jueves, 9 de marzo de 2023

Belushi: biografía desautorizada


En el verano de 1982, Bob Woodward recibió una llamada a la redacción del Post. Judy Jacklin, la viuda del actor John Belushi, fallecido tres meses atrás por una sobredosis de speedball, le pidió que indagara en las circunstancias de su muerte con el fin de formalizar un relato plausible, magnánimo y elegíaco acerca de su vida. 530 páginas después, Woodward concluyó que, en efecto, el despeño de Belushi era un misterio extraordinario, mas no en el sentido intrigante que atormentaba a su esposa, sino en la acepción de que la piel es insondable. A lo sumo, y estirando el chicle, diríase que Belushi conspiró contra sí mismo desde que empezó a fajarse con el éxito. Tal vez por ello la crónica de Woodward es, antes que una biografía al uso, la trazabilidad de una autopsia. No en vano, el blues brother puso todo su afán en morir joven y, a despecho del tópico, dejar un hórrido cadáver de 140 kilos.

Para llevar a cabo una empresa como la que acometió Woodward, resultaba de obligado cumplimiento dejar a un lado los adjetivos. Reparé en ello al poco de comenzar la lectura. Acostumbrado como estoy a tanto rizo extemporáneo, no me fue difícil apreciar que Belushi durmió, Belushi cantó, Belushi se drogó y Belushi, ay, soñó. En realidad, la aspiración del autor no solo pasaba por la elisión de los adjetivos, sino también de los nombres. Le alcanza, en efecto, con el relato alucinado de un trozo de carne atravesando la noche en busca de su propio reflejo.

En la madrugada de la muerte de Belushi, pasaron por su bungalow del Chateau Marmont, donde el cómico había fijado su residencia (o, por mejor decir, su ataraxia), jovenes airados como Robert de Niro o Robin Williams, estrellas en ciernes que por entonces quemaban Los Ángeles a golpe de farla.

Sostiene Woodward en un sinnúmero de pasajes que la llamada a tal o cual dealer se produjo a las (cito al bulto) tres y veintisiete minutos de la madrugada. Resultaría obsceno no preguntarse cómo Woodward se atreve a incrustar en el texto esos ‘veintisiete’. La respuesta son 217 entrevistas más un exhaustivo escrutinio de agendas, diarios, listados telefónicos, cartas, fotos, registros de hotel, facturas de limusinas, recibos de taxi… Dos años y medio de trabajo en que el bisoño ayudante John Ward Anderson desempeñó una función crucial. 

Sea como sea, la exactitud en el manejo de los datos no es un alarde preñado de fanfarronería, sino el nítido recordatorio de que el sintagma ‘periodismo de precisión’ es un pleonasmo.

John Belushi actuaba al tiempo que se pinchaba y al tiempo que comía y al tiempo que dormitaba y al tiempo que… ¿follaba? No. La gran aportación de Woodward a la historia universal de lo escabroso es la confirmación de que el sexo de los drogadictos es fútil, accesorio, morcillón. Digámoslo ya: el eslogan “sexo, drogas y rock and roll” es una de las mentiras más solemnes que adornó el siglo XX. Así y todo, y puesto que incluso el más tétrico de los drogadictos siente de tarde en tarde una vaga pulsión animal, Woodward es consciente de que no cabe la posibilidad de escurrir el bulto. ¿Y cómo logra encarar lo que no puede ser sino irrelevante? Sobre todo, recurriendo a omisiones. John Belushi y Fulana de Tal llegan a casa de ella sobre las cinco. Belushi se va a las ocho y cuarto. Esos saltos temporales despliegan un alud de imágenes en que entrevemos un fardo temblón arremetiendo en vano contra una sombra. 

En el bungalow del decadente Marmont, Belushi recibía a tipos con los que había trabado amistad eterna tres días antes, camellos que le bailaban el agua y, en general, un carrusel fantasmagórico que, durante días, fue asistiendo en riguroso directo a su derrumbe. Salvo Dan Aykroyd (con quien formó un dúo para la posteridad) y Robert de Niro (que ocupaba una habitación en el mismo hotel y mostró algo semejante a una preocupación sincera por su colega), quienes acompañaron a Belushi en sus últimas horas eran hombres y mujeres tan terminales como él.

La forma como Woodward organiza ese material entraña un riesgo fascinante. Al segmentar el texto en cada uno de los días postreros de Belushi (1 de marzo, 2 de marzo…), Woodward ciñe el relato a una cronología que en puridad es inexistente. En su metódica carrera hacia la tumba, Belushi implora el afecto de su mujer a horas intempestivas, aguanta hasta cuatro días sin dormir, asiste a largas reuniones de trabajo en las que termina por desmayarse, rememora los días de Saturday Night Live con el mismo aire crepuscular con que Gloria Swanson reclamó su lugar en el olimpo.

Ya en ese instante, el cómico lenguaraz, geniudo e irreverente no es más que un desecho corroído por la paranoia, la soberbia, el odio. Con todo, Woodward atrapa con suma habilidad el deje conmovedor que aflora en algunas de las habladurías de Belushi. Y ultima el reto de contar su vida exagerada sin incurrir en juicios simplistas ni encomendarse al filón de las señales premonitorias. Con esa rara bonhomía que en ocasiones brota de la frialdad.

A Judy, la viuda de Belushi, le desagradó la obra de Woodward. Éste comprendió su reacción: «Demasiada verdad». 


Como una moto. La vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward.