El estreno en el Festival de San Sebastián de No me llame Ternera, en que el gurú televisivo Jordi Évole entrevista a quien estuvo al frente de Eta desde 1987, el año en que la banda dio rienda suelta a su historial de masacres, ha puesto en el centro de la polémica a la dirección del certamen. ¿Merece la alfombra roja un terrorista al que se le imputan 11 asesinatos consumados y 88 en grado de tentativa? ¿Cabe exigir el veto a una película sin haberla visto, como han hecho los más de 500 firmantes del manifiesto contra su proyección en el certamen? La complicada tensión entre libertad de expresión / humillación de las víctimas vuelve a la palestra.
“San Sebastián es un espacio de libertad. Tengo amigos en todas las opciones democráticas de este país, desde la izquierda abertzale a la derecha, y lo que no se puede aceptar es el fascismo, y Vox es fascismo. Ha llegado el momento de decir las cosas claras y si no las decimos hoy, lo mismo nos arrepentimos mañana”. Con estas palabras, el director del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, José Luis Rebordinos, declaraba el pasado julio la alerta antifa a cuenta del veto por parte del Ayuntamiento de Valdemorillo (Vox-PP) de la representación del Orlando de Woolf.
En el cerco semántico “partidos democráticos”, Rebordinos admite a quienes jamás han condenado el terrorismo y excluye a la formación que con mayor énfasis se opone al blanqueamiento de los herederos de Eta. En ese cieno ha germinado la programación en el Kursaal de la entrevista de Jordi Évole a Josu Ternera, 100 minutos de “tensión y aridez”, tal como recoge la fraseología promocional del film, que abrirá el Zinemaldia-Made in Spain. La aquiescencia de Évole con los herederos de ETA, su propensión a enmarcar el “conflicto vasco” en una nebulosa de inquinas que se pierde en la noche de los tiempos; la posibilidad, en suma, de que No me llame Ternera dé pábulo a las razones de un serial killer, y que Évole las dignifique con su acostumbrado semblante circunspecto, de sujeto histórico sobre el que gravita una solemne responsabilidad, llevó a 500 ciudadanos a dirigir una carta a la dirección del Festival en la que denunciaban que “ese documental forma parte del proceso de blanqueado de ETA”, y que resultaba inadmisible su exhibición en el FICSS por cuanto éste “constituye una verdadera e influyente escuela de lo que tiene valor o no en la cinematografía actual, que es tanto como decir en la cultura más popular, promoviendo a personas, ideas y modos de ver y vivir.”
Entre los firmantes (“la gran mayoría vascos”, apostillaba la misiva), figuraban Rosa Díez, Fernando Savater, Fernando Aramburu, Ana Iríbar, Carlos García Adanero, Teo Uriarte, Maite Pagazaurtundua… No les disuadió no haber visto la película. Ni parece que reparasen en la eventualidad de que la presunta “humanización” de Ternera opere precisamente contra el prestigio intelectual que envuelve a esta clase de delincuentes; que el cara a cara, en definitiva, exponga al etarra ante el público con la misma inclemencia con que Julio Menem, involuntariamente, dio a conocer la arenga de Otegi contra las hamburguesas.
Los promotores del manifiesto tampoco sopesaron la impopularidad que acompaña toda pulsión cancelatoria. A menos que, como desliza el texto, No me llame Ternera sea equiparable a los ongis etarris al carnicerito de turno. De la película, insisto, no se conoce más que su aparato publicitario, que incluye una entrevista de Rebordinos a Évole y su coautor, Màrius Sánchez, agasajo inédito en un Festival que ha terminado por sucumbir a los usos de Netflix en aras del negocio.
En la proclama antiternera (o más bien antiévole) saltaba a la vista la ausencia del cineasta Iñaki Arteta, que en sus documentales ha levantado acta del naufragio moral que hizo posible la pervivencia de Eta. Olvidados, Trece entre mil, 1980, Contra la impunidad o Bajo el silencio, por citar algunos de los títulos más sobresalientes de su filmografía, rehúyen la tentación sociologista, la del “contencioso” susceptible de aproximaciones justificativas, para poner bajo el foco a las víctimas e iluminar con crudeza a los verdugos. En un sistema cultural homologable al de cualquier sociedad abierta, ninguno de sus 15 largometrajes habría desentonado en el certamen. Mas tratándose de un autor local que ha hurgado en el reverso del “Ven y cuéntalo” (y a fe que lo ha “contado”), no debiera extrañar que sólo dos de sus títulos se hayan proyectado bajo la égida de Rebordinos: 1980, camuflada junto a otras treinta películas en una subsección denominada “Terrorismo y violencia global” (2016), y Vivir en el silencio, un retrato ‘al natural’ del cocinero Bittor Arginzoniz (2019). ¿Censura? “Digamos que el Festival forma parte del paisaje, y que en ese sentido es igual de timorato que la sociedad vasca”.
En la negativa a Arteta a firmar la carta no pesó el corporativismo. “No me sumé”, arguye, “por aquello de que antes de opinar hay que ver la película, aunque conociendo a Évole, francamente, no creo nos sorprenda con un trabajo que vaya más allá del simulacro, ni que llegue a plantearle el tipo de preguntas que incomodarían no ya a Ternera, sino también a cualquier nacionalista vasco. Más bien sospecho que lo que le anima, aparte del dinero, no es hacer memoria, sino hacer borrón; fomentar un escenario en el que primen el reencuentro, el diálogo, la generosidad… Toda esa retórica del olvido, del pasar página, de no complicarse la vida… Y así, hasta que quizá llegue el día en que tengamos que decir que Eta fue verdad, que Eta existió.”
Más allá de su renuencia a la censura preventiva, Arteta esgrime un motivo por el que considera incluso conveniente que un documental como el de Évole vea la luz. “La oportunidad de apreciar la catadura de un tipo que está detrás de cientos de asesinatos y no se arrepiente de ello, la naturaleza nociva del ultranacionalismo etarra, de un proyecto político que pasaba por el tiro en la nuca al adversario … Yo creo que eso tiene un valor educativo”.
Jon Viar, cuyo Traidores tampoco gozó del abrigo del FICSS, participó en el grupo de debate sobre la conveniencia de publicar manifiesto. “Me opuse a esa carta porque la veo un error. En primer lugar por lo que tiene de censura; vamos, yo no censuraría ni a Millán Astray. Pero es que, además, reclamar que se retire el producto tiene el efecto perverso de ennoblecerlo. Todo eso del blanqueamiento del mundo etarra es una forma de prestigiar a Évole, de atribuirle un mérito que queda muy lejos de sus verdaderas aptitudes”.
No es del mismo parecer Rosa Díez, a quien no le cabe duda de que la exhibición del documental “se enmarca en una estrategia que no sólo incluye el blanqueamiento de Eta; también la amnistía de los golpistas catalanes y la más que previsible convocatoria de un referéndum por la independencia”. “Lo que reivindicamos con el comunicado”, recalca, “es algo tan palmario como que no hay versiones de los hechos, que durante los años en el frente armado de este terrorista fueron asesinadas 631 personas, y eso no admite otra lectura que la lectura penal. Esa barbarie no puede ser sometida a una mirada matizable, relativista.”
La nota con que la dirección del Festival trató de rebatir a los abajofirmantes no hizo más que reafirmar en sus posiciones a la ex líder de UPyD, pues no en vano contenía un apunte biográfico sobre Ternera que apuntalaba la tesis del enjuague: “No compartimos su opinión respecto a que se deba retirar de la programación […] No me llame Ternera por el hecho de que tenga como protagonista a Josu Urrutikoetxea y que éste haya tenido muy altas responsabilidades en la trayectoria de la banda terrorista ETA”.
“¡‘Muy altas responsabilidades!’”, se escandaliza, “como si hubiera sido un directivo de la Nestlé en lugar de haber estado 50 años ordenando asesinatos”.
Ordenándolos, como la matanza en la casa cuartel de Zaragoza por la que afronta una petición de 2.354 años de cárcel, y cometiéndolos.
En el arranque del film, según avanzó El Correo, Ternera reconoce su participación en el atentado que costó la vida en 1976 al entonces alcalde de Galdácano (Vizcaya), Víctor Legorburu, un crimen por el que fueron procesados tres miembros de Eta, pero no Ternera. La Ley de Amnistía, aprobada un año después, dejó la causa sin efecto.
Al hilo de la “lectura penal” a la que aludía Díez, el presidente de Dignidad y Justicia, Daniel Portero, solicitó a la Fiscalía de la Audiencia Nacional que visualizara el documental para “verificar” si pudiera incurrir en un delito de enaltecimiento del terrorismo. El ministerio público dictó el archivo automático de las diligencias invocando, entre otros fundamentos del Derecho, que la Constitución ampara la libertad de expresión y prohíbe las investigaciones prospectivas. Al punto, Portero definió el carpetazo como “una flagrante ausencia de sensibilidad para con las víctimas”. “La fiscal que redactó el escrito no sometió el asunto a una evaluación mínimamente rigurosa”. Y añadió: “Se trata, por cierto, de la misma fiscal que no apreció delito en la inclusión en las listas de Bildu de 44 candidatos condenados por terrorismo, siete de ellos por asesinato, cuando al menos una de ellos, Sara Majarenas, no había cumplido la pena la pena de 10 años de inhabilitación que le había sido impuesta, lo que era causa de inelegibilidad. Y tuvimos que ser nosotros, desde Dignidad y Justicia, quienes sacaramos a flote esa información. Que no me hablen de libertad de expresión porque ya sabemos cómo funciona aquí todo. ¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso”.
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Producciones del Barrio, la productora de Jordi Évole y Ramón Lara responsable de No me llame Ternera, está detrás de documentales como La maldición del Windsor, Matchday: Inside FC Barcelona, Amén. Francisco responde… Tras emanciparse de El Terrat en 2015, y con Salvados como buque insignia de la factoría, Évole ha basado la identidad audiovisual de sus formatos en lo que él mismo denomina “estética cinematográfica”.
La Lectura, 22 de septiembre de 2023
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