jueves, 25 de enero de 2018

A bordo con Torrent

Desde que Roger Torrent anunció que viajaría el 24 a Bruselas para entrevistarse con Puigdemont, barrunté que coincidiríamos en el mismo avión, pues no abundan los vuelos entre Barcelona y la capital belga. Y así, en efecto, a eso de las 6.40, cuando ya estaba acomodado en mi 23E, el flamante presidente del Parlament apareció en el pasillo luciendo su equívoca estampa: mitad Guardiola mitad bedel, y levantando murmullos a su paso. Si el poder, para que siga ejerciendo un cierto influjo entre los súbditos, ha de conservar un halo de misterio, no hay nada como ver a la segunda autoridad autonómica tratando de enroscarse en el asiento de un Vueling (el 29F) para que el velo caiga con estrépito.

Por fortuna, la fenomenal contorsión a que se vio obligado el cámara de televisión que lo iba siguiendo para captar la escena (y el expertólogo que, tres filas más adelante, conjeturó: “¡Claro, si es que no tiene tiro!”), desvió por un instante la atención del pasaje. Poco antes, en la cola del finger, dos periodistas catalanes de un medio nacional convenían en lo bien que estaríamos ahora si Puigdemont hubiera convocado elecciones cuando tuvo la ocasión de hacerlo. “Ya, claro”, afirmó un tercero al que no había fichado, “a toro pasado es fácil, pero en ese momento, con las presiones que estaba recibiendo, cómo no iba Puigdemont a tirar pel dret [expresión que nada tiene que ver con ceñirse al derecho, sino con saltárselo].

“Pero si le estaba dimitiendo todo el mundo, joder”, proseguía el politólogo, decidido a abrochar la faena con el pase del desdén: “A mí el día de la independencia, el del gatillazo del Arco del Triunfo, me dijo uno: ‘¿Independencia? ¿Tú qué banderas ves en la Generalitat? ¿Acaso no está la española? Pues ahí tienes resumida toda la independencia que tenemos”. Tentado estuve de preguntar al tercer hombre quién era el Séneca, pero me contuve, no fuera a ser que la curiosidad me estropeara el folio.

Sobrevolando Francia, oí cómo uno de los dos argentinos que se sentaban en la fila de delante cruzaba una apuesta con su compatriota: “Una cena a que el famoso de atrás es el presidente de Cataluña al que todos andaban buscando”. “Es el presidente”, tercié, “pero no el que decís vosotros sino el del Parlamento; el que viaja en el avión, de hecho, va a Bélgica a verse con el otro, con el que buscan, aunque en verdad no lo buscan, sino que lo vigilan”. En eso, el camarógrafo tomó de nuevo la cámara e hizo ademán de grabar otra toma, mas al segundo lo dejó correr. No había pasado un minuto cuando uno de los dos porteños dejó en el aire una leyenda con vocación de tango: “Me temo, Leandro, que estamos de figurantes de una película que de todos modos no veremos, pero parece muy mala”.

(En Bruselas, la temperatura es de 10 grados, hace algo de viento, el cielo está encapotado y llueve a ratos.)


Voz Pópuli, 25 de enero de 2018

viernes, 19 de enero de 2018

Puigdemont reloaded

Lo publicaba ayer El Confidencial, y por mucho que el procés nos haya acostumbrado al esperpento, la noticia merece un ¡paren máquinas!: “(Según fuentes conocedoras de los movimientos de Puigdemont, éste se plantea) acceder camuflado al Parlament el día de la investidura”. Sería, prosigue el diario, una de sus “únicas opciones de repetir al frente del Ejecutivo y evitar el desgaste de un destierro casi perpetuo en Bélgica”.

Dado que el presidenciable ya lleva la peluca de serie, cabría esperar de él un redoble de audacia. Que se disfrazara, por ejemplo, de Inés Arrimadas, aun a riesgo de que en la confusión tuviera que corresponder a un achuchón de Xavier Cima, al que apenas sorprendería el súbito acento tractoriano de su esposa, al cabo un caso milagroso de integración.

Sí, la peculiarísima voz de Puigdemont, ese orfeón de gallos, haría sospechar al más crédulo, pero si Jack Lemmon y Tony Curtis lograron dar el pego, cómo iba a ser menos nuestro Fantomas de Amer. Y si no de Arrimadas, de Mayka Navarro, mímesis que acaso comportara que, sin comerlo ni beberlo, el Puchi fuera reclamado para intervenir donde Ana Rosa.

Bien pensado, no habría nada más infalible que la treta Espartaco, a saber: que todos los diputados soberanistas se hicieran pasar por Puigdemont, lo que permitiría al genuino camuflarse entre ellos, o sea entre sí mismo, obrando así el prodigio de quebrar, al tiempo que la ley, la gramática. Y desvelando, de paso, el único sentido posible de eso que llaman ‘una sola Catalunya’.



The Objective, 19 de enero de 2018

jueves, 18 de enero de 2018

Maragall, el primer tabarnés


Hubo una Tabarnia antes de Tabarnia, una Tabarnia anteprocesiana igualmente alérgica o indiferente al nacionalismo, y cuyo único rasgo diferencial respecto a la actual Tabarnia es que fue real. Me refiero, claro está, a la Corporación Metropolitana de Barcelona, CMB, una entidad supramunicipal que, constituida en 1974, alcanzó con Pasqual Maragall tal estatus como actor político que Pujol llegó a obsesionarse con su desbaratamiento. No en vano, y al igual que Tabarnia, la Corpo, como se conocía popularmente al organismo de Maragall, también tuvo su propia bandera, consistente en un escudo de Barcelona sobre fondo azul y, si mal no recuerdo, unas ondas horizontales en blanco.

Entre las leyendas que circulan acerca de la enfermiza animadversión que aquella némesis le provocaba al Honorable, se cuenta la que le atribuye un horrísono “Prou!” (¡Basta!) al recibir la noticia de que a la bandera se había añadido un himno. Dada la inclinación de los barceloneses a parlotear en ese peculiarísimo catalán llamado español, la CMB acreditaba al menos tantos elementos para constituirse en nación como Cataluña.

En 1987, con el tema copando portadas y abriendo telediarios (como ayer, ay, lo abrió Tabarnia), Pujol habló como solía en sus años de gloria, entreverando sus sentencias de circunloquios avinagrados, arrogantes, oraculares. “Las ciudades hanseáticas son ciudades poderosas sin rerepaís. No son un país. Y un país es mucho más que una ciudad, por grande, poderosa y entrañable que la ciudad sea”.

Ciertamente, el signo de los tiempos no estaba del lado de Maragall. Un año antes, la primera ministra británica Margaret Thatcher había abolido el Greater London Council (GLC) y devuelto el poder a los gobiernos locales para “disminuir la burocracia”, y a ello se aferró Convergència para revestir su cruzada contra Barcelona de “modernidad europea”.

El cuerpo a cuerpo entre socialistas y convergentes tuvo su instante de mayor encarnizamiento en la contienda electoral entre Maragall y Cullell, que convirtió la campaña en un campo minado, con el candidato de CiU dando pábulo al rumor de que Maragall era alcohólico (que se propagó, por cierto, desde las filas socialistas) y profiriendo que en Barelona había barrios hambrientos. Aquí hi ha gana (aquí hay hambre) se llamó la campaña. Maragall se impondría a Cullell, y Pujol acabaría pasando el rodillo en el Parlamento para desmantelar la Corpo.

El hecho de que tan sólo tres socialistas (entre ellos el propio Maragall) abogaran por recurrir la votación, que consagraba una Cataluña dividida en consejos comarcales, esto es, en microtractorías, desarboló al alcalde, que a partir de ese instante dejó de concebir el PSC como su partido para empezar a verlo como una formación timorata, confortablemente aquerenciada en la oposición y, en cierto  modo, inservible para conquistar el poder.

Fue aquel Maragall, en cierto modo, un tabarnés avant la lettre.


Voz Pópuli, 18 de enero de 2018

lunes, 15 de enero de 2018

Tumbadera

Curvas rapidísimas, planos inclinados y una de las rectas más largas del Mundial de Motociclismo, con 1.148 metros de longitud. Hablamos del mítico circuito de Mugello, en Italia, el preferido de la mayoría de los pilotos por la exigencia de su dibujo. Piedra de toque por antonomasia, el palio donde cabalgan las Ducati, las Aprilia o las Yamaha saca a relucir los defectos de los competidores como ningún otro trazado del campeonato. También las virtudes. En mayo de 2013, en la 15ª y última curva de Mugello, de nombre Bucine, un interminable y vertiginoso semicírculo que se toma a la izquierda, el entonces novato Marc Márquez logró tumbar su RC213V a 63º (donde los cero grados corresponden al eje vertical, de modo que la cuña de aire que separaba la máquina del suelo era de unos 29º, poco más de un palmo). Márquez igualaba así la plusmarca de Jorge Lorenzo, que hasta ese momento parecía tan estratosférica como lo fueron en su día los 8,90 de Bob Beamon en salto de longitud. Esta vez, no obstante, el récord no tardó en caer. Minutos después, en la misma Bucine, Dani Pedrosa alcanzó los 64º. Más allá no había otras leyes que las de la física y el preludio de que fueran aplastantes con rigurosa literalidad. No había pasado un año cuando Márquez, ya con la vitola de campeón más joven de la categoría reina, durante los entrenamientos privados de Brno, puso su Honda a 68º en la curva duodécima. De ello dio fe una foto para la historia del reportero Tino Martino, de la agencia Milagro, en la que el piloto de Cervera parece fundirse con el asfalto, el pie izquierdo a una altura inverosímil. Concluida la sesión, el propio Márquez confesaba en Twitter su perplejidad: "68 grados. ¿Cómo? ¡No lo sé! / 68 degrees. How? I don't know!".

Aunque esa medición se efectuó de manera manual (se trataba de una estimación a partir de la ráfaga de instantáneas de Martino -el vídeo que circula en Youtube es una animación a partir de esas fotografías), la empresa Dorna, organizadora del Mundial de Motociclismo y propietaria de los derechos de televisión, venía proporcionando desde 2013 los datos reales gracias a un alarde de simulación telemétrica. El motociclismo, campo de pruebas por excelencia de las retransmisiones deportivas, se convertía nuevamente en una experiencia televisiva de alto voltaje, susceptible de atrapar a un público indiferente a la velocidad. De algún modo, la maraña de gráficos que en los virajes se superponían a la imagen eran la guinda de un espectáculo que tenía algo que ver con eso que el cantante Antonio Vega dejó esculpido en Una décima de segundo: "La física es un placer".

No en vano, la razón de que un piloto que plega a 60º no acabe besando la tierra es un galimatías científico en que intervienen factores como la fuerza centrípeta, la fuerza centrífuga, la superficie de rozamiento o el centro de gravedad del conjunto vehículo/piloto. Básicamente, al tomar una curva el piloto debe generar la suficiente fuerza centrípeta para evitar que la fuerza centrífuga (es decir, la inercia) le escupa hacia fuera. Y la única forma de hacerlo es tumbar el vehículo, de modo que cuanto más cerrada es la curva y mayor es la velocidad, mayor ha de ser la fuerza que ejerce el piloto. Con un inconveniente: al tumbar, la inclinación provoca que se reduzca la superficie de contacto del neumático con el suelo, con lo que disminuyen el rozamiento y, por consiguiente, la adherencia. Así, para que la ecuación siga siendo válida, al piloto no le queda otra que descolgarse (como suele hacer Pedrosa) o sacar el culo (recurso en el que Márquez y Lorenzo son consumados expertos) para, de ese modo, desplazar el centro de gravedad, lo que propicia que las ruedas no se inclinen tanto como para perder el agarre. La asombrosa elasticidad de los neumáticos que se emplean hoy en día también contribuye al milagro.

Obviamente, sólo hay una máquina que pueda desafiar las leyes de la cinética: la moto GP, cuyos dos puntos de contacto con el suelo en el ojo de la curva no superan la amplitud de un DNI, según mostraba una recreación realizada por Dorna en 2013. Una scooter, por ejemplo, no rebasa los 40º, y una moto 'de calle' se queda en 50º. Sólo las superbikes se acercan a las GP, con 61º.

Con todo, el dato más elocuente respecto a lo que supone tumbar una de estas máquinas a 68º, como hizo Márquez en Brno, es que para cualquier ser humano, la percepción de estabilidad no sobrepasa el umbral de los 20º. Por encima de esa barrera no hay sensación de verticalidad. O lo que es lo mismo: tenemos la impresión de que vamos a darnos de bruces. El mundo del que les hablo está a casi 50º de esa señal de alarma.


 Club Pont Grup Magazine, 15 de enero de 2018

martes, 9 de enero de 2018

Treviñeses todos

Un vergonzante reflejo del delirio independentista, una fábula en torno a los límites de la ficción e incluso un constructo colectivo que acaso mereciera una redacción escolar. Franqueado ese umbral, el mito de Tabarnia no es sino la constatación de que entre el españolismo hay más, muchos más frikis de lo que creíamos y al menos tantas criaturas como entre el catalanismo. La invención de países zombi alcanzó uno de sus hitos con Camba, cuando éste aventuró con humildad de riquiño que le bastaban quince años y un millón de pesetas para hacer de Getafe una nación. Qué no podrá un ejército de tuiteros tocados por el mismo frenesí con que Dios bendice a los entusiastas del juego de rol: en quince días, en efecto, han tramado una constitución, tejido una bandera y rotulado una linde.

Confieso que hasta hoy no creía seriamente en la tesis del profesor Adolf Tobeña, que explica el soberanismo como un narcisismo grupal cuyo propósito es desbordar al enemigo a base de ensimismamiento. Mas desde que arrecia el tabarnismo, cómo no tener en cuenta su pasión secesionista; cómo, si el fenómeno no consiste más que en congratularse del ingenio que, al parecer, hermana a los tabarneses de ayer, hoy y siempre. Así, mientras que el orbe soberanista está enamorado de su infinita bondad, el tabarnés (una expresión, por lo demás, que también nubla a España) lo está de su inconmensurable agudeza. El extravío, me temo, es de raíz idéntica, y se fundamenta, aunque en distintas proporciones, en la pamema, el cinismo y la ligereza. Con todo, el verdadero denominador común es la catalanidad, condición de la que ya puede esperar uno cualquier derrape.

Mientras escribo deben de haberse fundado, si no lo estaban ya, el Instituto de las Letras Tabarnesas, la Radio Televisión Nacional de Tabarnia, el Instituto de Historia de Tabarnia (Colón, ajá, era tabarnés), Òmnium de Tabarnia, la Asamblea Nacional de Tabarnia y quién sabe si un Partido Tabarnés. Y no ha de tardar en aparecer el emprendedor que, remedando al tendero de Vilaweb, empiece a comercializar souvenirs de Tabarnia, elevando la broma a modus vivendi y abrochando así el calco del nacionalismo catalán. Todo, en espera de que en algún lugar de Tabarnia, una aldea insurrecta se proclame agudamente catalana.


Libertad Digital, 9 de enero de 2018

jueves, 4 de enero de 2018

Coartada


El nombre del insigne escritor solía aflorar en los discursos de los políticos de su presunto bando, como paradigma de la Cataluña que abrazaba el mestizaje. Con todo, la posibilidad de que le vincularan al llamado españolismo le llevaba a afirmarse en un lugar inconcluso entre el mundo y el mundillo o, si se quiere, entre la sombra y la caverna. “Y usted, don Evaristo, ¿por qué no suscribe ese manifiesto en favor de la lengua común?”. “Porque el hecho de que haya rehuido un nacionalismo no significa que deba abrazar el nacionalismo contrario, que es, sin duda, igual de intransigente o incluso más que el que denuncia ese texto”. Y así, situando en prodigiosa igualdad a belicosos y perplejos, fue sobrenadando años y tertulias, y a esa misma ficción se mantuvo aferrado hasta que, llegado el tiempo del encono, le acuciaron los murmullos, cada día más estrepitosos, acerca de su indefinición.

Sea como fuera, en los días en que secesionismo arrinconó al Estado con un simulacro de referéndum cuyo solo propósito (reconocido luego por los promotores) fue presentar a España como un Estado autocrático, el escritor fue de nuevo requerido por la prensa, ávida de prosa oracular. Como en él era costumbre, tomó la percha y se lanzó a caminar sobre la cuerda, ahora un dime, ahora un direte, un ojo puesto en el infinito y el otro en la red que había de envolverle si sufría un traspié. Su equilibrismo, no obstante, resultó incomprensible de puro virtuoso, y al punto arreció el desasosiego de quienes seguían confiando en su fino discernir.

No le quedaba otra salida que pronunciarse abiertamente y, en consecuencia, de forma inexorable, dejar de ser el literato transversal, el mandarín que tan grato, afable y encantador resultaba a sus lectores e incluso a quienes jamás le habían leído.

Entonces se le apareció la solución. Escribiría un libro. Un libro en apariencia implacable, en apariencia pedagógico y en apariencia lúcido. Y que, conforme a la apariencia, no dijera nada. Absolutamente nada. Y así, al fin, se le entendiera todo.


The Objective, 4 de enero de 2018