domingo, 26 de noviembre de 2023

¿Ya se ha roto España?

El procés provocó en Cataluña una fractura social cuyos efectos aún perduran y para la que no se adivina sutura a medio plazo, menos aún después de que el presidente del Gobierno haya reactivado la agenda golpista. Amistades que se remontaban a la infancia, que habían sobrevivido a la erosión del tiempo, se rompieron de manera inexorable en el curso de discusiones donde los argumentos, lejos de exponerse civilizadamente, esto es, con cierta coquetería intelectual, se arrojaban a la cara de quien habiendo sido un medio hermano había devenido en feroz antagonista. Lejos de delimitar un marco deliberativo para persuadir al adversario en buena lid, con razones atendibles, se imponía su humillación. Con más saña, si cabe, cuanto más estrecho era, o había sido el vínculo.

Hay matices. En ocasiones, el Virus finiquitó relaciones que ya habían rendido sus mejores días. En tales casos, Cataluña/España fue el pretexto para no perseverar en afectos al borde de la extinción, entreverados de silencios que habían pasado de lo incómodo a lo inhóspito. Tampoco conviene fiarse de las muchas hipérboles que ha esparcido el Trauma: tengo para mí que el soniquete de las «familias rotas» tiene algo de aderezo retórico, sin más valor fáctico que el que cabría conceder a un reñidero de cuñados; ojerizas endémicas, en fin, que afloraban al calor de la cuestión nacional. Un Barça-Español por otros medios.

No obstante, y si bien creo infundado hablar de una plaga de rupturas familiares, es verdad que no pocos cónclaves empezaron a celebrarse bajo una sombra ominosa, una suerte de acuerdo respecto al desacuerdo que obligaba, siquiera por decoro navideño, a una cierta contención. Había una diferencia sustancial entre ahondar enconos e inaugurar inquinas, de ahí que el subtexto que presidiera los encuentros fuera «tengamos la fiesta en paz», un «prohibido terminantemente el cante» adaptado al fenómeno.

El aire de fronda venía batiendo la región desde mucho antes de que un lazo amarillo (y sobre todo, el hecho de no llevarlo) denotara que la convivencia había pasado a mejor vida. A partir del surgimiento y la consolidación de Ciudadanos, un partido inconcebible en ese pútrido balneario que fue el oasis, la risa conejera de la cohorte nacionalista devino en rictus desencajado. A la censura y el vacío mediáticos con que el régimen acogió la buena nueva, siguió una hostilidad ambiental que rompió en amenazas, boicots, agresiones. El conflicto, después de años de latencia y disimulo, se dirimía por fin a cielo abierto gracias a una formación explícitamente antinacionalista, que precisamente ponía en entredicho la posibilidad de serlo sin sufrir represalias. El cambio de paradigma se hizo insoportable para la clase dirigente; también para la que regía los destinos del PSC y el PPC, que oficiaban de perfectas coartadas de un pluralismo ficticio: si los socialistas jamás aspiraron a ningún otro papel que no fuera el de cómplice, los populares (con la salvedad del periodo luminoso de Aleix Vidal-Quadras) rara vez pasaron de comparsa, y a esa condición, por cierto, pretende devolverlos Alberto Núñez Feijóo, aunque ello sería materia para otro artículo.

Sólo quienes teníamos tratos recurrentes con la política, quienes nos sentíamos de antiguo concernidos por ella, sospechamos que los acontecimientos (el 3% y el 15M como aceleradores) podrían precipitar una quiebra de cierto calado. Con el 1-O en el horizonte, el cisma que se venía insinuando en ámbitos hiperpolitizados se manifestó también en empresas, comunidades de vecinos, asociaciones de padres de alumnos, patios de colegio, aulas universitarias… La consumación de la revuelta, favorecida por la cesantía del Gobierno de Mariano Rajoy, acabó por volar los pocos diques que quedaban en pie y llevó la discordia a la red social primigenia, a ese círculo sagrado que creíamos inexpugnable y que al punto se tornó quebradizo. Íntimos que nunca habíamos cruzado una palabra más alta que otra nos vimos arrastrados a broncas tabernarias, a tanganas del tipo trofeo Colombino donde nada, ningún pliegue biográfico, parecía quedar a salvo, en las que el Tema resucitaba aquello que dijiste un día, aquello que dije yo. La huida hacia delante de un hatajo de corruptos, fundada en lustros de roturación normativa, hizo del bar-de-toda-la-vida un campo de minas en que los parroquianos más atentos a la actualidad, a los que se nos podía identificar por ir armados con un periódico de papel, comenzamos a mirarnos de reojo. Soy incapaz de datar el día en que una amiga me dijo: «¿Tú crees que X [en alusión a un común, y nunca mejor dicho] también fue a votar?». Ni el instante en que, allá por 2019 , un tipo al que sigo apreciando me preguntó sobresaltado: «¿De verdad estás en contra de que el pueblo vote?». En contra. El pueblo. Vote. Y esa pértiga, «De verdad», con la que no sé si quería ensalzarme o ensartarme.

Los Usos amorosos de la postguerra española, el ensayo de Carmen Martín Gaite del que tanto aprendí a mis dieciocho, me venía a la mente cada vez que pensaba en los hábitos que había instaurado la procesía, y en particular en la etiqueta que abrazamos quienes teníamos la firme voluntad de plantarle cara a las circunstancias, de sobrevolar la contingencia aun perteneciendo a bandos contrarios. Porque había bandos, sí, y las filas siguen estando prietas.

En las cenas de antiguos alumnos de EGB, nadie sacaba a relucir su vicio para que la noche no se agriara por un asunto que, de críos, nos la había traído al pairo. Con los amigos-de-toda-la-vida medió un juramento escrito en tinta simpática por el que convinimos en eludir cualquier cuestión susceptible de reyerta, en fingirnos indiferentes a la urgencia, let’s pretend. ¡Como si cupiera ensimismarse esculpiendo un puré de patatas cuando el mundo tal-como-lo-conocíamos se iba derrumbando como los glaciares se derrumban en La 2! Quienes teníamos en la política nuestro nexo fundamental nos convertimos en especialistas de primerísimo nivel en la práctica del eslalon, y hubo una tarde en que me escuché diciéndole a un hombre por el que tengo verdadera estima: «Nos definen muchos más atributos que un referéndum: la conversación, el mestizaje, Rafa Marañón, aquella general de pie, Francisco Casavella, los macarrones del Monocrom…».

Un protocolo autogestionario que, en cualquier caso, acumuló miles de fracasos.

Estos días, cuando recibo en el móvil por enésima vez el chistecito de «¿Qué? ¿Ya se ha roto España?», no puedo por menos que admitir que la formulación peca de inexacta, por mucho que quienes se dan a la broma no se atreverían a decir: «¿Qué? ¿Ya se ha roto Cataluña?». Hay clases.

No, España no se rompe. Rompemos los españoles.

Y ni siquiera el hecho de que la izquierda carezca de convicciones, de que no tenga más asidero que el cinismo, evitará que el estropicio se extienda.

The Objective, 26 de noviembre de 2023

domingo, 19 de noviembre de 2023

Aquí siempre se ha jugado

En los últimos dos años, raro ha sido el jueves en que el pleno de la Asamblea de Madrid no se haya visto perturbado por manifestaciones contra el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Frente al número 142 de la avenida Pablo Neruda se han concentrado sucesivamente, y a menudo simultáneamente, asociaciones vecinales, entidades ecologistas, sindicatos de taxistas, de médicos, de docentes, de estudiantes, de celadores, de limpiadoras… La gente, en fin. Es probable, debería comprobarlo, que incluso el gremio de fruteros haya protagonizado algún juernes de clamor. Ni que decir tiene que en el hemiciclo resonaban los megáfonos, los tambores y las cacerolas, un estrépito a duras penas amortiguado por el revestimiento de vidrio del recinto, y que de puro ordinario parecía consustancial a la actividad legislativa, cuando no su banda sonora.

La policía, que sólo en una ocasión se vio desbordada por la multitud, acostumbraba a actuar sin aspavientos, limitándose a establecer un cordón que mantuviera al gentío a raya, esto es, lo suficientemente alejado de la puerta principal como para que no se produjeran conatos de agresión a los diputados, huelga aclarar que de derechas. Lo que no pudieron impedir, en febrero de 2023, es que dos médicos se encadenaran a la verja mientras un tercero activaba una humareda que se acabó filtrando al interior del edificio, para estupefacción de las señorías del PP y de Vox, que no estaban en el secreto, y la meliflua complacencia de las de la izquierda, que sí lo estaban. En el secreto y en el ajo, como por lo demás era habitual. De hecho, y según estipulaba el rito, un poco antes de la hora del almuerzo, los portavoces de Más Madrid, PSOE y Podemos, por estricto orden de irrelevancia, se reunían en la calle con los activistas a los que previamente habían azuzado, para exhibir ante las cámaras el prurito de camaradería que los identificaba como campeones mundiales de la empatía. Se daba entonces la insólita circunstancia de que los líderes izquierdistas participaban del griterío contra la institución de la que formaban parte, y lo hacían sin desmayo hasta que, ay, apremiaba la gazuza.

Las protestas, insisto, no operaban el mismo efecto en los legisladores a los que interpelaban, a saber, los del PP, que en los que, ya fuera bajo cuerda o sin ambages, las habían auspiciado. (¡Si lo sabré yo, que, como esculpiera José Martí, viví en el monstruo y le conozco las entrañas!) Mientras que los primeros se veían condicionados por el ceremonial intimidatorio, los segundos se refocilaban con la música de viento que amplificaba (que dopaba) su discurso.

Así y todo, cuando la extorsión se producía en el exterior, el impacto, amén de relativo, tendía a decrecer conforme avanzaba la legislatura; incluso al orador más párvulo e impresionable se le termina por encallecer el verbo. Y si especifico «exterior» es porque había una segunda modalidad: la indoor. La potestad de los grupos parlamentarios para alojar en la tribuna de invitados a colectivos concernidos por alguno de los puntos del orden del día (una forma como otra de coerción ambiental, pues el debate se puede seguir por internet) derivó más de una vez en trifulcas que incluyeron insultos, lanzamiento de octavillas, despliegue de pancartas… Sin que la bancada zurda faltara a la usanza de jalear tales actitudes con vítores y aplausos, aunque con ello conculcaran el reglamento.

Viene esto a cuento de la reacción airada de la izquierda (y los recelitos de la derecha morigerada) ante las movilizaciones que venimos protagonizando los constitucionalistas, y en las que debemos perseverar para que el Estado de Derecho siga en pie.

Que no nos achante la especie de que, por que la mitad de los ciudadanos abracemos la democracia militante, España vaya a romperse. En eso, y sólo en eso, doy la razón a los rompedores.

The Objective, 19 de noviembre de 2023

domingo, 5 de noviembre de 2023

Del tomar y la tomadura

El intento de acomodar el debate sobre la amnistía a la eventualidad de que el auténtico PSOE despierte, como si el que se halla bajo la tutela de Pedro Sánchez fuera su remedo sin alma, se alimenta de las críticas de los antiguos dirigentes socialistas, y en particular de las que supura con su habitual farolería, propia de quien habla para la Historia en lugar de para la prensa, Felipe González. Su más reciente wikiquote, que adquirió la forma de ataque de dignidad, sobrevino a las puertas del Palacio de las Cortes, cuando un periodista le dejó botando una pregunta no muy diferente a la que le formuló en 1995 el buen Iñaki, y para la que, como entonces, no cabía otra respuesta que no fuera un ‘no’. Como Fernando Palmero escribió en El Mundo con justo asombro, por quién nos toma.

Ciñámonos, por no enredarnos en sus más célebres trapacerías, al antecedente del acto que había motivado su presencia en el Congreso: el juramento de Felipe de Borbón. González, que encaraba la recta final de su primera legislatura al frente del Gobierno, conminó a Gregorio Peces-Barba, a la sazón presidente de la cámara, a que le concediera la prerrogativa de pronunciar un discurso. Las diferencias entre ambos, que ya habían aflorado en forma de llamadas a la cortesía parlamentaria, derivaron esta vez en un enfrentamiento de cuyos pormenores dio cuenta Peces-Barba en el último capítulo de su libro de memorias La democracia en España, en que atribuye la porfía de Moncloa en intervenir la ceremonia al culto a la personalidad instituido por aquel al que apodaron Dios, sin que le faltaran méritos para ello. Así acota el autor la deriva despótica del felipismo (y sólo estábamos en 1986): “Se había llegado a tal borrachera de éxito que todos, según comprendí entonces, éramos unos simples delegados del presidente, sin personalidad ni independencia”.

Sánchez, ciertamente, trató de retorcer el protocolo para evitar que su asiento en el escenario (a la izquierda de la Infanta Sofía y en segundo plano) pusiera de relieve su condición de subalterno; nada que no pueda equipararse (¡y a la baja!) a las presiones que alentó González, de quien el actual jefe del Ejecutivo no es sino su alumno más impúdico. Únicamente la evidencia de que las cesiones de Sánchez precipitan el colapso del Estado de Derecho, y la desfachatez con que acostumbra a desentenderse del periódico de ayer para refundar el mundo al paso de la necesidad (¡cómo le va a pesar conceder indultos y borrar delitos, si él ha basado su acción política en una permanente autoamnistía!) nos permiten entrever en el legado de González un atisbo de decencia. Pero que nadie se engañe: estamos ante una cuestión de grado, no de naturaleza (y que también interpela, por cierto, al PP, no ya al de los tiempos de Aznar y Rajoy, que va de suyo, sino al que hoy sopesa volver a confundirse, entiéndase en sentido oblicuo, con el nacionalismo ambiente).

Sánchez ha abundado en los mismos sectarismo, cinismo y cesarismo de los que hizo gala González, con la sola diferencia de que en su caso los alardes de poder son aún más aparatosos, una degeneración que bien podría obedecer a la necesidad de sacudirse el estigma del gobernante maniatado, es decir, a su debilidad, y que, en cualquier caso, no es insensible al qué dirán. Como él mismo ha entendido hace tiempo, es la condición de posibilidad de la España demediada, y el regodeo elemental de quienes han crecido en el odio de prestado a la derecha.

The Objective, 5 de noviembre de 2023