viernes, 21 de junio de 2013

El gran musiquero

El crítico musical suele desempeñar su trabajo en tierra de nadie. Para el resto de los redactores del periódico, tiene más de rocanrolero que de periodista; a ojos de los músicos, en cambio, carece de las marcas de agua que distinguen a los miembros de la tribu. Diego Alfredo Manrique, el crítico más influyente de la prensa española, transita por ese limbo desde 1975, año en que empezó a escribir de música en la revista Triunfo. Fue, tal como contó en Jot Down, a raíz de una airada carta al director en que señalaba la sarta de estupideces que, respecto a la psicodelia californiana, venían escribiendo articulistas como Rosa Regás o Manuel Vázquez Montalbán. "Si usted puede hacerlo mejor, mándenos un artículo“, le respondieron. Desde entonces, su prosa fibrada acompaña a musicómanos, aficionados y lectores de toda laya. Con Manrique ocurre algo parecido a lo que ocurría con Joaquín Vidal, cuyo trasteo literario trascendió lo taurino. Lo atestigua el éxito de Jinetes en la tormenta (Espasa), que reúne algunos de sus artículos en El País, encabezados por unas valiosísimas notas en que el propio Manrique da noticia de las condiciones en que realizó tal o cual entrevista, revela un nombre que en el texto aparecía velado o confiesa su escaso aprecio por la obra de algunos de los músicos a los que su oficio le obliga a tratar. En honor a la verdad, no hay controversias explosivas; apenas la ojeriza de esa reserva espiritual que son los fans de Bruce Springsteen, disgustados, al parecer, por un comentario desfavorable del Seeger sessions. En sus entrevistas (el 'palo' que mejor maneja), Manrique nunca se deja una pregunta en el tintero ni un flanco por explorar, y así, como el escultor que opera por sustracción de materiales, va desguarneciendo al artista, que termina mostrando sus aristas más cómicas, patéticas e incluso míticas; o, si quieren, su lado más 'humano'. David Bowie, por ejemplo, trata de granjearse el favor del entrevistador por el procedimiento de concederle 5 minutos más. "Me lo estoy pasando tan bien", asegura a Manrique, quien, al echar una ojeada al planning, descubre que "ahí estaban especificados los cinco minutos extra que Bowie concedía rutinariamente [...] a todos los periodistas con los que se citaba". Lou Reed, el artífice del rock alternativo, va más allá de los cumplidos: "Hacia el final de la entrevista, comenzó a acariciarme la rodilla y hacerme ojitos. Poco habituado a esos gestos, hice como si no me enteraba". Patti Smith, el otro gran icono del underground neoyorquino, intenta a toda costa (aun al precio de tensar la charla hasta lo inefable) presentar su trayectoria como un dechado de coherencia o, como afirma Manrique, un "camino espiritual al Palacio del Arte". En las antípodas de Smith y su ampuloso aparato crítico, Manu Chao es la viva personificación del caos. Preguntado por lo mucho que difieren sus discos ("cuidados collages, seductores rompecabezas", alaba Manrique) de sus actuaciones ("una descarga punk, ska y reggae para botar"), responde sin inmutarse que todo se debe a las sustancias. ¿Las sustancias? "Para grabar funciona muy bien algo de marihuana; sin embargo, fumar no le viene bien al directo, es preferible un chupito de algo." A diferencia de la gran mayoría de sus colegas, Manrique encara el asunto de las drogas con templanza forense, acaso consciente de que hablar de Antonio Vega sin mentar la heroína obliga a un contorsionismo bastante más obsceno que el amarillismo que pretende evitarse. Más allá de la retahíla de sospechosos habituales Jinetes en la tormenta encierra, aun de forma dispersa, un exhaustivo 'informe' sobre la industria musical o, como gusta de decir el autor, las 'disqueras'. En este punto, Manrique lamenta el declive de un sector que, con todas sus triquiñuelas y bajezas, ha contribuido a separar el grano de la paja, a limar aristas, a asentar un canon. A su juicio, la hegemonía del gratis total, con el consiguiente descrédito del consumo, está trayendo consigo un panorama sombrío, carente de los suficientes mimbres para alumbrar una nómina de monstruos como la que dio Fania en Nueva York, o Motown en Detroit, o Stax en Memphis. El (doble) mérito de Manrique es escriturar ese declive sin la llantina habitual. Los únicos vislumbres de melancolía tienen que ver con el concierto de los Stones en el Calderón (aquella tormenta de rock que certificó el fin de la transición política española) y el concierto de los Who en el Palacio de los Deportes, en julio de 2006. La banda de Pete Townshend y Roger Daltrey llegaba a España con 40 años de retraso y para un crítico de antigua fragua como era Manrique, firmar la crónica en El País era algo así como una muesca irrenunciable, el colofón que da sentido a una carrera. Lamentablemente para él, Santiago Segurola, a la sazón jefe de Cultura, "ejerció sus prerrogativas y facturó él mismo la crónica desde el Palacio de los Deportes". Una crónica, por cierto, memorable. La desazón de Manrique llegó a su fin cuando, al término del concierto, vio a Segurola aporreando el teclado entre las ascuas todavía humeantes de un recinto donde, poco antes, había prendido el entusiasmo. No le arrendaba la ganancia. Curiosamente, hace pocos días, el cronista musical de El País en Barcelona, Luis Hidalgo, relató el making of de su crónica de Pet Shop Boys en el Sónar, escrita a pie de obra o, por ser del todo precisos, a pie de barra, lo que motivó un tweet estupefacto de Manrique, siempre atento a la entretela del oficio. Jinetes en la tormenta, por último, resume el admirable forcejeo de un hombre con miles de biografías, a las que somete a una intensiva labor de filtrado para hacernos llegar las anécdotas que de veras merecen la pena, evitándonos así el roce con libros infumables. Periodismo, le llaman.


Jot Down, 20 de junio de 2013

jueves, 20 de junio de 2013

Guía portátil de la Barcelona ocupada

Frente al salón del cómic de Barcelona se arremolinan cientos de adolescentes disfrazados de protagonistas de tebeo, susurrando a todo el que pasa si le sobra una invitación. Los siete euros que cuestan las entradas merecen el intento. La cola está a rebosar, pero avanza con marcial ligereza. Ya en el interior, me sorprende la extraordinaria sobriedad de algunas de las casetas. Más teniendo en cuenta la propensión del cómic a la exuberancia, al reventón onomatopéyico. Recuerdo entonces dónde estoy: en un evento levantado a pulso entre editores y lectores, gozosamente confundidos en una hermandad de trazas esotéricas. La verdadera singularidad del salón, no obstante, no es el burbujeo del público ni esos editores que parecen disfrutar con su trabajo, sino la ausencia de la Administración. No hay stands de la Generalitat. No está, por ejemplo, el Departamento de Cultura, omnipresente en todos y cada uno de los eventos culturales que se celebran en Cataluña; tampoco están la Dirección General de Política Lingüística o el Departamento de Comercio. No. Los tratos que aquí se ventilan sólo conciernen a feriantes y lectores, que en esta mañana luminosa se han constituido en sociedad civil, y lo han hecho en el sentido recto de la expresión, esto es, sin que medien los subsidios.


+ en Jot Down nº 4 - Rutas

jueves, 13 de junio de 2013

Laporta ya no quiere ser Mas

Si algo no se puede negar al abogado Laporta es que es un hombre de su tiempo. Como es sabido, mientras ocupaba el cargo de presidente del Barça se entregó al devaneo nacionalista, amagando día tras día con la posibilidad de dar el salto a la política. El Barça era, en su indisimulado afán de ascenso social, una mera estación de paso, una suerte de mili donde irse fogueando con vistas al destino fetén: la plaza de San Jaime. A nadie extrañó que Laporta no se identificara a las claras con ninguno de los partidos del arco parlamentario catalán, o lo que es lo mismo: que pudiera aterrizar en CiU con la misma suavidad con que lo haría en, pongamos, ERC. Después de todo, su indiferencia respecto a la adscripción partidista es un rasgo capitular de los políticos catalanes, más pendientes del exabrupto tribalista que de gestionar la complejidad.

En aquellos días, una foto con Laporta valía su peso en oro. Bien lo saben Mas y Montilla, que, por este orden, posaron en el village del Trofeo Conde de Godó con el candidato in pectore. A qué, poco importaba; convenía estar a bien con el Kennedy catalán, como se le llamó sin rebozo, pues el futuro del país pasaba por su carisma, el mismo que pereció por aplastamiento en alguno de los pliegues de la andorga. Paradójicamente, cuanto más se arrimaba Laporta al poder político, más tendía a diluirse la hegemonía del FC Barcelona en el concierto institucional.

Ahora, tras su paso por el Parlamento autonómico, y cuando aún faltan dos años para que venza su mandato como concejal, Laporta acaba de anunciar su candidatura a la presidencia del Barça. Más allá de su nula influencia en el debate público, de sus escasas dotes para la oratoria parlamentaria o, a qué engañarnos, de la aversión que debe de sentir a los plenos municipales, su intención de regresar al fútbol tiene más que ver con la futilidad de la política en Cataluña. A Laporta le ha ocurrido lo que a esos montañeros que, una vez en la cima, advierten perplejos que lo único que les aguarda ahí arriba es un libro apolillado donde estampar la firma. Nuestro mirlo blanco, en fin, ha descubierto que, siendo su principal ambición ocupar el despacho de Artur Mas, éste no tiene más horizonte moral que ser confundido con un presidente del Barça.

Más le habría valido a Laporta seguir las enseñanzas de José Luis Núñez. No ya por aquello de que la ciudad de Barcelona debía su nombre al club (lo que, a la luz de lo sucedido con el monumento a Colón, ha cobrado un sesgo penosamente verosímil), sino por su declaración, precursora donde las haya, de que en Cataluña no había nada más importante que el Barça, que es, como saben, una de las pocas serias de las que se puede ser en este mundo.


Libertad Digital, 12 de junio de 2013

La mala educación

Tommie Smith subió el podio, humilló el rostro y alzó el puño. Acababa de ganar la final de los 200 metros de los Juegos Olímpicos de México y resolvió ofrendar el oro a la causa antiapartheid, dejando así una estampa para la posteridad, un orgulloso alegato en favor de los derechos humanos que devendría en icono de los convulsos sesenta. Pocos años después, el eco de aquel gesto resonaría en la ceremonia de entrega de los Oscar, cuando Marlon Brando, que había declinado recoger la estatuilla, envió en su lugar a Sacheen Littlefeather, una activista de origen apache.

En nuestros días, el uso de la sobreexposición mediática con fines reivindicativos ha dejado de ser una performance insólita para convertirse en un fenómeno corriente, que aterriza en la sintaxis periodística con la suavidad de un parte meteorológico. Hay ocasiones, no obstante, en que el plante presenta un rasgo que lo convierte en genuino, en singular.

En España, sin ir más lejos, el escritor Javier Marías rechazó el Premio Nacional de Narrativa porque, a su juicio, suponía ceder al mercadeo político. La renuncia tenía un trasfondo pecuniario: Marías, en efecto, también renunciaba a los 20.000 euros del galardón. El periodista Arcadi Espada, en cambio, sí recogió el Ciudad de Barcelona, que le fue concedido por su seminal Contra Catalunya. En el acto de entrega, y como quiera que Pilar Rahola, a la sazón teniente de alcalde por el Partido Independentista, había aireado su malestar por que el galardonado fuera tan ilustre resentido, Espada pidió perdón. "Perdón por las molestias", apostilló irónicamente (ya entonces, en sus discursos, empleaba la caja baja con el mismo donaire que lo convertiría en un gran mitinero).

Veo a esos mullidos sapientines desfilar ante el ministro de Educación, José Ignacio Wert, para fintarlo como si fuera un defensa central, y me digo que, tal como describe Ramón González Férriz en La revolución divertida, también el desaire al poder ha quedado reducido a una de mise en place institucional, a una suerte de cabeceo melindroso que no es repudio ni limoná, a un desdén de blandiblú que, en cierto modo, es lo que hoy se espera de cualquier estudiante obediente. Tanto que, muy probablemente, la verdadera rebeldía consista en enfundarse un traje gris, fingir una nota de entusiasmo y tenderle al ministro la mano.


Libertad Digital, 6 de junio de 2013

Antimourinhismo para iniciados

También a la hora de largarse Mourinho ha sido un precursor, pues su marcha no es destitución ni dimisión ni espantá, sino que apunta a cese temporal de la convivencia, que es el arreglo al que el portugués, que tiene maneras de príncipe, suele llegar con sus equipos. Mourinho sale de España como el maestro de La lengua de las mariposas salía de su aldea, entre esputos.

El mismo día del anuncio de su marcha, El Mundo le acusaba en un estrambótico editorial de “afrentar al país que lo acoge”, sarpullido xenófobo que raramente veríamos aplicado a un Ferguson o a un Van Gaal. Más grotesca era la afirmación de que había despreciado al rey Juan Carlos, cuando lo cierto es que nadie ha honrado la Copa como Mourinho, que ha competido por ganarla con un ardor desconocido en nuestro país.

El tono general del discurso ‘antimou’, no obstante, no ha sido el del editorial de El Mundo (al cabo, un ejercicio más bien ramplón de palo y zanahoria), sino el de El País; más precisamente, el de Diego Torres, capaz de embutir en sus homilias la expresión “alguien como Mourinho”, achacar al técnico una “estrategia de provocaciones”, referirse a Karanka como “auxiliar en chándal”, tildar de “obstinado” el respaldo de Florentino Pérez a Mou o atribuir a éste una “actitud destructiva”. No llegaba, eso sí, al extremo de Carlos Boyero, que le tildó de nazi.

Tan sólo hay en España un hombre cuya sola mención concite la misma salva de agravios: José Ignacio Wert. Las razones son distintas, pero solo en apariencia, pues lo que precipitó el apestamiento de Mourinho no fueron sus desplantes ni su arrogancia, sino su alergia al guardiolismo, esa espuma trufada de santurronería, presunción y filosofía de aeropuerto que en el césped rompe en tiquitaca, buen trato al cuero y otros excesos retóricos. En última instancia, la aspiración de dicha corriente estética es someter el fútbol al dictado de lo políticamente correcto, de suerte que sus actores sean, antes que buenos o malos futbolistas, ectoplasmas socialdemócratas.

La Biblia por la que se rige el guardiolismo, el libro de estilo de ese búnker de estetas, son las crónicas de Santiago Segurola, el Harold Bloom del fútbol español. Antes de que él inventara el género, la crónica futbolística española era un erial de tópicos con escaso valor nutritivo, donde los lances se iban adocenando en estricto orden cronológico. Segurola convirtió el fútbol en un relato a medio camino entre Hitchcock y Carpentier. Daba igual si los contendientes eran Madrid y Barça o Pinto y Valdemoro; el ingrediente principal siempre era el mismo: una lucha tan titánica como quimérica entre el bien y el mal, en que el bien aparecía representado por la filigrana, y el mal, por el pelotazo. De esa dialéctica nacerían las páginas más brillantes del periodismo deportivo español, pero también una suerte de mandato cívico que, en su barroquización, daría lugar a un desprecio manifiesto por todo lo que oliera a sudor y réflex.

Andando el tiempo, la ‘doctrina Segurola’ acabó dividiendo a los técnicos en trols y virtuosos. El bando trol lo integrarían tipos como Clemente, Capello, Bilardo y, en general, todo aquel que apelara al resultadismo y la testiculina. En el bando virtuoso formarían Cappa, Valdano, Cruyff y, en los últimos tiempos, Guardiola y Del Bosque. Ese cisma, que tan útil resultaba a efectos literarios, ahormó el criterio de al menos dos generaciones de periodistas.

Hoy, la influencia de Segurola no se ciñe únicamente a la manera como ha de contarse un partido (ahí están los Orfeo Suárez, Diego Torres o Ramon Besa), sino que también afecta al juego mismo, a la forma en que un conjunto se desenvuelve en la cancha. La gran aportación de Jorge Alberto Valdano a esa doctrina fue sugerir que la forma de conducirse en el fútbol es un reflejo de la forma de conducirse en la vida. Se entenderá que el portugués, tan desabrido en el fútbol como en la vida, fuera una víctima propiciatoria del segurolismo. ¿La décima? No, la marcha de Mou tiene más que ver con el rechazo cuasi orgánico del establishment periodístico por individuos de su clase.

Hay, por último, un aspecto insoslayable en la ojeriza de Segurola hacia el portugués, y es su amistad con Valdano, Guardiola y Bielsa. El caso de Bielsa es bastante ilustrativo de hasta qué punto esa trama de afectos ha hecho saltar por los aires cualquier asomo de objetividad. En tan solo un año, el entrenador del Athletic se ha encarado con el capataz de albañilería a cargo de las obras de Lezama, ha protagonizado altercados con la prensa bilbaína, ha desafiado a la junta directiva, ha retirado la palabra al presidente Urrutia y ha degradado a Llorente, al que, según José Ramón de la Morena, acusó de haber boicoteado su fichaje por el Barça. En lo deportivo, el hecho de que la temporada haya sido mediocre supone en verdad una excelente noticia, porque hubo momentos en que el Athletic llegó a flirtear con el descenso. Los paralelismos con Mourinho son tan obvios que resulta incluso obsceno ahondar en ello. Baste decir que Segurola (que, como es sabido, es hincha del Athletic) ya ha pedido públicamente la renovación del rosarino.

Mourinho se irá de España sin que sepamos a ciencia cierta quién es el hombre que se oculta tras el histrión. La prensa, en cambio, ha quedado perfectamente retratada.


Unfollow, 2 de junio de 2013