viernes, 31 de marzo de 2017

Cuando la vida te hace perla

Joan Garriga presintió que el banderazo caería de forma prematura, pues no conocía otra existencia que la que transcurre en el filo de la navaja. "Esto no acabará bien", solía decirse, como si al echar cuentas se supiera un espectro. Su historia es la historia del mundo, la del ángel caído que no encuentra su sitio al apagarse los focos, la del héroe crepuscular al que la vida le hace perla. 

Todo se se torció a principios de los noventa, cuando en pleno declive profesional, Comecocos, como le apodaban en los circuitos, empezó a consumir cocaína. Salvo por algún que otro paréntesis, jamás dejó de hacerlo. Contaba a quien quisiera escucharle que tomó la primera raya para no dormirse al volante de su motorhome. Tabacalera había renunciado a patrocinarle en la categoría de 500 y se vio "yendo a Superbikes a Italia, recolocando a la gente, cerrando las tiendas que tenía, haciendo mil kilómetros". Cada ficha fue empujando a la siguiente y cinco años después, la policía irrumpió en su casa de Vallvidrera y decomisó 25 gramos de farla, dos balanzas de precisión, billetes de cinco mil pesetas falsos y un revólver... El motociclista que en 1988 había estado a una curva del título de 250, en una liza memorable con Sito Pons, se había convertido en un traficante menor. El estruendo de la noticia fue proporcional al fervor que aquella rivalidad había despertado en el colectivo motero, dividido a finales de los ochenta entre partidarios de Pons y partidarios de Garriga, centauros con chasis de torero.

La participación de Garriga en la red de tráfico de estupefacientes se saldaría en 2003 con dos años de cárcel, pena que, dado que carecía de antecedentes, no comportó su ingreso en prisión. Al verse frente al abismo, trató de reinventarse ejerciendo de monitor de motociclismo en Almería, pero se ahogó en el intento. En su deriva, fue acusado de haber prendido fuego a un negocio de su propiedad para cobrar la poliza, extremo que él negó hasta el fin de sus días.

El golpe más duro, no obstante, y del que ya nunca se recuperaría, estaba por llegar: debido al impago de una deuda municipal de 20.000 euros, perdió su casa de Vallvidrera, valorada en algo más de un millón. En la subasta posterior, salpicada de irregularidades (entre ellas, el hecho de que él mismo quedara excluido de la puja), la vivienda fue adjudicada por 250.000 euros. Un saldo. El hombre que en Jérez se ganara el sobrenombre de Boieng 747 (así lo había bautizado el histórico speaker del circuito, Baldomero Torres) se vio en la calle, sin más pertenencias que su perro y una dentadura postiza. Y ni siquiera la buena. Tal como él mismo lamentó en septiembre de 2013 en una entrevista con Jordi Basté, sólo pudo recuperar la dentadura mala. "Todas mis cosas", clamó, "están en el interior de mi casa, que ya está habitada por otra persona. Allí está todo: miles de cartas de fans, mi coche scalextric preferido, unas 250 cintas de vídeo de mis duelos con Sito, trofeos, cuadros... Todo, absolutamente todo". El juicio por las anomalías del concurso había quedado fijado para enero de 2015, casi un año y medio después, y al Come le pareció una eternidad. "La verdad, Jordi, no creo que llegue a esa fecha; imposible, estoy muy destrozado ("estic molt trinxat", dijo exactamente). No tengo ayudas ni retiro ni pensión ni nada".

Aquel día, en el estudio de RAC1, Garriga desveló que Francesc Homs, flamante consejero de Presidencia del Gobierno autonómico, le había asegurado que la Generalitat le proporcionaría una vivienda. Que no se preocupara, que lo dejara en sus manos. Eso sí, debía esperar a que pasara el verano. La ayuda jamás llegaría, en lo que supuso la última afrenta de su Cataluña. A Basté, de hecho, le sobrecogió que Garriga hubiera tenido que ir a Valencia a contratar a un abogado para litigar por su antigua vivienda. Tampoco llegó el auxilio federativo, ni el de los sponsors ni retiro ni pensión ni nada

La biografía de Garriga es un infierno tan insólitamente literario que aun guarda un colofón poético. Así, la única persona que en su larga caída le tendió siempre una mano fue Sito Pons, con quien había sellado una amistad a prueba de chispazos en el carenado. Su archirrival acabó sufragando la habitación de hotel en la que Joan, ya muy deteriorado, se fue consumiendo. Allí sufrió el primero de los dos infartos que le devolvieron a primera página.

La penúltima vez que los papeles trajeron algo de él fue en junio de 2015, con ocasión de una nueva detención. Garriga, acusado de pertenencia a organización criminal, se dedicaba a verificar la pureza de la cocaína destinada al menudeo. Un catador. La amargura de su relato no conoce tregua: Garriga había sido el gran testador de muchas de las piezas de protección y aerodinámica (rodilleras, jorobas) que llevan hoy los pilotos.

Dos meses después, un accidente de moto en la barcelonesa calle Numancia y las complicaciones respiratorias del postoperatorio, ponían fin a su odisea. Había nacido una leyenda motera. 


Club Pont Grup Magazine, 31 de marzo de 2017

Habitación 5013


Hasta el pasado martes, en que la trasladaron a la clínica Sant Antoni, en la Zona Franca, tuve a mi abuela ingresada en el hospital de la Esperanza, en el barrio de La Salud, aquejada de los noventa años que cumplió el 28 de febrero (en realidad nació un 29, por lo que los nietos solemos bromear con que si tiene veintitrés). Durante las tres semanas que estuvo allí ocupó la habitación 5015, contigua a la del cantante Bernardo Cortés, que murió el viernes debido a una isquemia intestinal. Habrán leído en la prensa que Bernardo falleció en el Hospital del Mar, «donde llevaba un mes ingresado». No, estaba ingresado en la Esperanza, y lo más probable es que muriera allí. El equívoco se debe a que la Esperanza forma parte de la red sanitaria Parque de Salud Mar, cuyo vértice es el Hospital del Mar, en La Barceloneta. Así, es habitual que entre sus pacientes haya un elevado porcentaje de vecinos de ese barrio. Como Bernardo y Concha.

El lunes entré a saludarlo, como siempre que iba a darle la comida a mi abuela, y al ver que estaba escribiendo le dije que pasaría después. Ya no pasé. Me sorprendió que muriera, pues no parecía que estuviera en las últimas: no hace una semana salió en pelotas al pasillo arrastrando el gotero como si fuera una bola de presidiario y diciendo a las enfermeras, y a todo el que quisiera oírle, que se encontraba de fábula.

Lo vi por primera vez cuando yo apenas contaba nueve o diez años. Los De Paco Serra, que aquel día debíamos de ser unos quince, celebrábamos un cumpleaños en el antiguo Cal Pinxo, uno de los merenderos que cercaban la playa («chiringuitos», decían los profanos, sobre todo si eran ricos y escritores). No hubo en los ochenta película rodada en Barcelona en que no salieran sus protagonistas comiendo un arroz en uno de aquellos delirantes restorans. Recuerdo (de una forma tan vívida que me resulta incluso sospechosa) que mi abuela, mi madre y sus primas tenían las mejillas coloradas por el champán, que los hombres llevaban corbata y que mi abuelo se había arremangado, como hacía siempre que se entonaba. Atento al derroche de las celebraciones, Bernardo se bamboleó hasta nuestra mesa y, tras asegurarse de que la guitarra y su gaznate eran una sola cosa, se arrancó con el «Cumpleños feliz», que cantó con un tesón impropio de la pieza, como si aquella cancioncilla hubiera de procurarle un ápice de gloria. Lo cierto, ay, es que en la cima de cada uno de sus gorgoritos parecía alojarse una derrota. Vestía un traje azul de solapas imposibles, una camisa con algún que otro lamparón y era difícil, muy difícil, imaginárselo haciendo otra cosa que no fuera eso: avivar la alegría de los comensales a base de profanar tonadas, boleros, rancheras.

Antes de darse a la música, a finales de los setenta, había trabajado como mecanógrafo (se ufanaba de haber ganado en 1950 el campeonato de mecanografía de Jaén, su ciudad natal, con más de quinientas pulsaciones por minuto). Desde Cataluña, donde se había instalado a mediados de los cincuenta, emigró a Suiza, y a su regreso fundó una empresa de derribos. Fino lector, ya por entonces tentaba la poesía pero nada hacía presagiar que de las ruinas del empresario Bernardo Cortés Maldonado surgiría el quijotesco Bernardo, ni que éste se convertiría, andando el tiempo, en un ilustre de la Barceloneta, junto a gigantes como el Anchoveta, la Paca, el Cherif o la Mari. Al igual que ellos, Bernardo vivió a despecho de su siglo, sin que los sucesivos cambios en el paisaje mellaran su autenticidad. Entre sangría y contoneos, asistió al aluvión murciano de los sesenta, al cine de barrio de los setenta, a la ventisca de la heroína de los ochenta y a la piocha olímpica de los noventa. Y ni siquiera el derribo de los merenderos, el único escenario de sus actuaciones, pudo con él. Yunque contra la desdicha, hablamos de un cantante que no dio nunca un concierto, lo que se entiende por concierto. Y aunque últimamente, ya muy decaído, decía que le habría hecho ilusión una gala de despedida (una gala, así hablaba Bernardo), colmó su gran anhelo hace cuatro o cinco años, cuando Fede Sardá le abrió las puertas de la sala Luz de Gas para que presentara su último libro de poesía.

El día en que mi abuela dejó el hospital, mi madre pasó a despedirse. Le dijo que en el mueble-aparador del piso de mi abuela conservamos una fotografía suya, de la que mi abuela dice que le ha traído suerte. Nadie en la familia sabe exactamente por qué, aunque bien pensado, Bernardo fue para los De Paco una cálida presencia, algo así como el exótico figurante de todos los momentos en que hemos sido felices.


Jot Down Magazine, 31 de marzo de 2017

jueves, 30 de marzo de 2017

40 sobremesas en Txillarre


En el año 2000, el entonces diputado autonómico Arnaldo Otegi y el ex consejero de Justicia vasco Paco Egea (PSE) comienzan a frecuentar el caserío Txillarre, en la localidad guipuzcoana de Elgóibar, establecimiento dedicado a la producción y venta de hortalizas ecológicas, y cuyo propietario, amigo de ambos, es un antiguo trotskista llamado Peio Rubio. A los almuerzos, cenas o lo que se terciara se une, andando el tiempo, el presidente del PSE, Jesús Eguiguren. El documental de José María Izquierdo y Luis R. Aizpeolea El fin de ETA presenta aquellos encuentros como el germen de las conversaciones que desembocarían en el cese-definitivo-de-la-actividad-armada (convoy semántico que obliga, que sigue obligando, a mirar debajo de cada palabra). Como formuló magistralmente Cayetana Álvarez de Toledo en su artículo del lunes, Izquierdo y Aizpeolea defienden que el ocaso de ETA se debió, antes que al temple del Estado de Derecho, a la osadía de Otegi y Eguiguren, retratados en el film como dos arrojados idealistas que, desafiando a los testarudos de uno y otro lado (otro parteaguas, ese uno-y-otro-lado, que forma parte de la fraseología básica de El fin…) se aventuran en las procelosas aguas del diálogo. Una operación quijotesca, en suma, dirigida con sutileza por el taimado Rubalcaba, que en la película se interpreta a sí mismo. Los directores, que por algo son consumados conflictólogos, han tenido el decoro de exhibir el punto de vista de las víctimas, personificadas en Alfonso Sánchez, lo que confiere a la obra una cierta apariencia de pulcritud (acentuada si cabe por la limpieza de las imágenes). Lo que no han podido evitar, en el cometido de depurar el relato, es que éste incorpore su propio fisking, al modo de esos mensajes que se autodestruyen. Debemos a Eguiguren la más férrea de las refutaciones:

-El hecho de que estuviéramos allí reunidos no implicaba ninguna salvaguarda para ninguno de los dos. Es decir, que él podía ser detenido en cualquier momento (por un juez o por lo que sea), y a mí me podían matar.

A él detener y a mí matar. No tengo más preguntas, señoría.


The Objective, 30 de marzo de 2017

martes, 28 de marzo de 2017

Cataluña a vista de app


Hay en mi barrio un asador argentino que de puro delicado parece un bistró. No sólo por la decoración, exenta de cornamentas al uso; también por la finura con que tratan las carnes; nadie diría, en fin, que las vacas que someten a la parrilla son de Gerona. Al frente del negocio hay una pareja formada por un porteño (de Independiente, para más señas) y una paulista, y exceptuando el lapso cuatrienal de los Mundiales, el suyo es un amor sin estridencias ni empalagos. Son, además, afables, atentos y discretos. Y guapos, sobre todo él. Así y todo, no son perfectos, pues ninguno de los dos habla catalán; lo entienden, claro, pero no acaban de soltarse, lo que no obsta para que de vez en cuando se adornen con gambeteos tipo "al punt?", "poc feta?" o "volta i volta?" El glosario ad hoc, tratándose de bife y entrañas.

Y ni por ésas. En la app Catalapp, promovida por la Plataforma per la Llengua y dedicada a la valoración de la sensibilidad lingüística (sic) de servicios y establecimientos de los Països Catalans, mi boliche ha sido señalado con un disco rojo, lo que equivale a atenció molt dolenta (atención muy mala). Asimismo, en la sección de comentarios, una de las usuarias (¡una antigua conocida!) denuncia: "No parlen gens de català", aireando así su hartazgo frente a quienes le impiden "vivir en catalán al 100%", pues tal es el eslogan de la app, con lo que ello tiene de anhelo monstruoso. El otro reclamo no es más halagüeño: "Si estás cansado de ir a restaurantes, bares y comercios y que no te atiendan en catalán, Catalapp es tu herramienta". Si estás cansado de ir a restaurantes, sí, eso dice.

Me he llegado hasta el Renoir Floridablanca, a cuatro calles de donde vivo, y he visto que a los patrulleros de la sensibilidad no les ha pasado por alto que las taquilleras se dirigen al espectador en castellano. Luego, atenció dolenta. "Parece que estés en los Renoir de Madrid", remata uno de los opinadores. Y he seguido paseando. A vista de Catalapp, las calles presentan el aspecto de una retícula espolvoreada de círculos verdes, naranjas, amarillos y rojos. Matrix, diría Girauta, si no lo hubiera dicho ya.


Libertad Digital, 28 de marzo de 2017

martes, 21 de marzo de 2017

Cosmética del liberalismo

Apenas unos días después de que se autoproclamaran liberales eran ya"los liberales", esto es, los únicos, los fetén, los genuinos, despreciando la minucia de que la denominación de origen pata negra, para serlo, precisa años de maduración. Así, y del mismo modo que Las Vegas aloja en sus entrañas un París de cartón piedra, Ciudadanos, en un nuevo alarde de posmodernismo, de orgullo fake, se lamina de liberalismo, convirtiendo una tradición (interrumpida) en una etiqueta del Carrefour. No está mal para un partido cuyos liberales caben en un taxi, pues quienes representaban algo parecido a esa corriente fueron reducidos a la mínima expresión en el congreso de 2007, en una purga alentada, si no diseñada, por el propio Rivera, entonces escorado hacia la socialdemocracia.

Que se trata de un ideario prêt-à-porter lo demuestra la abstención de última hora en el decreto de liberalización de la estiba, un respingo que nada tenía que ver con los intereses de España y sí, y mucho, con el cálculo electoral, la afectación vergonzante, el prurito partidista. Con el agravante de que una de las razones de ser de Ciudadanos es (o debía ser) liberar el debate de esta clase de servidumbres. A ello aludía, precisamente, la divisa "ni rojos ni azules", que va camino de trocarse en un eslogan de relumbrón.

En el empeño de seguir afinando su identidad corporativa, la plana mayor del partido acudió el domingo a Cádiz para conmemorar el 205 aniversario de la Pepa, una celebración tan pillada como las que tan a menudo nos propone Google. A la misma hora, en Barcelona había convocada una manifestación contra el golpe institucional que pretende el soberanismo, lo que hacía inexcusable la presencia no sólo de Arrimadas, que por algo es líder de la oposición en el Parlamento autonómico, sino también la de Rivera. Y fueron, sí, pero por Twitter, que el liberalismo avanza que es una barbaridad, bien entendido que antes que la amenaza del secesionismo está la cuñita mercadotécnica. Y antes que España, el partido.


Libertad Digital, 21 de marzo de 2017

jueves, 16 de marzo de 2017

Una neblina rosada

Despejar el edificio, apostarse en la azotea y practicar un boquete en el muro a modo de tronera. Desenrollar la esterilla, quitarse el correaje y disponer, conforme a un orden, tres botellas de agua: una para ir escupiendo el tabaco de mascar, otra para beber y la tercera, vacía, para mear. (“Son detalles que hay que tener claros. No es cuestión de confundirse de botella en esa situación, como le pasó a Dale, al poco de llegar a Ramadi.”) Fundirse con el MK11, fijar las referencias en el láser, ajustar la mira y esperar a que los insurgentes asomen la jeta. Incluso la guerra tiene su deontología. Sólo insurgentes en caso de acción o intención hostil. Empuñar un arma, por ejemplo. O transportar una bomba. Entonces sí. Entonces la respiración se torna más y más profunda, el ritmo cardíaco se ralentiza y los músculos se relajan. (“Ver que mi blanco se quedaba quieto me ayudó a relajarme. Seguía fumando, sin moverse del lugar. Nada le preocupaba y no sabía de mi existencia. […] Cuando sólo me quedaba en los pulmones una cuarta parte de aire, aislé el dedo del gatillo y fui apretando despacio. Al llegar a la pausa, el dedo recorrió lentamente el último tramo del disparador y la bala salió despedida. El tiempo de vuelo era de cerca de medio segundo”.) Los francotiradores llaman neblina rosada al borbotón de sangre y materia que, durante un lapso, ciega el visor. Una aurora boreal.

El seal Kevin Lacz narra en El último francotirador (Crítica) su peripecia en el avispero iraquí. Unas memorias desagradables, horrísonas e inolvidables; un trasunto, en fin, de la mili que no hicimos y la guerra que no libraremos, esa que siempre acaba con el lechero llamando a la puerta.


The Objective, 16 de marzo de 2017

martes, 14 de marzo de 2017

La universidad sin Estado

Al menos 50 nazisantis* han atacado hoy (escribo en martes) en la Universidad Autónoma de Barcelona a unos diez jóvenes de Sociedad Civil Catalana, que habían instalado un tenderete para convocar a la comunidad universitaria a la manifestación del próximo domingo contra el proceso soberanista. Al grito inverosímil de "¡La UAB será la tumba del fascismo!", el grupúsculo de marras ha arremetido contra los demócratas y destrozado el puesto, sin que los guardias de seguridad desplegados en torno a él hicieran nada por impedirlo.

La policía no patrulla por allí porque así lo quiere una tradición que, desatendiendo el principio de realidad, pretende que la universidad es un templo del saber racional, el debate en libertad y la reflexión crítica, y que ese edén de adanes no ha de ser profanado por la fuerza bruta. Al parecer (la poesía no es mi fuerte) la fricción entre ambos mundos, el del conocimiento y el de la porra, resulta intolerable, máxime teniendo en cuenta que son los alumnos quienes la blanden. Entre la universidad pública española y las fiestas de Rentería había una gran afinidad moral; de un tiempo a esta parte, la similitud es plenamente operativa. Es fatigoso recordarlo, ciertamente, pero si la democracia obliga a repetirse habrá que hacerlo; cuando menos, hasta que la UAB sea, en efecto, la tumba del fascismo.

Sirva este artículo para informar de que este domingo, 19 de marzo, a las 12 del mediodía, miles de catalanes (bastantes menos, según la Guardia Urbana; bastantes más, según los organizadores) partirán de la plaza Urquinaona para manifestarse contra el secesionismo. Y que el ambiente festivo presidirá la marcha, cifrando así la exacta diferencia entre las sonrisas y las máscaras, entre el civismo y su torvo simulacro.

* Variedad de porristas que tratan de dignificar sus agresiones por el procedimiento de tildar al agredido de nazi. Una de las cumbres del nazisantismo, y que mejor describe la esencia del colectivo, se vivió en el estadio de Vallecas, cuando un nazisanti del lugar se encaramó a la valla y llamó fascista al árbitro por escamotear un penalti a los locales.


Libertad Digital, 14 de marzo de 2017

lunes, 13 de marzo de 2017

Aquest any, sí!

Uno de los vicios más arraigados del nuñismo fue el de aliviar sus desgracias anunciando el fichaje de la enésima estrella que, aquest any sí!, había de rescatar al Barça de la mediocridad. Pensaba hoy en ello al coincidir la lectura de la sentencia por el 9-N con la designación como director de TV3 del soldado Sanchis, en cuya hoja de méritos figura, precisamente, su desempeño al frente de Barça TV, y al que se ha encomendado la misión de gestionar informativamente la debacle de Convergència, el antiguo partido político, hoy reducido a causa judicial. En la hosca germanía del hooliganismo, uno di noi.

El símil futbolístico no se agota en el contrapeso de noticias. Como no ignora el pueblo catalán, si Mas ha sido condenado a dos años de inhabilitación es porque los tribunales están comprados y así, así, España gana así, presunción, por cierto, difícilmente conciliable con tan insólito fallo. Si el tribunal aprecia que Mas incurrió en un delito de desobediencia, cómo absolverlo del de prevaricación, cuando uno y otro constituyen parte de la misma secuencia factual. Y sobre todo, cuando el propio Artur Mas había dejado clara su voluntad de hacer caso omiso de la ley, en el objetivo de quebrar el Estado de derecho y proclamar la independencia de Cataluña.

"Ningún otro precepto normativo", arguye la Sala, "podría identificarse como vulnerado a partir de aquellas conductas, salvo que se pretendiera integrar la legalidad burlada con el art. 161.2 de la CE, ciertamente desoído, pero que presenta a estos fines una naturaleza adjetiva insuficiente para añadir al reproche genuino de su inobservancia -el propio de la desobediencia- otro relacionado con un hecho prevaricador, conceptualmente necesitado de un acto objetivamente injusto que no se identifica en el proceder de los acusados, más allá de su determinación desobediente".

Un dislate, en fin, que abre la puerta a la convocatoria de cuantos referéndums estime oportunos el nacionalismo, bien entendido que, si no gratis, el precio es asumible. Dos años: lo justo para que Mas reanude su carrera política, al tiempo que sigue jactándose de ser un mártir. 36.500 euros: lo suficiente para poner en marcha un crowdfunding que, además, no fracase en el intento.

Sea como sea, la dirección del PDCat debe de haber respirado. Finalmente, no habrá de recurrir a la brigada de desokupadores para que Mas, también acorralado por el caso Palau (una arista, no lo olvidemos, de la misma trama de corrupción por la que le juzgaba el TSJC), deponga su actitud. Los tribunales españoles han resuelto su papeleta, y nunca mejor dicho, con vistas a unas hipotéticas elecciones autonómicas.

(Mas ha comparecido en rueda de prensa exactamente a las 14.30, hora en que comienza el Tele Notícies de TV3, que, obviamente, ha cedido su señal. Y así, sobre las 14.34, Cataluña toda ha podido saber que "en España se persigue a la gente por sus ideas").


El Mundo, 13 de marzo de 2017

sábado, 11 de marzo de 2017

La infancia recobrada de Juan Abreu

Debajo de la mesa, el primer volumen de las memorias del escritor cubano Juan Abreu, es una fabulosa decantación de la infancia. Decantación, sí; a diferencia de lo que ocurre en tantísimas evocaciones de la niñez, la de Abreu no es un descenso espeleológico a las simas del recuerdo, sino un retablo vívido, tan vívido que, de hecho, asemeja un diario en que la escritura, de puro natural, se fuera abriendo camino al son de la vida.

No hace mucho, charlando con el autor en su dacha de Valldoreix, le pregunté por ese afán, tan acentuado en sus emanaciones (el blog en que va anotando el modo en que el tiempo va haciéndole mella, esto es, mejor) de suprimir las comas hasta prácticamente desterrarlas de su repertorio, como abjurando de ellas, por esa aspiración, en fin, a hacer de la prosa una seca murmuración, una suerte de ¡emanación! del pensamiento, aérea como la cocina de Adriá. "Las palabras me estorban, eso es todo", me dijo él. En la cima nunca hay nada, pensé yo.

Lo que Juanito ve desde Debajo de la mesa es un mundo en extinción. El banquete de Nochebuena, la exuberancia de los puestos de pescado de la plaza, el zumo de naranja y zanahoria (o berenjena) que, por prescripción dietética, tomaban gratuitamente los escolares... "De todo ello nos fue liberando la Revolución", subraya Abreu, en una letanía que contiene más angostura que amargura. A fin de cuentas, su memoria no es sólo el flagelo que se alza contra el fidelismo, sino también un reducto de felicidad, el lugar en el que confluyen el padre y la madre bailando agarrados en el comedor, el esplendor de la palabra "me-lo-co-to-ne-ro", el descenso en patines de Poey al Malecón, la infinidad de pajas a costa de la China, el estallido de un aguacero (la celebración de la naturaleza se cuenta, junto con los retratos de algunos personajes, entre los pasajes más memorables del libro). Recuerdos en vilo, de los que el autor, cumplidos los 60, desconfía en ocasiones, como si los hechos, en verdad, no hubieran sido, no hubieran podido ser tan asombrosos.

La obra, publicada en el sello Editores Argentinos, ha sido ninguneada por aquellas editoriales españolas que, sin rubor alguno, se siguen proclamando prescriptores de la literatura hispanoamericana. Lógico, por lo demás. Juan Abreu no es una mujer, ni siquiera una mujer joven, y no practica más autoficción que el onanismo. Y sobre todo: no mantiene con su país de origen una relación de amor-odio, sino de odio a secas. O, más precisamente, de desprecio, bien entendido que la dicha es la mejor de las venganzas.


Libertad Digital, 11 de marzo de 2017

martes, 7 de marzo de 2017

El nuevo periodismo

La atormentada relación de Podemos con la prensa burguesa (tan atormentada, por cierto, como la que mantiene Trump con sus élites irredentas) ha rendido episodios de lo más pintoresco, como el intento de Pablo Iglesias de ridiculizar al periodista de El Mundo Álvaro Carvajal, del que dijo en una conferencia en la Complutense que tenía "aspecto de epistemólogo", o el comentario que mereció, también a Iglesias, una pregunta de la periodista de El Español Ana Romero: "Precioso abrigo de piel el que trae usted". Del primero pretendía subrayar el supuesto carácter fraudulento de sus titulares; de la segunda, una presunta desavenencia entre objetividad y desahogo. En ambos casos, el propósito era el mismo: enseñarles a hacer su trabajo.

Los desvelos pedagógicos del partido morado no se limitan a los ramalazos del secretario general, sino que están perfectamente insertos en su programa. Prueba de ello es la web que puso en marcha en 2015 el Ayuntamiento de Madrid, Versión Original, dedicada a matizar o desmentir noticias, o la propuesta con que tantas veces han amenazado los dirigentes de la formación, de regular la información a través de mecanismos de control público, con el argumento (Iglesias dixit) de que "la gestión de la información no puede depender únicamente de hombres de negocios". Se trata, por lo demás, de una cruzada omnímoda, como evidencia uno de los más célebres ritornelos de Íñigo Errejón: "Para la nueva voluntad colectiva en formación necesitamos una nueva cultura, nuevos símbolos, canciones, representaciones e historias". Baste recordar, por último, las amenazas de Juan Carlos Monedero a Juan Pedro Yllanes ("Ojito con lo que dices") para concluir que la bravata intimidatoria no es ajena al libro de estilo del podemismo.

Así y todo, a medida que iba leyendo la denuncia de la Asociación de la Prensa de Madrid, mi suspicacia iba in crescendo, pues no encontraba un solo elemento que justificara el revuelo. Y en cuanto a la necesidad de velar los hechos para no identificar a los denunciantes, no sabía si la APM me hablaba de niños de primaria o de periodistas hechos y derechos, sabedores de que la presión de los partidos y los gobiernos no sólo es legítima, sino consustancial al periodismo. Y de que en esos intentos (y en la capacidad para enfrentarlos; dícese, independencia) se cifra, precisamente, la pervivencia del oficio.


Libertad Digital, 7 de marzo de 2017

miércoles, 1 de marzo de 2017

El método Millet

En el colosal Música celestial, de cuya publicación se cumplen estos días 5 años, Manuel Trallero se abre de capa con un desmentido:

Sólo una hemorragia de imaginación puede hacernos creer que se trata del Madoff catalán. Se parecen como un huevo a una castaña. No hay ingeniería financiera ni mucho menos, ni rastro de glamour, sólo caspa y moscas. La gomina marbellí o levantina se sustituye por los condones a cargo del Palau o por llevarse el papel higiénico de los establecimientos colindantes. Eran unos hijos de la miseria.

El método Millet, en efecto, no guardaba semejanza con los sofisticados manejos del banquero neoyorquino; antes bien, hundía sus raíces en la rancia confusión entre familia, institución y nación, en un sentido patrimonialista de la existencia que se remontaba al tío abuelo de Fèlix Millet i Tusell, Lluís Millet i Pagès, quien, siendo director del Palau, fijó su vivienda en un altillo del edificio, justo encima del escenario. Sin duda, el hecho de que el sobrino nieto se tuviera por el dueño de la finca aligeró de sutilezas el desfalco. El nacionalismo catalán jamás perdonará a Millet que se llevara el dinero en bolsas de basura.

Ningún subordinado en el Palau mostró reparo alguno. Entre otras razones porque, como documenta Trallero, cualquier administrativo medio se plantaba en 4.000 euros mensuales, y los sobresueldos, regalos y propinas estaban a la orden del día. Sólo en ese aspecto el saqueo fue piramidal.

La generosidad de Millet también operó de puertas afuera. El próximo 8 de marzo, día en que comienzan a declarar Millet y Montull en el juicio del caso Palau, tal vez se conozcan más detalles al respecto. No está prevista ninguna manifestación a las puertas del juzgado.


The Objective, 1 de marzo de 2017