Durante la segunda década del siglo, cuando la crisis desatada en 2008 dejó a tantísimos españoles a la intemperie, frente al centro de atención primaria de mi barrio solían apostarse militantes de la CUP para anunciar el fin del mundo. Megáfono en mano, alertaban a los usuarios de la existencia de un plan para desmantelar la sanidad pública, una suerte de conjura bilderberg cuya expresión más ostensible eran los sucesivos tijeretazos que había ido ejecutando Boi Ruiz, a la sazón consejero de Sanidad. Que el propósito de Ruiz fuera redimensionar el gasto para evitar que la cobertura universal y la cartera de prestaciones no se fueran al guano no disuadió a la demagogia rampante, máxime en una época en la que el ‘todogratismo’ se hizo ley y cualquier cesión en ese sentido desembocaba en un psicodrama colectivo. Que nos pudiéramos ‘bajar’ películas y tuviéramos que pagar por las medicinas era, en el libreto de la izquierda radical y no pocos liberales, una afrenta.
En Madrid, el papel de Ruiz lo desempeñaría, con idéntico éxito de crítica y público, Javier Fernández-Lasquetty, si bien el recorte catalán, de cerca de 1.400 millones de euros en 5 años, no resistió comparación con el mesetario, cifrado en unos pocos cientos de millones y que acabaría por revertirse en 2016. También en esa lid Cataluña anduvo, comme d'habitude, a la vanguardia de España.
Sea como fuere, el populismo olió sangre, y la posibilidad de vincular las estrecheces presupuestarias con la maléfica voluntad de la casta, que ambicionaba perpetuarse en los reservados para seguir atiborrándose de “carpachos de gambas” mediante el saqueo de ‘lo público’, se tradujo en acciones como la presencia cotidiana de los cupaires a las puertas del ‘seguro’.
“Ante la amenaza neoliberal”, me encasquetó la diputada Eulàlia Reguant una mañana en que fui a por recetas, “la reivindicación de la salud es revolucionaria”. La diputada, sí; los cuadros que habían comenzado a repartir pasquines en 2010 se habían convertido en 2012 en diputados autonómicos (tres años antes, dicho sea de paso, de que Podemos se plantara en la Asamblea de Madrid). Su discurso, ramplonamente eficaz, venía a decir que ante la inminente división de la población entre lozanos y moribundos, producto de la pertenencia a una u otra escala económica, sólo ellos propugnaban la supervivencia de la famélica legión.
Antes que como un partido independentista, comparecían en los CAP, los hospitales, las escuelas y los centros cívicos como miembros de una plataforma de auxilio social, presta a proveer al pueblo de todos y cada uno de los servicios que se hallaban implantados en España desde hacía décadas, y poniendo el acento en la perentoria necesidad de propagar el uso de la copa menstrual. Se trababa de inocular en el electorado la percepción de que eran ellos, con sus tenderetes a las puertas de cualquier dependencia sanitaria, educativa, etc. quienes preservaban el derecho a la vida.
La táctica caló, al punto de que la ultraizquierda madrileña ha tratado, en vano, de condicionar el bienestar de los ciudadanos a la defensa de lo que dan en llamar ‘joya de la corona’, y que pasa igualmente por la cartelería, las ocupaciones y las coacciones.
Pensaba en ello estos días a propósito del arraigo de Hamás entre los palestinos; en el hecho de que la milicia terrorista cuente sus seguidores por decenas de millares, vasallos a quienes también han hecho creer que el trabajo abnegado de sus élites en pro del ‘bien común’, de la ‘vida bonita’, les ha permitido vivir en el mejor de los vertederos posibles, esto es, un vertedero subvencionado. Y ello, con la sola condición de odiar al vecino y resignarse a ser los campeones del victimismo.
Más Madrid, MeMe.
The Objective, 22 de octubre de 2023
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