos enclaves a los que la comandancia de las tropas del Reino Unido prohíbe entrar a sus soldados; un territorio mítico a fuer de real].

Al newyorker Patrick Radden Keefe, 44 años, le llamó la atención la desaparición de McConville, un caso tabú en Irlanda del Norte, donde tabú es el eufemismo que alude a la general resignación ante la evidencia de que nuestros muchachos, ay, la habían tenido que asesinar. ‘Tenido que’, sí; la barbarie y los libros de estilo son irreconciliables. Lo que no previó Keefe es que su investigación, reunida en el antológico No digas nada (Reservoir Books), echaría a rodar una bola que abarcaría la historia de la que es, probablemente, la banda terrorista que más altas cotas ha alcanzado en el escalafón del glamour. A ello contribuyeron las hermanas Dolours y Marian Price, tan sumamente idénticas en su oligofrenia swinging que Margaret Thatcher las tomó por gemelas.

Pero No digas nada es, por encima de todo, la más escalofriante caracterización de todos los otegis que en el mundo han sido, encarnada, aquí, en Gerry Adams. Se trata, de hecho, de una biografía de Adams (¡y familia!), del retrato asombrado del individuo que ordenó la detención de McConville y resolvió desaparecerla. Según declaró Dolours Price, dejar su cadáver en la vía pública no les habría dejado en buen lugar. Más dejando diez huérfanos en tierra de quién.

The Objective, 21 de noviembre de 2020