viernes, 31 de enero de 2014

El G-260

El empresario Luis Conde, dedicado al headhunting, dio una comida en su mansía de la localidad ampurdanesa de Fonteta para, según él mismo ha explicado, promover el diálogo entre unos y otros, binomio que, como sabemos por El Roto, establece una impoluta simetría entre el bombero y el pirómano. "Hay que ir al origen del desencuentro", "los dos bandos están atrapados" y "confío en Mas y confío en Madrid" son algunas de las frasecillas que el tal Conde ha ido diseminando para fosilizar en los medios el espíritu de Fonteta.

Entre los 260 invitados se hallaban el presidente de la Generalitat, Artur Mas; los consejeros Josep Maria Pelegrí, Ferran Mascarell y Felip Puig; la delegada del Gobierno en Cataluña, Llanos de Luna; el alcalde de Barcelona, Xavier Trias; Jordi Pujol y Marta Ferrusola; el portavoz del PPC, Enric Millo, y el primer secretario del PSC, Pere Navarro. También había políticos: Antonio Brufau, Juan Rosell, Joaquín Gay de Montellà, Juan Gaspart, Sixto Cambra, Juan María Nin...

El hecho de que Conde mezclara a catalanes y restoespañoles no ha de confundir al lector: los primeros jugaban en casa, y prueba de ello es la cursilada de emplear variedades de uva para nombrar las mesas, un poco a semejanza de esos puticlubs donde las habitaciones llevan nombres como Luxor, Jazmín o Belair.

Con todo, lo más funesto del mediévolo civet no fue su nomenclátor, ni que el postre consistiera en un mató de Fonteta, cuando es fama que el requesón de drap de Ullastret, aldea vecina, es infinitamente superior; ni siquiera que al ágape acudieran diez cazadores del lugar, como si el reloj de España se hubiera detenido en un páramo a mitad de camino entre Los santos inocentes y La escopeta nacional. 

No, lo que de veras resulta execrable es la posibilidad de que esa montonera de poderosos se erigiera, siquiera durante un lapso, en una suerte de parlamento sin luces ni taquígrafos. Como otro 15-M, en fin, pero con potentados en lugar de perroflautas.


Libertad Digital, 29 de enero de 2014

El licenciado y sus licencias

Hasta hace apenas 48 horas, el currículo del exportavoz de C’s en el Parlamento Jordi Cañas solía llevar cosido el sintagma "Licenciado en Historia". Así consta, sin ir más lejos, en la ficha de diputado de dicha institución, en que, bajo el epígrafe "Formación y actividad profesional", leemos: "Licenciado en Historia por la Universidad de Barcelona". Obviamente, la mera condición de licenciado (¡menos aún la de licenciado en Historia!) no genera ingreso alguno. Tal vez por ello el diplomilla figura acompañado de lo que, supuestamente, sí procura unos honorarios: "Profesional liberal y tertuliano habitual en diversos programas de televisión". Supongo que con semejante brochazo semántico (liberal, habitual, diversos) el diputado ciutadanista pretendía dar a entender que el de político no era su único oficio conocido. No fuera el pueblo a confundirle (¡a él!) con un profesional de la cosa.

Pero de eso, ya digo, hace 48 horas. Ahora sabemos que Cañas, además de licenciado en Historia y otras diversidades, fue socio de las empresas inmobiliarias S. Y. Servei Immobiliari e Inversiones Manais 2002, ambas dedicadas a la compra-venta, edificación, rehabilitación, arrendamiento, tenencia y administración de bienes inmuebles. Respecto a Manais 2002, por cierto, el último balance presentado en el registro, que data de 2007, refleja un rango de ventas de "entre 1,5 y 3 millones de euros". No deja de llamar la atención, máxime teniendo en cuenta el modo como Cañas ha encarnado, por así decirlo, el ciudadanismo de rostro humilde.

En cierta ocasión, en una de sus clases en la facultad de Periodismo, el profesor Iván Tubau explicó que había dos clases de escultores: los que obraban por adición y los que lo hacían por sustracción. Tuve entonces la vaga impresión de que Tubau no hablaba únicamente de arte, de que en su disertación, de hecho, la escultura era la última de sus preocupaciones. Hoy estoy en condiciones de asegurar de que había en sus palabras un mensaje cifrado. 

Vean, si no, los casos de Joana Ortega y Jordi Cañas. Como recordarán, la vicepresidenta del Parlamento autonómico dijo ser licenciada en Psicología cuando aún le faltaban dos asignaturas por aprobar, en lo que, según el paradigma Tubau, constituye un caso de flagrante (y ridícula) adición. Cañas, en cambio, ha falseado su currículo por sustracción, esto es, subrayando en fosforito su licenciatura en Historia y anotando con tinta simpática su verdadera ocupación: la de promotor inmobiliario, bastante más lucrativa que la de licenciado en Historia, pero también menos ilustrada y, por qué no decirlo, menos cool.

Una de las derivaciones de esta clase de fraudes es estrictamente académica: urge ampliar el sentido de la expresión "un hombre hecho a sí mismo".


Libertad Digital, 22 de enero de 2014

Anticatalanes (y II)

"Una lengua insidiosa, artificial, molesta, que se ha ido recreando a contrapelo de la vida y, lo que es peor, contra su propio futuro". Añadan a la ristra que, además, se trata de una lengua ficticia. Sirva como ejemplo una de las escenas que, a mi modo de ver, resume perfectamente la paranoia que nos aqueja desde antes, mucho antes del año de la peste. Me refiero al habla que emplean los Mossos d'Esquadra en el transcurso de esas lacias patrullas callejeras llamadas de proximidad.

A poco que uno aguce el oído constatará que la mayoría de ellos, en efecto, conversa en castellano, es decir, en la lengua habitual de ambos o, cuando menos, de uno de los dos policías. Pareciera de sentido común que esos mismos policías, al dirigirse al ciudadano, se expresaran también en castellano. No obstante, lo hacen en catalán; la más de las veces, en un catalán lamentable, en una suerte de jerga paralingüística que no provoca sino desconcierto o, en el mejor de los casos, hilaridad.

Por descontado, los Mossos no son el único colectivo profesional afectado por la propensión a la parodia. Cuántas veces no habré visto cómo un catalanito de a pie se dirige a un funcionario en una suerte de neolengua de esparto que tan sólo en sus más enfebrecidos sueños cabría considerar catalán. A esa clase de optimistas les salva un hecho casi fantasmagórico. No en vano, su empeño en fingirse catalanoparlantes suele corresponderse con el del funcionario, que es, dada su naturalísima ocupación, quien mejor interpreta el dialecto apache. Es este mío un país en que unos simulan que hablan catalán y otros simulan que entienden a quien simula hablar catalán. Para desgracia, claro está, de los españoles que lo hablamos de verdad.


Libertad Digital, 15 de enero de 2014

Anticatalanes

Todo empezó con barco. Hubimos de decir vaixell porque barco (pronúnciese /barku/) apestaba a astillero santanderino y ya por entonces la filología se ceñía a una misión eminentemente política, cual era la de exaltar las diferencias entre el castellano y el catalán. Poco importó que la normativa validara las palabras barca o embarcació (esto es, palabras que tenían el mismo lexema que barco), o que el usuario de un vaixell no envaixellara, sino que embarcara. Había que hundir el barco aunque vaixell, además de una solemne cursilada, fuera un término incorrecto, ya que resulta de la traducción de bajel, que remite únicamente a una clase de barco.

Lo mismo ocurrió con algo (/algu/), que fue sustituido por quelcom para extrañeza de los propios catalanohablantes, que decimos y escribimos algú ("alguien") o alguna. Curva se asemejaba demasiado a curva, así que fue suplantada por revolt sin reparar en la circunstancia de que existen las voces curvatura o curvilini. Y qué decir de la adopción de motxilla por motxila, escamoteo risible donde los haya, pues se fundamenta en la elección de un arcaísmo castellano que, a su vez, proviene del vascuence motxil. De nuevo, el criterio imperante no obedecía más que a la voluntad de ahondar la brecha entre dos lenguas que no son sino dialectos umbilicales.

Hay muchos otros ejemplos con los que no querría aburrirles que demuestran que, salvo Xavier Pericay, los filólogos catalanes han contribuido, prietas las filas, a forjar una lengua insidiosa, artificial, molesta. Una lengua que se ha ido recreando a contrapelo de la vida y, lo que es peor, contra su propio futuro. Viene esto a cuento de los fastos regresivos, antidemocráticos y falaces que prepara el Ayuntamiento de Barcelona para este año. No se trata, pese a lo que pueda parecer, de una desviación más o menos calenturienta de la doctrina habitual, sino de su esencia misma.


Libertad Digital, 8 de enero de 2014

viernes, 3 de enero de 2014

Seis años antes, seis años después


Como es costumbre cuando Xavier Pericay cruza el charco desde su Palma de adopción a su Barcelona natal, nos habíamos citado para lo que solemos: festejar las venturas y relativizar las desventuras. Por alguna razón, en lugar de nuestra cena de rigor, tomamos un aperitivo en la cervecería Moritz, en la Ronda de San Antonio, a tan sólo unos metros de la esquina que albergó, a principios del siglo pasado, el restaurante Patria. Las primeras nociones sobre cómo evitar que las ideas se amontonen hasta formar un cuello de columna me las enseñó Pericay a principios de los noventa en la Facultad de Periodismo de la UAB. Nunca he dejado de asistir a sus clases:


–En marzo de 1930, en ese restaurante, el Patria, se celebró una cena de políticos e intelectuales de izquierda a la que acudieron Azaña, Serra i Moret, Campalans, Álvarez del Vayo... Es uno de los escenarios de Compañeros de viaje, que, por cierto, estoy a punto de terminar.

Meses después, cuando lo hube leído, supe que fue en ese restaurante donde Azaña pronunció el discurso que sellaría la unidad de destino entre el republicanismo federalista y el nacionalismo catalán.

En resumen: queremos la libertad catalana y la española. El medio es la revolución; el objetivo la República, y la táctica oponer una barrera inconmovible al confusionismo y a la bastardía. Si estamos de acuerdo en todo esto bien podemos esperar que nuestra visita a Barcelona será inolvidable.

A decir verdad, recordaba vagamente esa azañada por un viejo artículo Horacio Vázquez-Rial. Ignoraba, eso sí, que el político español hubiera pretextado una cefalea para ausentarse del programa de actos que le había llevado a Barcelona. No viajó solo. Azaña encabezaba una delegación de una cincuentena de intelectuales castellanos a quienes habían invitado sus análogos catalanes en agradecimiento por la solidaridad expresada seis años antes, cuando la dictadura del general Primo de Rivera promulgó una serie de decretos prohibiendo la enseñanza y el uso público de la lengua catalana. Por las filas castellanas formaban, entre otros, Gregorio Marañón, Pedro Sáinz Rodríguez, Ernesto Giménez Caballero, Ramón Gómez de la Serna y el propio Manuel Azaña; en las catalanas destacaban Amadeu Vives, Carles Soldevila, Josep Pla, Josep Maria de Sagarra y Joan Estelrich, secretario, mano derecha y, en suma, hombre para todo de Francesc Cambó, y que fue, de hecho, quien alentó el encuentro.

Pericay, lectívago empedernido de periódicos de ayer, se zambulle en esos días para narrar lo que, tomando en consideración el fervor popular que suscitó el evento, bien puede tenerse por el gran derby secular de la intelectualidad. Las instantáneas que nos brinda no dejan lugar a dudas: arracimado al pie de los más excelsos balcones de la ciudad, incluyendo los de la plaza de San Jaime, el pueblo jalea las arengas del all stars del pensamiento patrio con la misma fogosidad con que hoy aplaudiría el docto balbuceo de un Guardiola.

La inmersión del autor en el pasado también es estilística. Pericay, aquerenciado en una escritura tan pulcra como delicada, en una sintaxis que, por el procedimiento de ir soltando y recogiendo carrete, irradia un sosiego parecido al de ese viejo periodismo al que ha consagrado parte de su obra ensayística; Pericay, decía, termina por ser un miembro más de la comitiva de intelectuales, algo así como un fedatario tan mordaz como socarrón que, entre bambalinas, va subrayando maliciosamente las pequeñas miserias de cada una de sus criaturas.

Su proverbial ironía, no obstante, va dando paso, a medida que se suceden los discursos y los días, a un rictus melancólico. Hubo un tiempo, sugiere, en que en España todo fue posible; también la concordia entre catalanes y castellanos (por más que las supuestas diferencias entre unos y otros, y esta acotación es mía, parezcan más volubles que sustanciales, como volubles son, en cierto modo, esos discursos en que unos y otros se deshacen en lisonjas).

Mas el huevo de la serpiente se estaba ya incubando, lo que nos lleva de nuevo a la confluencia de las calles Muntaner y Sepúlveda, es decir, al restaurante Patria, donde Azaña, contraviniendo el espíritu que presidió las jornadas, proclama ante un grupo de comensales de su cuerda que debajo de la playa, ay, están los adoquines.

Seis años después, el estallido de la guerra civil sacaría a relucir la inutilidad de los arrumacos entre castellanos y catalanes. El dogmatismo impreso en el discurso patrio de Azaña, en cambio, seguiría vigente. De algún modo, esa vigencia se proyecta sobre la España de hoy en día, pero no porque Pericay recalque los paralelismos de forma explícita, sino precisamente porque, al evitarlo, provoca que la podredumbre del actual momento español se perciba con pavorosa nitidez.

(No me resisto a transcribir la única nota de orgullo autorreferencial que hay en las cerca de 400 páginas de Compañeros de viaje. No fuera a ser que, antes que los hombres, sea Dios quien acabe celebrando a Pericay:

Como no recogerá tampoco la adhesión de Fernández Almagro, por lo que el periodista granadino hará lo mismo que la escritora santanderina [Concha Espina], esto es, mandarle al factótum de todo [Joan Estelrich] una carta en la que reiterará lo ya expresado en una carta anterior. Por si acaso. Que es como decir, con algo de sordina, "para la historia".)


Libertad Digital, 1 de enero de 2014

Cuatro instantes cinexín: el cine como patria sin sobresaltos


Smoke

Hace poco quise saber qué había sido de Smoke, en qué rompeolas yacían sus restos. Tras verla de nuevo, habría de preguntarme dónde yacen los míos. Ya el monólogo de William Hurt nos lleva a retreparnos en el sofá, a aguzar los sentidos ante lo que asemeja el preámbulo de una tormenta de sutilezas. No en vano, esa disertación sobre el peso del humo es una efusión lírica con que Paul Auster, guionista y codirector del filme, alude a la naturaleza de su propio estilo, al hecho de que sus postales neoyorquinas sean eso mismo, una conversación disoluta, un torrente de aventis apenas gobernado por la cadencia con que se van liando los cigarrillos. Soy humo, nos dice Auster, puro humo, pero no yerren el tiro: también el humo es susceptible de pesaje, de cierto grosor filosófico. Auster. Mis pleitos con él, que los hubo, provienen de un antiguo entusiasmo que, en el caso de la película que nos ocupa, sigue intacto, lo cual me anima a pensar (de forma un tanto optimista) que acaso el estupor en que me sumieron sus últimas novelas tenga más que ver con la deriva del autor que con mis recelos. Entre las columnas y humaredas que, en un sentido casi periodístico (de dominical, si quieren), jalonan Smoke, la del álbumde fotos de Auggie es mi predilecta; aún hoy tiendo a verla como un bumerán que el azar devuelve en forma de genial precuela. El álbum en cuestión, compuesto de cuatro mil fotografías tomadas a diario a la misma hora y en la misma esquina de Brooklyn, tiene algo de antecedente de los blogs y es, a su manera, un hermoso blog analógico; máxime teniendo en consideración que Harvey Keitel, a cuyo cuidado están esas fotografías, nos recuerda que el sentido profundo de ese blog tiene que ver con la posibilidad de ser algo más que el dependiente de un estanco. «Yo creía que eras solo estanquero», observa Hurt. «Nadie es sólo una cosa», repone Keitel. Por esa misma razón escribo yo. A cada conversación, con cada una de esas humaredas, el argumento da un salto a un territorio inédito cuyo mar de fondo es la vicisitud de narrar lo vivido. ¿Adónde nos lleva el blog de Auggie? A la cámara con la que va tomando las fotografías, y que sugiere que Auster, en fin, es uno de esos autores para quienes la luna importa tanto como el dedo que la señala; así, el personaje de Auggie echa a volar el relato de cómo consiguió la cámara. Y Auster, señalando al dedo que señala la luna, remata la película con la escenificación de ese mismo relato. El mostrar sigue al declarar, sí, pero no siempre los desvelos incurren en redundancia; menos aún cuando el autor ha logrado la hazaña de llevar la acción a un horizonte en el que lo que de veras importa es la fricción del lenguaje, ese tribalismo de hoguera que nos lleva a contar y recontar cuanto somos y que acaso atenúa la tragedia de vivir.


El secreto de sus ojos

Que se trate de un plano secuencia demás de tres minutos y el público apenas lo advierta constituye un alarde de pericia ante el que solo cabe postrarse. El gran puntal de la escena (y la razón de que esta se agigante hasta lo indecible) es el monólogo del juez Fortuna, personaje al que da vida Mario Alarcón. En su docta y bravía andanada contra Expósito (Ricardo Darín), Fortuna-Alarcón establece la exacta diferencia entre los actores de segunda y los actores secundarios. Su diatriba, ceñida a la argucia retórica de soltar y retomar el hilo del carrete, no solo resulta inteligible cuando se quiebra en vigorosos «reverendos», sino también cuando deviene en cínicos, delicados susurros. Con todo, tengo para mí que la cumbre expresiva de esos cuarenta y nueve pasos en redondo es, antes que la dicción, el manoteo. Lejos de ser un estorbo (como lo son para la gran mayoría de los actores españoles), las manos del juez secundan cada signo de puntuación a la manera de un decoroso lance de capote. Cierran el cuadro Guillermo Francella, que encarna a Pablo Sandoval, y Soledad Villamil, que interpreta el papel de Irene Hastings. Cualquier cineasta de medio pelo les habría relegado a la condición de floreros, mas Campanella es un gigante en cuyas tablas figura el mandamiento de que, en toda película que se precie, debe haber uno o varios personajes que sublimen la carcajada o el lagrimeo del público. Así, mientras que Francella se encarga de subrayar el iracundo asombro del «doctor» por el procedimiento de reprimir en vano su incontinente regocijo; ella, cándida niña de la sosiedá, se debate entre el vago reproche y la recatada admiración por Expósito, ese relámpago de saña y júbilo que ilumina su jornada laboral.

(Una confidencia: desde hace un tiempo, por Navidad, mis comidas en familia suelen concluir con mi interpretación del monólogo de Alarcón, numero que repito para mis hijas en Nochevieja. Mi hermano Jordi me da los pies de Expósito. En fin, no me resisto a transcribirlo, por si alguien se atreviera a emularme:

—Cuando yo le hablo usted escucha mi voz, ¿cierto Expósito?
—Sí, doctor.
—Entonces tengo que suponer que si yo le digo algo y usted hace exactamente lo contrario, no es que no me oyó, sino que usted se caga en la orden que yo le di, ¿verdad, Expósito?
—No, no es así doctor.
—Y si me llama mi colega de Chivilcoy, muy enojado, para contarme que dos empleados de mi juzgado asaltaron la casa de una pobre vieja, eso significa que lo que yo digo no vale una reverenda mierda.
—No sé de dónde su colega pudo haber sacado semejante cosa.
—Es lo mismo que le dije yo, Expósito. Pero fíjese, fíjese que mi colega me cuenta que el otro día, en la ciudad de Chivilcoy, en la intersección de las calles Francisco Sabello esquina Esquiafino de la ciudad de Chivilcoy estacionó un peugeot de color negro con chapa de capital número 133.809, y mi colega solicita a la policía federal que le averigüe los datos del auto. Y a qué no adivina a nombre de quién está. Dígame, de quién. De un tal Ex… Ex-po… Ex-po-si…
—To.
—Y la policía federal le da sus datos laborales. Y el juez me llama a mí, para ver si yo le puedo aclarar algo y la verdad, Expósito, que no puedo, porque tal parece que yo no soy un juez, sino que soy un reverendo boludo, porque yo digo que hagan A y acá hacen Z, como está máquina de mierda que me metieron.
—Discúlpeme, doctor, pero me parece que aquí está pasando algo extraño.
—Exactamente. Espere, espere, espere, no se vaya que ahora viene lo mejor, después me puede seguir tomando de boludo todo el tiempo que quiera, pero ahora escúcheme. Porque lo que llamó la atención en el pueblo no fueron dos tipos con pinta de porteños, o que uno de ellos aparentemente se atara los cordones de un par de mocasines, no, no, no, no… Lo que llamó la atención fue que uno de ellos entró al almacén del pueblo, saludó muy amablemente, pidió una botella de osburne y se la fue tomando del pico por la vereda. ¿Le doy la descripción del sujeto?)



Descalzos por el parque

¿Reconocen la imagen? Se trata de un fotograma de Descalzos por el parque, una de esas comedias achispadas que demuestran que Nueva York y los matrimonios en vilo fueron anteriores a Woody Allen. Descalzos… es un valioso muestrario de todo cuanto a día de hoy es inmoral, es ilegal o engorda. Baste decir que abundan las escenas amenizadas con ginebra, vodka o alguno de los extravagantes licores que sorbe Charles Boyer, memorable en su papel de canalla sin fronteras. De hecho, la escena final de la película, la que deshace el entuerto y reinstaura el orden universal, es una borrachera antológica del protagonista masculino, Robert Redford. Acaso el argumento dé una idea más cabal sobre la irreverencia del filme: tras disfrutar de su luna de miel en el Plaza (arranque que incluye una escena en la que ella, simpáticamente, se hace pasar por puta), la pareja que forman Paul y Corie (Jane Fonda) inicia su vida conyugal en un recoleto y desvencijado apartamento de Greenwich Village. Él, que ya ha comenzado a foguearse en el arduo oficio de la abogacía, es un firme partidario de lo predecible, de la tibieza, del recato. Ella, dichosa en su nuevo rol de ama de casa, no ve el momento de colmar la agenda de divertimentos más o menos estrafalarios, en la creencia de que, de ese modo, su marido será más feliz. Y hasta aquí puedo leer… Convendrán en que, actualmente, semejante planteamiento no recibiría subvención alguna; antes bien, sería la prueba de que su autor es un perfecto delincuente. Después de todo, qué mujer no se sentiría ofendida al ver una película en que la protagonista sufre una crisis existencial porque no atina con la tecla con que hacer feliz a su guerrero. ¿Saben cómo se deshace el nudo? Tras una conversación entre ella y su madre en que esta le aconseja que no pretenda hacer de su marido el bohemio alocado que jamás será. Han leído bien, sí… ¡la madre recomienda a su hija mimetizarse con la grisura aunque esta no sea de su agrado! En cuanto a la borrachera descalza de Redford, se trata de una treta narrativa para presentar el desenlace como una transacción por la que él acepta ser algo menos rígido y ella menos casquívana. Imagínense: ¡todo cuanto tiene que hacer el marido para salvar su matrimonio es mostrar una cierta disponibilidad a emborracharse de vez en cuando! Añadan a la lista un restaurante albanés (y clandestino) donde la comida es pura bazofia y los clientes fuman a discreción y obtendrán el manual inverso de la más genuina socialdemocracia, el fragmento de un mundo hecho pedazos; pulverizado, precisamente, por la grisura. No se sorprendan si digo que Descalzos por el parque fue, en su momento, una película de izquierdas. Igual que yo, por cierto.


El verdugo

Entre las escenas de El verdugo que, aún hoy, sigo viendo con pavor, se halla la de la comida campestre. En el momento en que José Isbert empieza a explicar cómo toma las medidas del cuello a los ajusticiados, Nino Manfredi y Emma Penella se alejan del picnic (en la España que nos ocupa, el término es una mera licencia poética) y dan rienda suelta a lo que, según parece, es un cortejo. Ella se avanza unos pasos componiendo una mueca que, durante el resto de la escena, oscilará entre el ensueño y la tribulación; también Manfredi deja a las claras que es hombre de su tiempo: luego de que el personaje de Penella (Carmen, si no recuerdo mal) empiece a bambolearse, va tras ella, recoge un pedrusco y, tras sopesarlo tres veces, lo arrroja contra su pretendida cual si esta fuera un bolo. No parece que Berlanga haya injertado la pedrada como la cuña estilística que se supone a otros apuntes (véase, por ejemplo, el de esa pareja que, en cuanto arranca el baile, se va con la música a otra parte en un sentido plenamente literal). No; la pedrada viene a ser el piropo del cejijunto, el fiufiu del cazurro, nada, en fin, que esté destinado a llamar la atención del espectador. Lo que hiela la sangre es que, muy probablemente, se trata de la única expresión de afecto de que es capaz el personaje. A las mujeres, pedradas; a los reos, garrote y a los viejos, la habitación sin vistas. Aquella España.


Jot Down, 28 de diciembre de 2013

El artista temprano

Si alguna bandera enarboló Germán Coppini fue la del disidente generacional. A principios de los ochenta, y como artífice de las bandas Mari Cruz Soriano y los que Afinan su Piano, Siniestro Total o Golpes Bajos, protagonizó algunos de los momentos estelares del pop contracultural español. Con todo, siempre fue remiso al entumecimiento que a menudo comporta la creación colectiva, donde una renuncia o una transacción no pesan lo mismo para quien tiene osadía que para quien consiente en el adocenamiento. No en vano, Coppini hizo de la audacia su principal mandato estético, y así, cada vez que le acuciaba olisquear un nuevo lenguaje, o acaso una tradición musical incompatible con la rigidez de un grupo, se iba con la música a otra parte. Casi todo en su vida fue de una literalidad radical. Sea como sea, su obra fue una reinvención apasionada de sí mismo, mas sin estridencias camaleónicas a lo David Bowie ni la necesidad de coser al personaje un libro de instrucciones, según el canon Auserón. 

Acaso esa nula vocación para ejercer de propagandista de sí mismo le llevó a vadear la escena española sin más parabienes que los de su club de incondicionales, que celebraron (celebramos) a Coppini en todas sus aristas, desde el credo afiladísimo de Golpes Bajos, que hizo de las discotecas un lugar más razonablemente culto, a sus escarceos con el calypso, el reggae o el funk de su primer trabajo en solitario, El ladrón de Bagdad, un álbum de 1987 que, a modo de matrioshka, traía el germen de su Flechas negras, ese alarde de finura con el que tocó el cielo. Compuesto básicamente de versiones, ese disco, de 1989, consagró a Coppini como el anticrooner sinuoso y evanescente que en el fondo siempre fue. A ese dandismo o, si se quiere, a esa pulcritud interpretativa se debe en parte un hecho sobre el que no se ha insistido demasiado: Coppini fue, con diferencia, el cantante de su generación que mejor dijo el pop en español. Y el primero, por cierto, que trató de desmentir que el castellano no fuera un vehículo adecuado para la música pop; no en vano, Flechas negras contenía, traducidas al castellano, brillantes actualizaciones de hits como "The Witch Queen Of New Orleans", "Why Can't I Touch You" o "Alone Again Or". Pero nada parecía suficiente para que Coppini alcanzara el lugar que merecía en el imaginario popular. Veinte años después, Auserón facturaría un trabajo conceptualmente similar, Las malas lenguas, que le coronaría, a ojos del público y la crítica, como el gran arqueólogo de la sonoridad rockera del castellano. Y así se fue escribiendo la historia. 

Tanto El ladrón de Bagdad como Flechas negras sobrenadaron la escena musical española sin suscitar el menor entusiasmo no ya entre el público, siempre indiferente y aun reacio al talento, sino tan siquiera entre la crítica, que, con la honrosa excepción de Diego A. Manrique, tendió a ver a Coppini como un subproducto de la Movida. Ciertamente, sobraron motivos para que Coppini fuera un artista atormentado y, sin embargo, jamás explotó esa veta, como tampoco explotó la de la nostalgia ochentera, esa próspera industria de la exhumación. No, Coppini siguió a lo suyo, y aún habría de llegar el sicalíptico y jaranero Carabás, que incluye una delicadísima versión del "Orenella i gladiol" de Pau Riba. Precisamente ésa, la juiciosa honestidad con que tasó el talento ajeno, fue otra de sus grandes virtudes. De hecho, en su último trabajo, América herida, reinterpretaba a Chico Buarque, Víctor Jara, Violeta Parra, Pablo Milánes, en lo que constituye un aguerrido homenaje político-sentimental a la canción de autor latinoamericana. Se trata de un álbum que, como todos los suyos, nos deja la impresión de que llegó pronto, demasiado pronto, ay, a todas partes.

Yo moriré en Lisboa,
en el confín del mundo,
por calles que Pessoa
aclimató a su rumbo.

Y me verán temblando
con música de fados,
y esa tristeza boba,
de ciego enamorado.

(De "Después de la lluvia", en Flechas negras).


Libertad Digital, 25 de diciembre de 2013