Ciñámonos, por no enredarnos en sus más célebres trapacerías, al antecedente del acto que había motivado su presencia en el Congreso: el juramento de Felipe de Borbón. González, que encaraba la recta final de su primera legislatura al frente del Gobierno, conminó a Gregorio Peces-Barba, a la sazón presidente de la cámara, a que le concediera la prerrogativa de pronunciar un discurso. Las diferencias entre ambos, que ya habían aflorado en forma de llamadas a la cortesía parlamentaria, derivaron esta vez en un enfrentamiento de cuyos pormenores dio cuenta Peces-Barba en el último capítulo de su libro de memorias La democracia en España, en que atribuye la porfía de Moncloa en intervenir la ceremonia al culto a la personalidad instituido por aquel al que apodaron Dios, sin que le faltaran méritos para ello. Así acota el autor la deriva despótica del felipismo (y sólo estábamos en 1986): “Se había llegado a tal borrachera de éxito que todos, según comprendí entonces, éramos unos simples delegados del presidente, sin personalidad ni independencia”.
Sánchez, ciertamente, trató de retorcer el protocolo para evitar que su asiento en el escenario (a la izquierda de la Infanta Sofía y en segundo plano) pusiera de relieve su condición de subalterno; nada que no pueda equipararse (¡y a la baja!) a las presiones que alentó González, de quien el actual jefe del Ejecutivo no es sino su alumno más impúdico. Únicamente la evidencia de que las cesiones de Sánchez precipitan el colapso del Estado de Derecho, y la desfachatez con que acostumbra a desentenderse del periódico de ayer para refundar el mundo al paso de la necesidad (¡cómo le va a pesar conceder indultos y borrar delitos, si él ha basado su acción política en una permanente autoamnistía!) nos permiten entrever en el legado de González un atisbo de decencia. Pero que nadie se engañe: estamos ante una cuestión de grado, no de naturaleza (y que también interpela, por cierto, al PP, no ya al de los tiempos de Aznar y Rajoy, que va de suyo, sino al que hoy sopesa volver a confundirse, entiéndase en sentido oblicuo, con el nacionalismo ambiente).
Sánchez ha abundado en los mismos sectarismo, cinismo y cesarismo de los que hizo gala González, con la sola diferencia de que en su caso los alardes de poder son aún más aparatosos, una degeneración que bien podría obedecer a la necesidad de sacudirse el estigma del gobernante maniatado, es decir, a su debilidad, y que, en cualquier caso, no es insensible al qué dirán. Como él mismo ha entendido hace tiempo, es la condición de posibilidad de la España demediada, y el regodeo elemental de quienes han crecido en el odio de prestado a la derecha.
The Objective, 5 de noviembre de 2023
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