viernes, 12 de enero de 2024

Manuel Valls: "No creo en el hombre perfecto, si no tampoco creería en la democracia"

Manuel Valls (Barcelona, 1962) ha reunido en El valor guiaba sus pasos (Funambulista) a 14 personajes cuyo coraje, amén de su virtud moral, deviene en condición de eficacia para cambiar el rumbo de la historia. Charb (Charlie Hebdo), Willy Brandt, Adolfo Suárez, Carlos V, Churchill, Camus y Zelenski son algunos de los protagonistas de esta personalísima galería de semblanzas, por lo común vinculadas, a modo de pie-de-foto, a acontecimientos que estremecieron al mundo, y en las que no es difícil advertir una exhortación a defender la civilización europea. El autor sabe de lo que habla. Como ministro del Interior francés, combatió en primera línea el terrorismo etarra con una determinación inédita. Posteriormente, en su peripecia política española, le cantó las cuarenta a la morigerada burguesía catalana e impidió que Barcelona cayera en manos del nacionalismo, lo que cristalizó en una instantánea que bien podría incorporarse al hall-of-fame de la bravura: la de la negativa a estrechar la mano de Quim Torra en el transcurso de la recepción en la Generalitat de los nuevos ediles, en 2019. El prólogo de Cayetana Álvarez de Toledo, un canto al encuentro de los distintos en el fragor de la lucha por la libertad, con la límpida sintaxis que la diputada del PP ha convertido en rasgo temperamental, le lleva a rebelarse contra el etiquetaje de trazo grueso, pleonasmo: "Ya ve, a ella la encasillan en la derecha ultra y a mí en la izquierda derechista". Valls me atiende al teléfono en el día de la Constitución.

En El valor... se refiere en tono elogioso a Anatomía de un instante, de Javier Cercas, un ensayo novelado que explica los inicios de la democracia en España a partir de las imágenes del 23-F. También usted se sirve de frames icónicos, de escenas de una profunda carga dramática como punto de partida de cada uno de sus episodios: el primer acto del proceso de abdicación de Carlos V, las lágrimas de Clemenceau ante los mutilados en la firma del Tratado de Versalles, la genuflexión de Willy Brandt ante el monumento conmemorativo al levantamiento del Gueto de Varsovia...

Javier es un gran escritor; me atrae su reflexión sobre la memoria y en particular la que lleva a cabo en Anatomía de un instante, un libro de una gran originalidad. En El valor... también yo he partido del instante, sí... De los instantes... Tal vez se deba a que pertenezco a una generación de europeos (la misma que Javier) que ha vivido en un mundo de paz y democracia, que no ha conocido momentos que cambien el paso de la historia (¡por suerte, a veces!). De ahí probablemente que sin que me lo proponga, tienda a buscar esos momentos, y por supuesto el 23-F es uno de ellos. Ahí están Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado, que soportan erguidos las ráfagas de los golpistas, los dos primeros en sus escaños y el tercero encarándolos. Ese día se convierten en leyenda.

Uno de esos instantes tiene como escenario la redacción de Charlie Hebdo, a la que usted, siendo primer ministro de Francia, accede horas después del atentado islamista, cuando los cadáveres aún no han sido retirados.

En ese momento entiendo que estamos ante una de esas rupturas que cambian el mundo, como lo fue el atentado del 11-S, que todos vimos pegados a la pantalla. Aquí me interesa la parte humana. Cuando entro a la redacción de Charlie, lo hago porque los conozco personalmente a casi todos. Y lo que no quiero es que el atentado se tramite como una noticia más, que muera con el día, o acabe alojada en un plano de irrealidad, como en una especie de metaverso... Así que acudo a la escena del crimen. Es una ceremonia de despedida.

Me ha llamado la atención que considere el atentado contra Charlie "el acontecimiento más importante ocurrido en Europa a principios del siglo XXI". Creo que es la primera persona a la que le leo esa afirmación, o cuando menos la primera que conozco que lo expresa de una forma tan rotunda.

Ha habido otros atentados en Europa de una gran trascendencia: los que sacudieron París el 13 de noviembre de 2015, por ejemplo. Y, por supuesto, los del 11-M en Madrid y el 7-J en Londres. En todos ellos hubo más muertos, pero la importancia de Charlie no tiene que ver con el número de víctimas, sino con el hecho de que es un atentado enteramente político. Y con esto no quiero decir que los otros atentados no lo sean. Pero el ataque a Charlie Hebdo, que es la expresión del periodismo, de la libertad, de un sentido de lo francés que entronca con Voltaire, con Rabelais... tiene un componente político tan simbólico que la repercusión es de una potencia increíble, y provoca una oleada de solidaridad única, mucho mayor que la que después tiene lugar con los atentados de noviembre de ese mismo año o el de Niza, un año después. En París, que tiene esa vocación universal, ese valor de capital que representa el mundo, hay una manifestación a la que acuden un millón de personas y medio centenar de dirigentes mundiales, y eso denota que hay un cambio de paradigma. Lo que da comienzo es la época en la que todavía estamos inmersos, la de la guerra contra el yihadismo, con la particularidad de que es un yihadismo que no viene de fuera, porque los terroristas son europeos.

Otro de los autores con los que hay un cierto paralelismo es Stefan Zweig. En cierto modo, su ensayo también es un mosaico de miniaturas históricas, de 'momentos estelares de la humanidad'. Incluso su estilo recuerda en algo al de Zweig; esa prosa ágil, vibrante, impetuosa.

¡Suerte que estoy sentado, porque eso de compararme con Zweig! No, a ver, a mí me apasiona la historia y, ciertamente, me atraen los 'momentos'. Yo no soy de cultura marxista, nunca lo he sido...

Lo deja claro en el capítulo que dedica a Ósip Mandelshtam y a su mujer, Nadezhda.

Así es. Yo vengo de la izquierda republicana y mis héroes son Clemenceau y Camus, por citar dos. La economía, el clima, la geografía y la cultura de cada pueblo son importantes, por supuesto... Pero concedo mucho valor a los seres humanos, a los individuos; detrás de todo gran acontecimiento siempre hay un hombre o una mujer. Y sí, es verdad que eso está en Zweig. Que un hombre, por su calidad intelectual, o su valor, pueda provocar cambios de tanto calado, me parece inspirador. En las biografías de Zweig, además, se advierte el reflejo de la época en que vive: salvando las distancias, Castellio es él, del mismo modo que Calvino es Hitler; y respecto a Erasmo y Lutero podríamos decir otro tanto.

¿Y usted se considera un reflejo de alguno de sus valerosos?

No, no... Me pueden haber inspirado, pero no me comparo con ellos, ni mucho menos. En el caso de Zweig, además, él se siente una víctima de la historia, y eso le lleva a ensalzar a los que, como él, también lo fueron. Lo que sí comparto es su pesimismo histórico.

No me lo ha parecido. Su libro es más bien una invitación a la acción, al compromiso.

Sí, en parte era el propósito. Lo que quiero decir es que estamos viendo renacer la lucha de la democracia contra el totalitarismo, y eso es algo con lo que no contábamos. Ucrania, Israel... Pero sí, hablar de personajes que son capaces de dar un vuelco a la historia no deja de ser una demostración de optimismo. Y en ese punto, el valor, la ética, el coraje... son decisivos.

Hablemos del valor, el gran tema del libro, el atributo que tienen en común sus personajes. A Louise Michel y Georges Clemenceau les une un vínculo de amistad irrompible pese a que profesan ideas diferentes, porque ambos se reconocen en el valor. En ese sentido, hay en todos los personajes un corte de carácter, algo profundamente temperamental. La majestad de Carlos V, por ejemplo, no dista en exceso de la de Zelenski. Uno entrega el timón del mundo y el otro se pone a la vanguardia moral de Occidente, pero los hermana la dignidad, el sobrecogimiento.

Con una diferencia: que la historia de Zelenski no sabemos cómo acaba. Pero lo que es indudable, como digo en el libro, es que la invasión rusa cambia al personaje, lo transfigura. Del mismo modo que Hitler transforma a Churchill, que sin la guerra habría sido un político brillante pero marginal, y acaba encarnando el mundo libre frente al nazismo.

Hay un hilo conductor.

Es Europa, el hilo conductor. A Carlos V y a Zelenski, con todas las salvedades, les une Europa. Me he inspirado mucho en los dos textos de Kundera publicados hace sólo un año: Un Occidente secuestrado. La tragedia de Europa central. Aquí se ve perfectamente que de Ucrania a España, pasando por Checoslovaquia, Polonia, Hungría y por supuesto Alemania y Francia, hay una cultura común: el cristianismo, el judaísmo, la Ilustración, la Revolución francesa, la democracia liberal. En Viena, en Praga, en Madrid o en París, nos sentamos a hablar y nos sentimos europeos a pesar de todas nuestras diferencias. Y este conjunto de valores, esta civilización, es algo que también he querido defender a través del valor, y a través de Camus, Zweig o Mandelshtam, intelectuales imprescindibles para entender lo que somos.

No oculta los defectos de ninguno de ellos. De Carlos V, por ejemplo, señala que no hace lo suficiente para contrarrestar el antijudaísmo, y al Zelenski anterior a la guerra lo retrata como un individuo mediocre, con una trastienda oscura.

¡Claro, son hombres! No creo en el hombre perfecto, si no tampoco creería en la democracia. Y sí, me interesa esa parte no sé si oscura, pero sí de fragilidad. He de decir que en la fascinación por el personaje de Carlos V influye su retiro a Yuste; sin Yuste, tal vez habría sido diferente. Me gusta el azar en la historia. Carlos V no es ajeno a las circunstancias de una dinastía que se está rompiendo, y él llega en el momento en que se está descubriendo el Nuevo Mundo... Francamente, no entiendo que en España no se hable más de este personaje. Un personaje que, sin ser de cultura española, termina siendo tan español, con ese final de Yuste, tan absolutamente barroco.

El libro presenta retazos de su propia biografía. En el capítulo dedicado a Camus, por ejemplo, cuenta que la abolición de la pena de muerte fue la primera causa en la que militó.

Me influyó mucho la literatura. También El último día de un condenado a muerte de Victor Hugo, por ejemplo. Y Clemenceau, que fue otro gran abolicionista. Y Koestler, al que no cito mucho, pero es para mí un personaje importantísimo, como lo es George Orwell, o el mismo Willy Brandt. Y también podría haber hablado de Nikos Kazantzakis, de su relación con la guerra de España. Pero Koestler, insisto, con El cero y el infinito o Testamento español, es capital. Él y Camus son mis dos grandes referencias en este sentido. Y es verdad que cuando tengo 16 o 17 años, se producen en Francia grandes juicios en los que está sobre la mesa la pena de muerte, y en los que es protagonista el gran abogado Robert Badinter, que será el ministro de Justicia que acabará con las ejecuciones. Para mí es un combate no sólo justo, sino también concreto, que me aleja de las grandes ideologías, de las ideologías globalizantes que no llegan a nada y además pueden ser tan peligrosas, como demuestra el totalitarismo comunista. El humanismo, en cambio, libra combates concretos por utopías concretas, que no están fuera de la realidad.

De Churchill y De Gaulle dice que "quieren evitar que el pueblo se haga ilusiones. [...] Apelan a su corazón, pero también a su razón. No buscan halagarlo". Todo un precepto antipopulista.

En general no me gusta decir que el mundo era mejor antes, pero claro, ante personajes como Churchill y De Gaulle... Churchill además fue Premio Nobel; pero no de la Paz, no... ¡De literatura! Y qué decir de De Gaulle; sus memorias son uno de mis libros de cabecera. Dos personajes tan semejantes y a la vez tan distintos; uno, absolutamente inglés, el otro absolutamente francés, pero en ambos encontramos la búsqueda (y el hallazgo) de la palabra justa en cada uno de sus discursos, de sus artículos, de sus libros. Hay una exigencia de verdad en todo lo que dicen y escriben, ¡y eso no los hace menos políticos, al contrario! De Gaulle es la estatua del commandeur, y Churchill tiene una dimensión más humana, con ese físico, sus puros, su whisky, su ironía...

Otro de los rasgos comunes a todos sus personajes es la soledad.

Así es, el liderazgo, porque hablamos de líderes, también implica esa soledad.

Tengo la impresión de que estamos ante el embrión de lo que podrían ser unas interesantísimas memorias.

Llegarán, llegarán, pero me gustaría incluir los capítulos de mi vida política que estén por venir.

La Lectura, 12 de enero de 2024

domingo, 31 de diciembre de 2023

Menú corto

Un libro. V13, de Emmanuel Carrère. Carrère en el juicio a los catorce acusados de los atentados yihadistas que el 13 de noviembre de 2015 masacraron en París a 130 personas e hirieron a otras 400. La respetuosa, casi temerosa, aproximación a las víctimas; el cauteloso escrutinio de los inculpados; el peso de las palabras; los dictámenes críticos respecto a la labor de los letrados; la implacable, inexorable jerarquización de los relatos de los testigos, susceptibles, como cualquier historia, de resultar más o menos sugestivos; el hastío que, con el pasar de los días (un hastío parecido al del juicio del 1-0), terminan por suscitar los hechos, o tal vez su regurgitación. Un cronista disuelto en el proceso, con sus prejuicios a la intemperie, convirtiendo el avance del Estado de derecho en una superproducción.


Una antológica. Cossos, ciutats, interiors, de Oscar Tusquets, en Volart. Figurativismo sin pamplinas al servicio de escenas dramáticas, exquisitamente vulgares, de diumenge al vespre i dilluns al matí. Escenas, sí; en ellas se presume el rastro de una vida exuberante, una envidiable peripecia en la que parecen haber primado la búsqueda de la belleza y aun su hallazgo inopinado. Y acaso la convicción de que es posible recrearla a partir de una fregona, una meada, un cáncer o el calmo anhelo de vicio con que el pintor electriza a sus amantes; las que lo han sido y las que sólo lo parecen (lo que es un mérito artístico de primer orden). La tensión -sólo aparente- entre Barcelona y Benidorm. Y las antenas de televisión de los tejados de Gracia, ese trazo luminoso. Com ho haurà fet, se preguntaba Laura.


Una serie. El último artefacto socialista, de Dalibor Matanić, basada en la novela de Robert Perišić No-Signal Area. Dos antihéroes de vislumbre quijotesca llegan desde Zagreb a Nuštin, un pueblo crepuscular de la antigua ex Yugoslavia, un borrón ceniciento donde sus habitantes deambulan como zombis, rumiando y escupiendo el recuerdo de los días en que la fábrica de turbinas era el latido del mundo. Nuestro dúo, Oleg y Nikola, pretenden reflotarla sin sospechar que con ella pondrán en marcha toda una operación de salvamento moral. Ese no man’s land esconde la promesa de un sueño y los sueños pertenecen a quienes los trabajan. Desde que tengo uso de razón quise ser reseñista.«Desde que tengo uso de razón quise ser reseñista»


Un podcast. Las Hijas de Felipe, de las sapientísimas repipis Ana Garriga y Carmen Urbita, en el que ambas conversan con primor (enhebrando oraciones de relativo de lo más sensual) sobre gossips conventuales del barroco. Me fascina cómo a partir de un detalle prosaico (y deliciosamente artificioso, pues se trata de una «charla» guionizada) evocan cuanto tiene de familiar el mundo de Felipe II. «¿Qué has comido hoy, Ana?», y, cual si fuera un conjuro, Teresa la Santa se hace carne.


Un artículo. «Variaciones sumamente técnicas de lo indistinguible», de Arcadi Espada. Arcadi en Ciudad Badía, extrarradio barcelonés. El motivo de la visita es una historia de inmigrantes que pisaron en falso, a la que pone voz el actor Rafa Sánchez. Contra Catalunya es un libro tan decisivo que sigue rindiendo capítulos. «A partir del texto de David Martínez, Rafa cuenta su vida desde el presente, que es como se puede y como se debe. El presente es un padre de 90 años, con la cabeza ya perdida, y una madre de algo menos, que ve y oye muy poco. Los dos llegaron a Cataluña desde Córdoba, se metieron primero en una chabola del Carmelo, luego estrenaron un pisito en Ciudad Badía y ahora van a morir en Benicarló, adonde se fueron ya viejecitos buscando el calor. En el auditorio, a rebosar, hay un ambiente muy cargado, porque todos han venido a verse a sí mismos. Está la madre, además. Al final, cuando Rafa empiece a saludar entre la apoteosis, la madre se levantará y hará como un intento imposible de subirse al escenario, simbolizando lo que aquí acaba de pasar: una confusión intensa y extraordinaria, realmente extraordinaria, entre el teatro y la vida. Por suerte, y como desde que se apagan las luces y suena Toda una vida en la voz de Machín ya se me saltan las lágrimas, la obra discurre toda llorada, con fluida placidez, sin el molesto arrebato del sollozo».


Una obra teatral. París 1940, de Josep Maria Flotats, a partir de las notas de Louis Jouvet sobre el oficio de actor, en el Teatro Español. Flotats venía afilando el montaje desde al menos 1989, año en que terminó por aparcarlo sine die ante la imposibilidad de alternarlo con Lorenzaccio y El misantrop, las dos obras que entonces tenía en cartel. El estreno, con el título de Tot assajant Dom Joan, llegaría en 1993, y la primera versión en castellano diez años después, al filo del Fórum de las Culturas. Hace unos meses, cumplidos los 83, la repuso en Madrid. Hechas las cuentas, Flotats lleva alrededor de 40 años despojando el texto de gorgoritos y petulancias. Y es probable que el adelgazamiento siga sin parecerle suficiente, que aún porfíe en la búsqueda de una inflexión novedosa.


Una película. Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese. Como es costumbre en Scorsese, las convenciones morales de la época se muestran sin paliativos, en toda su crudeza, como corresponde a una mirada necesariamente estupefacta ante el racismo sistémico, el nulo valor de la vida humana y, sobre todo, la anemia legal en la que prosperan los Liberty Valance del lugar, menos toscos que el original pero igual de bárbaros. Si en el clásico de Ford el villano se enseñorea de Shinbone hasta que le salen al paso un abogado, un periodista (nos solemos olvidar del periodista) y un pistolero con agallas, en Los asesinos… es un incipiente FBI quien encarna el advenimiento del Estado. La sucesión de crímenes llega a un paroxismo insoportable, y es natural que así sea. El cine nos había mostrado a los indios muriendo a puñados, blancos móviles que se quedaban prendidos de un estribo de la montura o rendían un último servicio al espectáculo derribando al caballo con ellos. Martin Scorsese, al particularizarlos, les da algo parecido a una digna sepultura.


The Objective, 31 de diciembre de 2023

viernes, 22 de diciembre de 2023

Como es tradición en estas fechas

AI, piquito, ASMR, hipogeo, X, soledad, threads, lawfare, amnistía, relator, Supernova, censura, kibutz, túnel, rehenes, contexto, antisemitismo, surdos[de-mierda], balotaje, carajo, muro, pashmina, swiftie, disminuido, superliga.

domingo, 10 de diciembre de 2023

Óscar Puente te ha bloqueado

He recurrido al bloqueo en las redes sociales en raras ocasiones, y casi todas en el contexto de los meses de furia 2017. No todos los bloqueos fueron «virtuales», esto es, de tuiteros que se hacían llamar «Imparapla», «Gracienc», «Pu*a Espanya» o «Destral»; los hubo, y hablé de ello hace quince días, «presenciales» (me resisto a emplear «reales» para categorizar cuanto sucede o cobra entidad al margen de internet). Bien es verdad que en tales casos me incliné, antes que por el bloqueo, por el silenciamiento, a menudo con la voluntad de preservar la amistad, dado el riesgo de que una nimiedad destemplada (un sí o un no, por decirlo con Nathalie Sarraute) terminara por arruinarla.

En lo que respecta a X, no obstante, ignoro cuál de las dos censuras es más nociva para la general concordia. El bloqueo, ciertamente, es más virulento, casi una declaración de hostilidad, por mucho que a veces sea reactivo (qué decir del preventivo, ese que el damnificado descubre de manera azarosa sin que haya mediado roce alguno con su bloqueador; estremece imaginar a un cincuentón, de esos que vive con la madre y el gato, cancelando vidas por anticipado como quien clavetea recortes de supuestos enemigos en la pared de un motelucho).

Con todo, sospecho que el silenciamiento, con su vitola de contención, de solución evitativa, tiende a acantonarnos en una cámara de eco bastante más hermética. Siquiera porque bloquear es un acción beligerante que, llevada al extremo, implica una cierta penalidad. Cómo no evocar a Curro Romero y su perplejidad ante los que le arrojaban papel higiénico: «¡Lo que nunca entenderé es que se tomen el trabajo de ir a comprarlo!». Silenciar, en cambio, es un automatismo sin consecuencias. Los mismos X e IG, sabedores de nuestra natural renuencia al conflicto, nos tranquilizan: «La persona a la que ha silenciado/dejado de seguir no se enterará». Y así, fiados a la «impunidad», amordazamos a discreción hasta convertir nuestra cuenta en una suerte de soliloquio, que lo sigue siendo a pesar de que intervengan otras voces, pues no cabe descartar que sean las que oímos en nuestra cabeza.

Hablo en plural mayestático, pero lo cierto es que he tratado de evitar esta deriva a base de no despegarme de gentes que probablemente votan a partidos a los que yo no voto, y a las que tengo por algo así como una toma de tierra. Sé que es mutuo, y en esa correspondencia entreveo la posibilidad de que España no se nos vaya de las manos. Antes me deshago de imbéciles que de izquierdistas.

Este sábado fue noticia que el ministro Óscar Puente había bloqueado al delegado de Urbanismo, Medio Ambiente y Movilidad del Ayuntamiento de Madrid, Borja Carabante, que había posteado este mensaje:

Dos descarrilamientos de trenes en Atocha en 9 días. Hoy, 5 atendidos por@EmergenciasMad. @oscar_puente_ y @sanchezcastejon siguen mirando para otro lado.

A las 18 horas del sábado, al de Carabante habían seguido tres bloqueos más, entre ellos el del alcalde Almeida, que se añaden a los 200 que en noviembre tenía contabilizados La Nueva Crónica. Incluso se había servido para ello de la cuenta del Ayuntamiento de Valladolid. ¡Un tipo con trazabilidad, sin duda!

Nunca he sabido qué hace el poder en X, un medio que propende a la degradación del debate por razones que tienen que ver con el algoritmo, la molicie y el sectarismo. El caso de Ciudadanos, por ejemplo. Poco se ha escrito sobre cómo Twitter vulgarizó sus mensajes hasta hacer de Rivera y sus palmeros una caricatura vergonzante; pioneros, con Podemos, en el uso ponzoñoso de las redes, con el cruasán de Villacís como apoteosis. El culto a ese marketing de plexiglás ha llevado a los partidos mainstream a impartir cursillos para «posicionarse» en redes, esa ciénaga donde «hay que estar, hay que estar».

Pero Puente, y por ello cabe reconocerle como un fiero precursor, ha inaugurado una originalísima extensión del sanchismo: la del bloqueo de millones de españoles (pues eso representa un concejal, un partido, un parlamentario) en nombre de la cordialidad.

La nueva trova vallisoletana.

The Objective, 10 de diciembre de 2013

domingo, 26 de noviembre de 2023

¿Ya se ha roto España?

El procés provocó en Cataluña una fractura social cuyos efectos aún perduran y para la que no se adivina sutura a medio plazo, menos aún después de que el presidente del Gobierno haya reactivado la agenda golpista. Amistades que se remontaban a la infancia, que habían sobrevivido a la erosión del tiempo, se rompieron de manera inexorable en el curso de discusiones donde los argumentos, lejos de exponerse civilizadamente, esto es, con cierta coquetería intelectual, se arrojaban a la cara de quien habiendo sido un medio hermano había devenido en feroz antagonista. Lejos de delimitar un marco deliberativo para persuadir al adversario en buena lid, con razones atendibles, se imponía su humillación. Con más saña, si cabe, cuanto más estrecho era, o había sido el vínculo.

Hay matices. En ocasiones, el Virus finiquitó relaciones que ya habían rendido sus mejores días. En tales casos, Cataluña/España fue el pretexto para no perseverar en afectos al borde de la extinción, entreverados de silencios que habían pasado de lo incómodo a lo inhóspito. Tampoco conviene fiarse de las muchas hipérboles que ha esparcido el Trauma: tengo para mí que el soniquete de las «familias rotas» tiene algo de aderezo retórico, sin más valor fáctico que el que cabría conceder a un reñidero de cuñados; ojerizas endémicas, en fin, que afloraban al calor de la cuestión nacional. Un Barça-Español por otros medios.

No obstante, y si bien creo infundado hablar de una plaga de rupturas familiares, es verdad que no pocos cónclaves empezaron a celebrarse bajo una sombra ominosa, una suerte de acuerdo respecto al desacuerdo que obligaba, siquiera por decoro navideño, a una cierta contención. Había una diferencia sustancial entre ahondar enconos e inaugurar inquinas, de ahí que el subtexto que presidiera los encuentros fuera «tengamos la fiesta en paz», un «prohibido terminantemente el cante» adaptado al fenómeno.

El aire de fronda venía batiendo la región desde mucho antes de que un lazo amarillo (y sobre todo, el hecho de no llevarlo) denotara que la convivencia había pasado a mejor vida. A partir del surgimiento y la consolidación de Ciudadanos, un partido inconcebible en ese pútrido balneario que fue el oasis, la risa conejera de la cohorte nacionalista devino en rictus desencajado. A la censura y el vacío mediáticos con que el régimen acogió la buena nueva, siguió una hostilidad ambiental que rompió en amenazas, boicots, agresiones. El conflicto, después de años de latencia y disimulo, se dirimía por fin a cielo abierto gracias a una formación explícitamente antinacionalista, que precisamente ponía en entredicho la posibilidad de serlo sin sufrir represalias. El cambio de paradigma se hizo insoportable para la clase dirigente; también para la que regía los destinos del PSC y el PPC, que oficiaban de perfectas coartadas de un pluralismo ficticio: si los socialistas jamás aspiraron a ningún otro papel que no fuera el de cómplice, los populares (con la salvedad del periodo luminoso de Aleix Vidal-Quadras) rara vez pasaron de comparsa, y a esa condición, por cierto, pretende devolverlos Alberto Núñez Feijóo, aunque ello sería materia para otro artículo.

Sólo quienes teníamos tratos recurrentes con la política, quienes nos sentíamos de antiguo concernidos por ella, sospechamos que los acontecimientos (el 3% y el 15M como aceleradores) podrían precipitar una quiebra de cierto calado. Con el 1-O en el horizonte, el cisma que se venía insinuando en ámbitos hiperpolitizados se manifestó también en empresas, comunidades de vecinos, asociaciones de padres de alumnos, patios de colegio, aulas universitarias… La consumación de la revuelta, favorecida por la cesantía del Gobierno de Mariano Rajoy, acabó por volar los pocos diques que quedaban en pie y llevó la discordia a la red social primigenia, a ese círculo sagrado que creíamos inexpugnable y que al punto se tornó quebradizo. Íntimos que nunca habíamos cruzado una palabra más alta que otra nos vimos arrastrados a broncas tabernarias, a tanganas del tipo trofeo Colombino donde nada, ningún pliegue biográfico, parecía quedar a salvo, en las que el Tema resucitaba aquello que dijiste un día, aquello que dije yo. La huida hacia delante de un hatajo de corruptos, fundada en lustros de roturación normativa, hizo del bar-de-toda-la-vida un campo de minas en que los parroquianos más atentos a la actualidad, a los que se nos podía identificar por ir armados con un periódico de papel, comenzamos a mirarnos de reojo. Soy incapaz de datar el día en que una amiga me dijo: «¿Tú crees que X [en alusión a un común, y nunca mejor dicho] también fue a votar?». Ni el instante en que, allá por 2019 , un tipo al que sigo apreciando me preguntó sobresaltado: «¿De verdad estás en contra de que el pueblo vote?». En contra. El pueblo. Vote. Y esa pértiga, «De verdad», con la que no sé si quería ensalzarme o ensartarme.

Los Usos amorosos de la postguerra española, el ensayo de Carmen Martín Gaite del que tanto aprendí a mis dieciocho, me venía a la mente cada vez que pensaba en los hábitos que había instaurado la procesía, y en particular en la etiqueta que abrazamos quienes teníamos la firme voluntad de plantarle cara a las circunstancias, de sobrevolar la contingencia aun perteneciendo a bandos contrarios. Porque había bandos, sí, y las filas siguen estando prietas.

En las cenas de antiguos alumnos de EGB, nadie sacaba a relucir su vicio para que la noche no se agriara por un asunto que, de críos, nos la había traído al pairo. Con los amigos-de-toda-la-vida medió un juramento escrito en tinta simpática por el que convinimos en eludir cualquier cuestión susceptible de reyerta, en fingirnos indiferentes a la urgencia, let’s pretend. ¡Como si cupiera ensimismarse esculpiendo un puré de patatas cuando el mundo tal-como-lo-conocíamos se iba derrumbando como los glaciares se derrumban en La 2! Quienes teníamos en la política nuestro nexo fundamental nos convertimos en especialistas de primerísimo nivel en la práctica del eslalon, y hubo una tarde en que me escuché diciéndole a un hombre por el que tengo verdadera estima: «Nos definen muchos más atributos que un referéndum: la conversación, el mestizaje, Rafa Marañón, aquella general de pie, Francisco Casavella, los macarrones del Monocrom…».

Un protocolo autogestionario que, en cualquier caso, acumuló miles de fracasos.

Estos días, cuando recibo en el móvil por enésima vez el chistecito de «¿Qué? ¿Ya se ha roto España?», no puedo por menos que admitir que la formulación peca de inexacta, por mucho que quienes se dan a la broma no se atreverían a decir: «¿Qué? ¿Ya se ha roto Cataluña?». Hay clases.

No, España no se rompe. Rompemos los españoles.

Y ni siquiera el hecho de que la izquierda carezca de convicciones, de que no tenga más asidero que el cinismo, evitará que el estropicio se extienda.

The Objective, 26 de noviembre de 2023

domingo, 19 de noviembre de 2023

Aquí siempre se ha jugado

En los últimos dos años, raro ha sido el jueves en que el pleno de la Asamblea de Madrid no se haya visto perturbado por manifestaciones contra el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Frente al número 142 de la avenida Pablo Neruda se han concentrado sucesivamente, y a menudo simultáneamente, asociaciones vecinales, entidades ecologistas, sindicatos de taxistas, de médicos, de docentes, de estudiantes, de celadores, de limpiadoras… La gente, en fin. Es probable, debería comprobarlo, que incluso el gremio de fruteros haya protagonizado algún juernes de clamor. Ni que decir tiene que en el hemiciclo resonaban los megáfonos, los tambores y las cacerolas, un estrépito a duras penas amortiguado por el revestimiento de vidrio del recinto, y que de puro ordinario parecía consustancial a la actividad legislativa, cuando no su banda sonora.

La policía, que sólo en una ocasión se vio desbordada por la multitud, acostumbraba a actuar sin aspavientos, limitándose a establecer un cordón que mantuviera al gentío a raya, esto es, lo suficientemente alejado de la puerta principal como para que no se produjeran conatos de agresión a los diputados, huelga aclarar que de derechas. Lo que no pudieron impedir, en febrero de 2023, es que dos médicos se encadenaran a la verja mientras un tercero activaba una humareda que se acabó filtrando al interior del edificio, para estupefacción de las señorías del PP y de Vox, que no estaban en el secreto, y la meliflua complacencia de las de la izquierda, que sí lo estaban. En el secreto y en el ajo, como por lo demás era habitual. De hecho, y según estipulaba el rito, un poco antes de la hora del almuerzo, los portavoces de Más Madrid, PSOE y Podemos, por estricto orden de irrelevancia, se reunían en la calle con los activistas a los que previamente habían azuzado, para exhibir ante las cámaras el prurito de camaradería que los identificaba como campeones mundiales de la empatía. Se daba entonces la insólita circunstancia de que los líderes izquierdistas participaban del griterío contra la institución de la que formaban parte, y lo hacían sin desmayo hasta que, ay, apremiaba la gazuza.

Las protestas, insisto, no operaban el mismo efecto en los legisladores a los que interpelaban, a saber, los del PP, que en los que, ya fuera bajo cuerda o sin ambages, las habían auspiciado. (¡Si lo sabré yo, que, como esculpiera José Martí, viví en el monstruo y le conozco las entrañas!) Mientras que los primeros se veían condicionados por el ceremonial intimidatorio, los segundos se refocilaban con la música de viento que amplificaba (que dopaba) su discurso.

Así y todo, cuando la extorsión se producía en el exterior, el impacto, amén de relativo, tendía a decrecer conforme avanzaba la legislatura; incluso al orador más párvulo e impresionable se le termina por encallecer el verbo. Y si especifico «exterior» es porque había una segunda modalidad: la indoor. La potestad de los grupos parlamentarios para alojar en la tribuna de invitados a colectivos concernidos por alguno de los puntos del orden del día (una forma como otra de coerción ambiental, pues el debate se puede seguir por internet) derivó más de una vez en trifulcas que incluyeron insultos, lanzamiento de octavillas, despliegue de pancartas… Sin que la bancada zurda faltara a la usanza de jalear tales actitudes con vítores y aplausos, aunque con ello conculcaran el reglamento.

Viene esto a cuento de la reacción airada de la izquierda (y los recelitos de la derecha morigerada) ante las movilizaciones que venimos protagonizando los constitucionalistas, y en las que debemos perseverar para que el Estado de Derecho siga en pie.

Que no nos achante la especie de que, por que la mitad de los ciudadanos abracemos la democracia militante, España vaya a romperse. En eso, y sólo en eso, doy la razón a los rompedores.

The Objective, 19 de noviembre de 2023

domingo, 5 de noviembre de 2023

Del tomar y la tomadura

El intento de acomodar el debate sobre la amnistía a la eventualidad de que el auténtico PSOE despierte, como si el que se halla bajo la tutela de Pedro Sánchez fuera su remedo sin alma, se alimenta de las críticas de los antiguos dirigentes socialistas, y en particular de las que supura con su habitual farolería, propia de quien habla para la Historia en lugar de para la prensa, Felipe González. Su más reciente wikiquote, que adquirió la forma de ataque de dignidad, sobrevino a las puertas del Palacio de las Cortes, cuando un periodista le dejó botando una pregunta no muy diferente a la que le formuló en 1995 el buen Iñaki, y para la que, como entonces, no cabía otra respuesta que no fuera un ‘no’. Como Fernando Palmero escribió en El Mundo con justo asombro, por quién nos toma.

Ciñámonos, por no enredarnos en sus más célebres trapacerías, al antecedente del acto que había motivado su presencia en el Congreso: el juramento de Felipe de Borbón. González, que encaraba la recta final de su primera legislatura al frente del Gobierno, conminó a Gregorio Peces-Barba, a la sazón presidente de la cámara, a que le concediera la prerrogativa de pronunciar un discurso. Las diferencias entre ambos, que ya habían aflorado en forma de llamadas a la cortesía parlamentaria, derivaron esta vez en un enfrentamiento de cuyos pormenores dio cuenta Peces-Barba en el último capítulo de su libro de memorias La democracia en España, en que atribuye la porfía de Moncloa en intervenir la ceremonia al culto a la personalidad instituido por aquel al que apodaron Dios, sin que le faltaran méritos para ello. Así acota el autor la deriva despótica del felipismo (y sólo estábamos en 1986): “Se había llegado a tal borrachera de éxito que todos, según comprendí entonces, éramos unos simples delegados del presidente, sin personalidad ni independencia”.

Sánchez, ciertamente, trató de retorcer el protocolo para evitar que su asiento en el escenario (a la izquierda de la Infanta Sofía y en segundo plano) pusiera de relieve su condición de subalterno; nada que no pueda equipararse (¡y a la baja!) a las presiones que alentó González, de quien el actual jefe del Ejecutivo no es sino su alumno más impúdico. Únicamente la evidencia de que las cesiones de Sánchez precipitan el colapso del Estado de Derecho, y la desfachatez con que acostumbra a desentenderse del periódico de ayer para refundar el mundo al paso de la necesidad (¡cómo le va a pesar conceder indultos y borrar delitos, si él ha basado su acción política en una permanente autoamnistía!) nos permiten entrever en el legado de González un atisbo de decencia. Pero que nadie se engañe: estamos ante una cuestión de grado, no de naturaleza (y que también interpela, por cierto, al PP, no ya al de los tiempos de Aznar y Rajoy, que va de suyo, sino al que hoy sopesa volver a confundirse, entiéndase en sentido oblicuo, con el nacionalismo ambiente).

Sánchez ha abundado en los mismos sectarismo, cinismo y cesarismo de los que hizo gala González, con la sola diferencia de que en su caso los alardes de poder son aún más aparatosos, una degeneración que bien podría obedecer a la necesidad de sacudirse el estigma del gobernante maniatado, es decir, a su debilidad, y que, en cualquier caso, no es insensible al qué dirán. Como él mismo ha entendido hace tiempo, es la condición de posibilidad de la España demediada, y el regodeo elemental de quienes han crecido en el odio de prestado a la derecha.

The Objective, 5 de noviembre de 2023