lunes, 23 de septiembre de 2013

Hacia el medio y centradito


 
El Waldor Cinerama, a finales de los sesenta. / Xarxantoni.net

Primero fue el Waldorf, al que mi padre me llevó a ver, el veinticuatro de diciembre de 1976, King Kong. Debimos de ir a la sesión de las siete porque esa noche, como cada Nochebuena, cenamos en casa de mis abuelos, en la Barceloneta. No, no he rastreado la hemeroteca para dar con la fecha exacta, sino al contrario; gracias a que la recordaba con absurda nitidez, como recuerdo casi todo lo demás, localizar la cartelera de ese día no me ha resultado difícil. Tal vez es que soy un tipo impresionable y lo soy, además, en un sentido literal, algo así como un memento inverso. Pero estábamos en lo alto del World Trade Center. No en vano, el King Kong al que me refiero no es el clásico, sino el de Jessica Lange y Jeff Bridges. Por entonces, el Waldorf era un cinerama de los de pantalla curva, como lo fueron el Nuevo y el Florida. Y eso mismo sería durante los siguientes nueve años. Hasta que el veintiuno de diciembre de 1985, y tras un periodo más o menos fantasmagórico que coincidió con el auge de los primeros videoclubs, pasó a convertirse, con cuatro salas, en la primera multisala de Barcelona (el Publi, el Alex y el Casablanca, con dos salas, no podían considerarse multisalas, y el Pelayo y el Comedia, pese a su condición de pioneros en la atomización de la oferta, no pasaban de tres pantallas). Ese día, sábado, se proyectaron, en riguroso estreno, las películas Legend, Santa Claus, Comando y Las minas del Rey Salomón. Llama la atención cómo en la cartelera de aquellos años, cuando menos en la de La Vanguardia, los títulos venían acompañados de una exigua leyenda que daba una pista acerca de la película en cuestión. Un gancho, en suma. Así, Legend, la película de Ridley Scott, en cuya breve filmografía se contaban ya dos clásicos, Alien y Blade Runner (esos dos filmes, de hecho, se publicitaban como aval en el cartel); Legend, decía, llevaba como reclamo el subtítulo «mucho más allá de la imaginación». Lo de Santa Claus no era tanto un subtítulo cuanto un eslogan sesentero, como de agencia de Mad Men: «Un personaje de leyenda, que maravilla a grandes y pequeños»; la propuesta de Las minas del Rey Salomón viraba hacia el avance de programación típicamente televisivo: «La estela de la aventura llega a su cota máxima con Richard Chamberlain»; y el señuelo de Comando se inclinaba por la sinopsis desganada: «Un hombre que destruye a cuantos se interponen en su camino».

No obstante, y más que las multisalas en sí, lo que levantó una gran expectación fue que el precio de la entrada, que rondaba las cuatrocientas pesetas, se abarataría los miércoles hasta las doscientas. Era el día del espectador, que, en lo que a mí respecta, contribuyó a cimentar una afición un tanto aletargada desde que, con poco más de diez años, asistiera al ocaso de las salas de reestreno de la Barceloneta, que fue mi cascarón. Ah, el día del espectador. Me especialicé, y crean que es un verbo que me repugna, en apostarme cada miércoles en la taquilla del Waldorf y mendigar lo que a bien tuvieran quienes guardaban cola. En realidad no mendigaba, sino algo peor: fingía entre aspavientos que, debido a un descuido, en lugar de doscientas pesetas solo llevaba ciento setenta y cinco: lo habitual era que algún alma caritativa me diera los cinco duros que me «faltaban»; y así, de cinco en cinco, reunía el dinero de la entrada. Pero claro, fueron muchos miércoles, muchos ‘descuidos’ y, sobre todo, demasiados aspavientos.. El miércoles en que fui a ver Platoon un gigantón que, al parecer, ya me había soltado cinco duros en otra ocasión, casi me rompe la crisma. Lances del toreo. Eso sucedió el uno de abril de 1987; no, no es que mi anomalía alcance la aberración infinitesimal, pero sé a ciencia cierta que se trataba del primer miércoles tras el estreno, que, según consta en la cartelera, tuvo lugar el jueves anterior, esto es, el veintiséis de marzo. Hay, claro, otro gancho nemotécnico. Ese día me acompañaba Carme, una compañera del instituto a la que besé en el instante en que Elías (Willem Dafoe) corre a cámara lenta bajo el fuego de los charlies, que lo acaban abatiendo como un Cristo doliente. En realidad no besé a Carme, pero si la hubiera besado habría debido hacerlo en ese instante. Elías sigue cayendo desde aquel día.

El Waldorf cerró.

También cerró el Rex, en la Gran Vía. Hubo un sábado en que mi padre me sacó a rastras de la habitación para que conociera Amarcord. Fue lo más parecido al hielo que jamás me mostraría. Aún recuerdo su expectante nerviosidad, ese prurito de satisfacción del que tiene la certeza de estar guiando a su cachorro entre la maleza de un territorio mítico. Como cuando yo con diecisiete le dije a mi hermano «escucha esto, Jordi», y Rafael Amador se adueñó del verano.

El siguiente en cerrar fue el Urgel, la mayor sala de Barcelona, con 1382 localidades. De la fealdad arquitectónica de los cines se ha hablado poco. No he pisado en mi vida un solo cine del que no quisiera salir huyendo al término de la película, como si, al desvanecerse el hechizo, el interiorismo del local cobrara un aspecto intolerablemente grotesco, ya fuera por los descabellados ceniceros de peana, por las barras de bar de crucero barato o por el aire de lisiado (tirando a Millán Astray) de algunos empleados. Pues bien, en este sentido, el Urgel fue una cumbre estética, en lo que bien podría considerarse el canon Balañá, coronado por la aparición en pantalla de la nieta de don Pedro, que pedía silencio a los presentes antes del comienzo de la película.

Queda el Renoir Floridablanca, un enjambre de salas de V.O. en el que en más de una ocasión me he visto solo; gozosamente solo, he de aclarar. Ni la institución del día del espectador (los lunes, a 5,50€), ni los descuentos asociados al carnet de socio parecen suficientes para parchear la sangría de público. Así las cosas, el IVA del 21% resulta un gran consuelo para todos aquellos espectadores que hace ya tiempo que tiraron la toalla. Y es que a Wert, a poco que se descuide, le van a endosar hasta la extinción del atún rojo.

Hoy, al escuchar Los fantasmas del Roxy, de Joan Manuel Serrat, he experimentado la sensación, no sé si gratificante, de pertenecer a la grey de los que en algún momento u otro de su vida se quedaron sin cines. Ojo, no sin aquella sala pintoresca de reestreno en la que no besamos por primera vez a una mujer, no. Sin cines; así, a secas. ¿Filmin? Un servicio satisfactorio, sin duda. Como lo es el sushi a domicilio, siempre que no sea la alternativa a quedarse sin restaurantes. Como lo es servirme un whisky a media tarde, siempre que ello no suponga el cierre de los bares donde tomarse uno.

Aunque sea solo, ya digo.


Jot Down, 23 de septiembre de 2013

jueves, 19 de septiembre de 2013

No nos engañan

La reacción al ataque ultra a la librería Blanquerna por parte de la prensa y los políticos españoles no merece otro calificativo que el de ejemplar. No ya por la diligencia y unanimidad en las condenas, que también (aunque, para mi gusto, sobrasen algunos aspavientos), sino porque no hubo reproches a las víctimas. Nadie osó decir, por ejemplo, que la agresión había sido intolerable, pero que, claro, eso de celebrar la Diada en Madrid era una provocación, más si cabe con-la-que-está-cayendo. O que, en el fondo, tanto agresores como víctimas eran uno y lo mismo, esto es, extremistas adscritos, respectivamente, al bando nacionalista español y al bando nacionalista catalán.

En general, ya les digo, no puedo sino celebrar que a las condenas no siguiera la habitual alharaca adversativa. A diferencia, por cierto, de las decenas de agresiones que los promotores de Ciutadans sufrimos en Cataluña durante el proceso de gestación del partido, allá por 2006. Yo mismo, sin ir más lejos, tuve que salir del Centro Cultural de Martorell, donde había intervenido en una charla-coloquio junto con Félix Ovejero, protegido por la Guardia Civil. Era, no se me borrará de la cabeza, un 23 de febrero. Aquel año y el siguiente no hubo acto pro Ciutadans que no fuera boicoteado por un comité de bienvenida independentista. Este mismo diario publicó en febrero de 2008 un artículo que recoge algunas de las agresiones habidas en aquel periodo. Y no sólo contra los impulsores del nuevo partido; también contra el entonces presidente del PP catalán, Josep Piqué; contra Mariano Rajoy, entonces jefe de la oposición, o contra el presidente de Convivencia Cívica Catalana, Francisco Caja. La violencia intimidatoria que desplegaron los cachorros de Maulets dejó episodios ciertamente dantescos, como el sufrido por Arcadi Espada, Victoria Prego y José Quiroga, que se llevó los golpes, en el auditorio Narcís de Carreras, en Gerona, o el asalto y destrozo, el día de Sant Jordi de 2007, de un puesto de libros regentado por simpatizantes de Ciutadans. ¿Spray de pimienta, dice? No sé si de pimienta, pero a nosotros también nos rociaron, ¡vaya si nos rociaron!

Ni que decir tiene que, conforme al protocolo con que la prensa comarcal fue deglutiendo la violencia nacionalista, ninguno de aquellos agresores fue tenido por fascista. Eran extremistas, radicales, independentistas e incluso revoltosos, pero no fascistas. Eran sólo catalanes; algo díscolos, sí, pero catalanes, lo que, sin duda, contribuyó al hecho de que los mossos velaban por nuestra integridad (a regañadientes ellos y después de mucho pedirlo nosotros) no tuvieran el menor empacho en pactar el cese de hostilidades con los mozalbetes de turno. Pactar, sí, porque a cambio de desalojar el recinto, cualquiera que fuese, se les permitía irrumpir durante unos minutos en el auditorio, sala de actos o aula magna, lo que fuera que albergase el acto en cuestión, y cantar Els Segadors. ¿Se imaginan que la policía nacional hubiera llegado a Blanquerna a tiempo de detenerlos y, en lugar de proceder a ello, hubiera tolerado a los brutos entonar el Cara al Sol? ¿Acojonante, no? Pues eso, pero con Els Segadors como detente bala, ocurrió en Cataluña hace no mucho. Y, claro, cómo iban los Mossos a prohibir que los niños cantaran Els Segadors; de hecho, en qué cabeza cabe comparar Els Segadors con el Cara al Sol. Cómo va a uno a estar en contra, en suma, del derecho a decidir de aquellos improvisados orfeonistas.

Les hablaba al comienzo de la justeza con que la prensa española se había empleado al encarar los hechos de la librería Blanquerna. Así y todo, permítanme una objeción (¡alharaca adversativa!). Las piezas de apoyo en que se glosaba la actividad ultraderecha en España debieron versar sobre el único partido ultraderechista español que presenta signos reales de vitalidad, amén de 67 concejales (entre los que se cuentan dos concejales en Hospitalet de Llobregat, tres en Santa Coloma, Sant Boi y Mataró). Se llama Plataforma por Cataluña y, como su nombre indica, es tan genuinamente catalán como las sardanas, l’ou com balla o, como hace al caso, la longaniza de Vic.


Libertad Digital, 18 de septiembre de 2013

Una gran anomalía

Lo primero que sorprende de Cataluña es que sea el poder quien convoque las manis. El Gobierno catalán pretexta enfáticamente que las movilizaciones no son cosa suya, sino de lo que denomina sociedad civil. Para que se entienda qué es eso de la sociedad civil iremos al cine. En El escándalo de Larry Flynt hay una escena en que el protagonista, el editor de pornografía Larry Flynt, asiste a una convención organizada por una agrupación que se hace llamar Estadounidenses por la Libertad de Prensa. Uno de los esbirros del editor, en un aparte, le hace saber su alegría por que los defensores de la libertad de prensa les hayan invitado al acto, a lo que Flynt responde:

No seas idiota, los defensores de la libertad de prensa somos nosotros. ¿Quién te crees que paga todo esto?

La cita es tanto más pertinente cuanto que Artur Mas, a su modo, también es pornógrafo. Lo que le diferencia de Flynt es que la causa que decía defender este último, siquiera de forma oportunista, sí tenía que ver con los derechos civiles.

Otro rasgo anómalo es que el Gobierno no tenga oposición. O, por ser más precisos, que Esquerra Republicana de Catalunya, el partido que se arroga la jefatura de la oposición, sea en realidad el principal sostén del Gobierno. Se trata, obviamente, de un déficit democrático cuya inadvertencia se debe al velo viscoso que en Cataluña lo envuelve todo. El mismo que difumina, hasta prácticamente confundirlos, los perfiles de lo público y lo privado, el Gobierno y la familia, el fútbol y el país o el partido y la televisión.

Ah, la televisión. La retransmisión del Barça-Osasuna del 10 de septiembre de 1983, de la que ayer se cumplían precisamente 30 años, fue la primera emisión de TV3, un artefacto propagandístico que, sin el menor disimulo, ha ido tallando una imagen de Cataluña a imagen y semejanza de ese enclave moral que el nacionalismo da en llamar nación cultural, y que consiste en la perversa identificación entre lengua, identidad y cultura. Sin ese foco de irradiación, la Cataluña de hoy en día sería inconcebible. Pedagogía del odio, folklorismo irredento y sobreexposición de soplapolleces de variada índole (empezando por las soplapolleces de la audiencia, a la que se han abierto las puertas para que exhiba el álbum familiar, un amanecer o lo bien que suben los críos) son los rasgos primordiales de una televisión íntegramente dedicada a exhibir, con todo lujo de detalles, el mismo paisaje que contribuye a fabricar. No hay que descartar que el íntimo deseo de esos miles y miles de manifestantes por la independencia sea el mismo que el de los leperos del Meteosat: salir por la tele. O, como señalan con ínfulas los promotores de la cadena humana: hacer Historia, poder decir "jo hi era".

Una de las consecuencias de este atraso, o quizás su causa misma, es la exclusión del Gotha de los talentos desafectos al régimen. Me refiero a personajes como Miguel Poveda, Loquillo, Ferran Adriá, Sabino Méndez, Mario Gas, Albert Boadella, Sergi Arola, Ferran Toutain, Juan Carlos Girauta, Ignacio Vidal-Folch, Francesc de Carreras, Félix de Azúa, Xavier Pericay, Arcadi Espada, Iván Tubau o Salvador Sostres. Lo que demuestra, por otro lado, que el nacionalismo es profundamente antipatriótico.

En Cataluña hay sindicatos, sí, pero se pliegan a la trompetería del Gobierno. Sin llegar a ser lo que conocemos por sindicatos verticales, lo cierto es que una gran mayoría de sus consignas se hallan supeditadas al complemento de país, lo que se traduce en secundar toda suerte de vindicaciones nacionalistas. Así, más que un sindicalismo de clase, lo que ha acabado imponiéndose en Cataluña es un sindicalismo de país.

Al parlamentarismo de país y el sindicalismo de país siguió, el 26 de noviembre de 2009, la prensa de país.

No, el editorial no se escribió solo. El autor fue el periodista de La Vanguardia Enric Juliana, que suele esgrimir la tesis de que Cataluña es una mujer maltratada, lo que convierte la ruptura en algo perfectamente razonable. En uno de sus más recientes artículos, Juliana aseguraba que, mientras los diarios catalanes se habían ocupado de la candidatura de Madrid 2020, el diario ABC no había hecho lo propio con la de Barcelona 92 en 1986. La portada del ABC del 17 de octubre de 1986, decía, no hacía mención de la candidatura de Barcelona. Llevaba razón, claro. Lo que omitía es que la portada del día siguiente, la del 18 de octubre, estaba dedicada a la elección de Barcelona como sede de los Juegos del 92. Juliana sabía, evidentemente, que las portadas de ABC de aquel entonces eran monotemáticas, lo que hacía imposible la coexistencia de noticias. Así, cabe deducir que los responsables del diario, a fin de evitar la repetición de portadas, optaron, con buen criterio, por dedicar a Barcelona la del 18, es decir, la del día siguiente al veredicto. Ahora bien, que Barcelona fuera portada el 18 no quiere decir que el 17 no se hablara de ella en el interior del diario. De hecho, y tras las secciones habituales del comienzo, Barcelona era uno de los dos temas de apertura. Asimismo, uno de los tres editoriales estaba dedicado a ella. Y, por si eso fuera poco, la sección de Deportes estaba protagonizada por la crónica del enviado especial a Lausana, Andrés M. Varela. En la página siguiente, además, había una pieza de apoyo, ciertamente osada, sobre los miembros del COI. Coronaba el despliegue una columna de Gilera.

Página de apertura, editorial, dos páginas en el interior y una columna de opinión. Esto es lo que Juliana entendía por asimetría: la que, según su peculiarísimo enfoque, había entre la atención de los diarios catalanes a la candidatura de Madrid 2020 y la desatención de los madrileños a la de Barcelona 1992. De este modo, y a semejanza de una profecía autocumplida, la justificación de la desafección catalana a partir de esa asimetría (falsa de punta a cabo) es el único argumento de los desafectos.

Conste que Juliana, a quien suelo leer con gusto, es un exquisito comparado con la mayoría de los arietes del nacionalismo. Días atrás, por ejemplo (en Cataluña nunca hay que ir muy lejos para rescatar un caso que venga al pelo), el director del digital Vilaweb, Vicent Partal, acusó al PSC de "bascular hacia el fascismo" por aproximarse esta formación a los planteamientos del Partido Popular y de Ciudadanos, éstos sí, fascistas palmarios. La caracterización del adversario político como fascista (o como español, uno y lo mismo en el credo de Partal) es el pa que s’hi dóna en Cataluña (conèixer el pa que s’hi dóna, "conocer el pan que se da", es una expresión con que los catalanes designamos el conocimiento de los riesgos habituales de cualquier empresa).

Así las cosas, y teniendo en cuenta que Cataluña es un cúmulo de anomalías, que el consejero de Cultura del Gobierno de Artur Mas, Ferran Mascarell, endose el término a España no sólo ilustra su desvergüenza. Además, confirma un salto cualitativo: hasta hace al menos un par de años, la piromanía política era un vicio estrictamente popular y mensurable, limitado a los Carod, Colom y alguna que otra escaramuza de Pujol. Como en el pueblo de Amanece que no es poco, el reparto de papeles propiciaba una atmósfera no del todo respirable, pero en modo alguno tóxica. Hoy, en cambio, el aire es nauseabundo.

(Mientras escribo, a no más de 50 metros de mi portal, cientos de conciudadanos forman uno de los tramos de cadena humana. Si no fuera porque la mayoría de ellos son adultos, se diría que forman la fila del comedor. A las 17:14 han levantado la vista y sonreído al helicóptero. Qué tragaderas, la Historia).


Libertad Digital, 11 de septiembre de 2013

Olímpicamente

Los Juegos Olímpicos de 1992 se celebraron en Barcelona contra el parecer de unos cuantos barceloneses que, desde mediados de los ochenta, llamaron a sabotear la candidatura. Se trataba, insisto, de una parte modestísima, casi ínfima, de la ciudadanía, en la que destacaban dos partidos de la extrema izquierda (el Movimiento Comunista de Cataluña -MCC- y la Liga Comunista Revolucionaria -LCR-) y dos partidos declaradamente independentistas (el Partido Socialista de Liberación Nacional -PSAN- y el Movimiento de Defensa de la Tierra -MDT-). Hubo, no obstante, una forma más taimada de boicot, cual es la que orquestó, a través del frente de juventudes de Convergencia, Jordi Pujol, molesto por el embate universalista del movimiento olímpico y por la circunstancia, en absoluto desdeñable, de que el alcalde que habría de gobernar los Juegos no fuera otro que Pasqual Maragall, su archienemigo, y a menudo en un sentido obscenamente literal. Así y todo, ni las escaramuzas tardocomunistas ni las maquinaciones de Pujol evitaron el apoyo unánime de la población a Barcelona 92.

No parece que Madrid 20 esté corriendo la misma suerte. A la oposición de la izquierda extraparlamenaria y demás apóstoles del no se suma esta vez la de sindicatos como CGT y UGT, que claman contra el despilfarro de recursos públicos, un capítulo que, por decirlo con suavidad, no figura precisamente en su repertorio. También los independentistas catalanes andan soliviantados con la posibilidad de que Madrid organice unos Juegos. "Si no hay Cataluña 2014, no puede haber Madrid 2020", proclama Santiago Espot, en un órdago que resume a la clara el sentido de Estado del nacionalismo catalán. Asimismo, y reeditando el boicot de los cachorros de CDC a Barcelona’92, el convergente Èric Bertran, de profesión sus boicots, ha manifestado su deseo de que el próximo día 7 Tokio se imponga a Madrid.

Aunque por otras razones, los liberales españoles se han añadido al coro ibérico contra la candidatura madrileña, que, al decir de Manuel Llamas, es, "simple y llanamente, un despropósito, una desvergüenza y una absoluta inmoralidad". Llamas arguye que los juegos suelen ser un negocio ruinoso al servicio de la clase política, pero pasa por alto el efecto multiplicador de esta clase de acontecimientos, cuyo estatus simbólico rebasa los márgenes de los libros de contabilidad. Por su parte, la más insigne liberal, Esperanza Aguirre, no ha dedicado un solo post de su blog a Madrid 2020, por lo que no me extrañaría que ni siquiera ella viera con buenos ojos la candidatura. Máxime si, como afirma Llamas, tan sólo beneficia a los políticos, club al que Aguirre ya no pertenece.

Así las cosas, y dada la frialdad ambiental, cabría preguntarse si hay alguien más aparte de Messi a favor de Madrid. Alguien, entiéndase, al que no tengamos que obligar a besar el escudo.


Libertad Digital, 4 de septiembre de 2013