El escamoteo de dicha simetría remite vagamente, siquiera por correlación sintáctica, al miserable ritornelo «condenamos la violencia venga de donde venga», con el que los otegis pretendieron rebatir la naturaleza unívoca, unidireccional y uniceja del terrorismo. ¿Pretendieron? Dije mal: pretenden, y así ha de constar. Sea como sea, en España, y en virtud de la hegemonía prisaica (en absoluto privativa de los medios izquierdistas) se da el insólito fenómeno de que el espectro político no es una recta separada por dos puntos, pues sólo hay uno: Vox. El otro, el que debería estar representado por la comunista Yolanda Díaz y su cuerda de antisistemas, emulsión que aboga por el derrocamiento de la Corona, la «resignificación» del pacto constitucional y la conversión de España en una suerte de colmenilla a no menos de 15 minutos entre celda y celda; ese otro polo, el que con arreglo a cualquier tratado debería llevar el nombre de ultraizquierda, ha eludido esa categoría. Por decirlo en un lenguaje asequible a Díaz: cualquier formación española está facultada para fluir, para autodeterminarse nominalmente como le venga en gana («Proceso de Escucha», «Esquinita del Tablero», «Izquierda Rosa»,«El Espacio de Yolanda»); cualquiera menos Vox y, en menor grado (pero no en mucho menor), el PP. Y con «nominalmente» he sido generoso: dado el sanchismo, también la esencia, el tuétano ideológico, es susceptible de mutación. Ahí va Ortuzar, arrogándose el mérito de haber frenado… ¡a la derecha! Dios, Kortatu y Leyes Viejas.
Vox, ciertamente, tiene en su ideario nuclear aspectos no poco desdeñables, entre los que se cuentan un antiextranjerismo irrefrenable («es oír extranjero y ya no escuchan más», terció Isabel Díaz Ayuso a cuenta del bloqueo de los de Monasterio a una ley de incentivo a la inversión), la indisimulada inquina a las grandes ciudades en tanto que pandemónium de leso mestizaje (una de las razones por las que en Madrid están condenados a la irrelevancia), la aversión a la modernidad, el culto a la conspiranoia globalista (otra forma, sabrán disculparme, de sororidad). Y, unificándolo todo, una tosquedad a prueba del más elemental pudor, como de matachín del viejo Chicote, admirablemente plasmada en su pavorosa cartelería.
Ahora bien, no cabe situar a Vox en pie de igualdad con una multifacción que reivindica orgullosamente el comunismo (no el comunismo que forjó la Transición y asumió la rojigualda, no, sino el de la constelación de rupturistas que han florecido al calor del podemismo). Sánchez no sólo ha logrado orillar esa evidencia; además, la ha pervertido, al punto de agitar un espantajo, el del miedo, que muchos creíamos desactivado.
Mientras desbrozamos los factores que han llevado a ello, sirva como guía el tratamiento que Isabel Díaz Ayuso infligió a Vox en Madrid: 1) afirmar su carácter legítimo y constitucional, 2) impugnar la caricatura que de él esboza la izquierda, 3) poner de manifiesto todo aquello en lo que PP y Vox coinciden, sobre todo en lo que concierne a prestigiar las instituciones del Estado, reforzar la unidad nacional y combatir la cultura woke, 4) no dejar de incidir, sin escatimar un ápice de displicencia, en todo aquello en lo que divergen (pin parental, supresión de la ley trans, prohibición del aborto, criminalización de la inmigración). El resultado de ese manual: mayoría absoluta del PP, y Vox, a la silla de pensar.
The Objective, 30 de julio de 2023
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