viernes, 24 de abril de 2020

The Gipsy Prince


Rafael Castellón Vargas nunca supo qué ser, si torero, bailaor o cantante, la santísima trinidad de las artes a las que cualquier gitano de su tiempo estaba condenado. En la duda llegó a serlo todo: novillero fracasado, precursor de un paso de baile que amenazaba traspié, como de padrino borracho en un bautizo (y que luego sería el santo y seña del Jero, el del medio de Los Chichos), y vocalista de feria. Una medianía, dirán. En absoluto. De la amalgama de todas sus carencias surgió un artista irrepetible, un pionero sin conciencia alguna de serlo, tan seguro de su majestuosidad que sus actuaciones consistían básicamente en un repertorio de muecas que la afirmaran: nunca tuvo público sino un espejo, y acaso esa circunstancia influyó en que en todas sus galas parecía estar debutando. De él dejó escrito Carlos Herrera que le faltó cabeza y le sobró esparcimiento para llegar a ser una estrella. Traduzco: un flipao de sí mismo.

Cuenta la leyenda que el apodo de Príncipe le vino de sus ojos claros y la gorra de marinero con que lo tocaba su madre, que en cierta ocasión le arreó un tortazo en un tranvía y una viajera, al verlo, dijo en voz alta: “El guantazo que le ha dado la chacha, no te puedes fiar de ellas”. La ‘chacha’ respondió sacándose una teta y amorrando al hijo. “Pues tiene usted un príncipe”, terció la entrometida. Como era costumbre en la época, Castellón emergió al artisteo siendo aún un principito: no tenía 15 años cuando debutó en el Calderón, en el espectáculo de Lola Flores. El Príncipe Gitano cultivó la rumba, la zambra, la bulería, la copla, y en ninguno de los géneros escatimó ese horrísono bebebebe… que es a la música lo que el abaniqueo a la lidia. Pero cómo exigirle contención al exagerado. Cuando se medía con Rafael Farina (sí, millenials, el galleo rap no lo habéis inventado vosotros), el escenario se convertía en un bar del far west con algo más de lumbre.

El pasado verano entrevisté a Lolita para un reportaje sobre el Pescadilla y mencioné al Príncipe Gitano a propósito de Dos extraños son. “No te equivoques, mi padre era mi padre; el Príncipe Gitano era otra cosa”. Dos raros que, a su manera, desafiaron el canon como lo hicieron Bambino, María Jiménez o Camarón… O como su hermana, la Terremoto, cuyo hit Achilipú se recuerda por Las Grecas. Al Príncipe le ocurrió lo mismo: el Porompompero fue antes suyo que de Escobar, y el Obí-obá fue popularizado por los Gipsy Kings, que sí se atrevieron a publicitarse como reyes sin que importara de qué.

Fue Elvis quien parodió In The Ghetto.

The Objective, 24 de abril de 2020

martes, 21 de abril de 2020

Monclovismo de crisis

- Caracterización de la pandemia como una suerte de plaga bíblica ante la que sólo cabe la prédica. El tono afligido, rayando en el sollozo, de las primeras intervenciones de Sánchez, esas peroratas en las que parecía arrogarse el infortunio que sufría la Nación (encarnándose él mismo en ella, como posteriormente verbalizaría sin rebozo ninguno al proclamarse su máximo representante) trataban de exprimir la política emocional sobre la que ha teorizado el coach Redondo. La adversidad nos ha golpeado, sí, y frente a ello imploro vuestra compasión. O, por mejor decir, ‘tu’ compasión. La empatía y la antipatía como extensiones morales de la izquierda y la derecha.

- Utilización abusiva de los medios de comunicación públicos, en comparecencias revestidas de un boato y trascendencia que no se compadecen con el contenido de los mensajes, generalmente huecos. Esa ocupación trivial de los espacios televisivos ha involucrado también a altos cargos de instituciones policiales y militares. Véanse, a este respecto, las retahílas de infracciones superfluas, tipo ‘ayer le dimos el alto a un individuo que paseaba por la playa de San Juan’.

- Disolución de la responsabilidad. La apostilla de que la pandemia no es un problema exclusivamente español, sino planetario, se ha ido adhiriendo al discurso de la mayoría de los ministros del Gabinete. El azote que nos ha infligido el destino es universal y (alehop) ningún país estaba preparado para ello. Obviamente (¡razonablemente!), tampoco España. Como-no-podía-ser-de-otra-manera.

- Omisión sistemática de los casos griego, portugués y del Véneto.

- Escamoteo del duelo y exaltación del júbilo. En lugar de un minuto de silencio por los muertos, una salva de aplausos a los vivos (que en Lavapiés suelen ir acompañadas de gritos estridentes, entre el irrintzi batasuno y el alarido comanche). La España de los balcones como primavera de la sororidad. Una crisis versificada por Carlos del Amor.

- La post pandemia como reset moral que sitúe “la vida”, “lo común”, en el centro del debate político. Según es costumbre en España, la invitación a cambiar ‘nuestra’ escala de valores es unidireccional: quien está obligado a hacerlo son los demás. Una oportunidad, en suma, para que la derecha deponga su actitud.

- Invocaciones al ‘verdadero’ patriotismo, a menudo reforzadas por el uso de lenguaje belicista (el enemigo, la guerra) del que se infiere, cuasi naturalmente, el imperativo del ‘prietas las filas’, que permite presentar al discrepante como un traidor. De esa fraseología son tributarios los continuos llamamientos a la unidad (“este virus lo paramos unidos”), cuyo colofón ha sido el intento de forjar unos ‘pactos de la Moncloa’ que, dada la composición del Gobierno, no tienen otro propósito que blindarse tras una inmunidad de Estado.

- Intento de proyectar la acción del Gobierno como un hito democrático, añadiendo ese mismo adjetivo, ‘democrático’, a los anuncios presidenciales de mayor empaque. ‘Se trata del mayor despliegue de la democracia española’, ‘estamos ante una medida sin precedentes en la historia democrática de nuestro país’… Una forma de adanismo que, en este caso, aspiraba a identificar la estrategia del Ejecutivo con una operación de salvaguarda de la libertad.

The Objective, 21 de abril de 2020

viernes, 10 de abril de 2020

Mortaja blanca de mi esperanza


El progreísmo convirtió La España vacía, título del meritorio ensayo de Sergio del Molino, en la España vaciada, operación paranomásica por la que un sintagma descriptivo devino en seca incriminación. Detrás del participio vaciada, en efecto, debía haber un alguien, complemento agente. Y puesto que en nuestro ecosistema político esa clase de señalamiento opera en un solo sentido, la responsable del vaciado no podía ser sino la derecha, ese campo semántico de la desolación. Bastaba con ver el rictus de perspicacia con que los presentadores de las televisiones, de todas las televisiones, pronunciaban "España vaciada", ese retintín en el que aún se obstinan, como quien aspira a insinuar que a ellos no se la cuelan, que si el periodismo exige porqués (¡ir más allá!, claman, ignorando lo mucho que deben sus análisis a Jiménez del Oso), ahí están su ceño fruncido y su proverbial antipatía. La base de semejante imputación es, además de ontológica, taumatúrgica. Dado el umbral de confort que ha propiciado el progreso (al punto de obligar a la izquierda a acularse en lo identitario), cómo no iba a merecer un 15-M que en el Pico de Urbión aún no haya fibra óptica. De hecho, la inmensa mayoría de los filtros (mileurista, desafecta, tóxica...) que nuestro socialpopulismo instagramer aplica a España son achacables al PP y sus envolturas.

La imagen que hizo fortuna para ilustrar la Gran Depresión fue la de un chamarilero al que el New York Times hizo pasar por famélica legión, y la explicación de esa indigencia no pudo tener mejor iconografía que la Valencia de Paco Camps. Un trampantojo y una falla. Y por lo que toca a la huelga feminista del 8-M, aún resuena la consigna que, en boca de Begoña, resumía el caso: "Dónde están, no se ven, las banderas del PP". De algún modo, la misma trama que redundó en 5 millones de parados servía para sustanciar políticamente el terrorismo machista. "Ya son 30 con la de hoy…". Ese "ya", no lo duden, encierra un argumentario.

Ahora, con la crisis del coronavirus, mostrar los féretros es amarillismo, morbosidad, demagogia. Mal gusto. Rafa Latorre dejó anteayer escrito en El Mundo el pie de foto más urgente de estos días. La imagen, no obstante, hablaba por sí misma. No ya por el 'No trespassing' trocado en 'Celebración de cumpleaños'; lo conmovedor era el orden alfabético: higiénico, salvífico, brutal. El Gobierno querría que la tragedia quedara confinada en un puñado de ripiosos anecdotarios del yo. Y que los lemas que presidieran el estado de alarma fueran "La España de los balcones" o el "Gorda, que estoy de guardia".

Hasta que una portada vino a recordarnos que si el poder estuviera en manos del enemigo, ésta sería la España muerta. O, por ceñirme al protocolo, exterminada.

Libertad Digital, 10 de abril de 2020

martes, 7 de abril de 2020

España anovillada

Sabía de Cruz Novillo por su logotipo de El Mundo y mi propensión a recordar exotismos. Un planeta dividido en secciones. Por decirlo sin ambages: de Cruz Novillo lo ignoraba casi todo, máxime teniendo en cuenta hasta qué punto la memoria visual de cualquier español es, en tantos recovecos, una reminiscencia de su obra. Hoy, gracias al extraordinario documental de Andrea Gutiérrez Bermejo y Miguel Larraya (Filmin), sé que también le debemos los emblemas de Correos, Renfe, Repsol, PSOE, la primigenia Antena 3, Cadena Cope o la Policía Nacional, un encargo, este último, que remató reemplazando los uniformes marrones que vestían los agentes a principios de los ochenta, más propios de una dictadura bananera (¡maderos!), por ese azul inobjetablemente europeo que siguen luciendo. No es exagerado afirmar que Cruz Novillo dotó a la democracia de identidad corporativa, máxime en el plano institucional, donde, de su mano, el yugo y las flechas dieron paso a una semiótica aseada, más acorde con el país moderno, cuasi milagroso, en que España parecía convertirse. El hombre que diseñó España, se titula el ¿biopic?, al que Andrea y Miguel, pareja, han consagrado cuatro años de intermitencias. Dos españoles, en efecto, cuando lo habitual es que detrás del apostolado de cualquier insólito nacional haya un académico oxoniense. Mantuve con ellos, dechado de amabilidad, una conversación confinada; me interesaba saber cómo habían llegado a Novillo, qué les había conducido a celebrar su figura con esa película, originalísima por cuanto, además, comprende el making-of de su propio cartel. “Todo empezó por eso, por sus carteles”, me dice Andrea. La cartelería, claro: Peppermint Frappé, La escopeta nacional, Cría cuervos, Ana y los lobos, Mamá cumple 100 años, Deprisa deprisa, Historias del Kronen, Barrio, Los lunes al sol… Acaso el principal mérito de Querejeta haya sido confiarle a este gigante el póster de sus producciones. Se trata, por lo demás, del único diseñador que se ha ocupado de la bandera de una comunidad autónoma. Fue la de Madrid, la última en serlo, y lo hizo al alimón con Santiago Amón. Para ello, como cuenta en EQDE Joaquín Leguina, Novillo se inspiró en el grana-carmesí del estandarte de Castilla y las estrellas de la osa menor (“el claro cielo de Madrid”, López de Hoyos dixit), siete fulgores que los ultras de la época tildaron de vietnamitas. Una enseña doblemente roja, ay. Creerán mis coetáneos que les hablo de Novillo como una vieja gloria. Ayer, conforme al vaciado universal que ha conllevado el estado de alarma, limpió su logo de El Mundo, ese por el que tuve noticia de él hace ya 30 años. Un planeta al que estos días sólo le quedan secciones. ¿Que diseñó? Tal es la única tacha de un trabajo imprescindible.

The Objective, 7 de abril de 2020