De la fascinación que ejerce la capital en los nacionalistas con escaño sigue habiendo evidencias, más allá del Palace de Duran. Vean, si no, el porte con que los diputados electos de Junts acudieron a recoger su acreditación: alineados cual siete magníficos bajo el sol cenital de España y con el semblante arrebatado de quienes se saben hooligans en territorio hostil. ¡Sí, sí, sí, estamos en Madrid! Virtuosos de las performances norcoreanas, a las que han consagrado sus afanes desde que, en la Diada de 2012, Cataluña se arrogara el título de “Nuevo Estado de Europa” (fantasía que en la cabeza del diputado de JxCat en el Parlament, Antoni Castellà, persiste incólume, pues no en vano acaba de exigir “el Brexit català”), cómo no iban a esmerarse en su particular pre-cibeles veraniego.
Una pasarela, en efecto. Los desfiles que viene rindiendo la Carrera de San Jerónimo nada tienen que ver con las entrevistas a quemarropa de Pablo Carbonell para Caiga Quien Caiga, aquella turbulencia perfectamente aliñada que abonó la ficción del político cercano, tanto más perversa por cuanto el de derechas solía ser idiota y el de izquierdas, el culmen de la campechanía. Desde que la amplitud de plano y la profundidad de campo propiciaron, en marzo de 2016, aquel simulacro de entendimiento entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, se han sucedido los realities a las puertas de las Cortes, casi siempre protagonizados, en congruencia con su estatus de excéntricos, por quienes pretendían rodearlas.
Ignoro si llegó a traslucir quién organizó la ‘Quedada de Cedaceros’, que diría ese columnismo inflamable, tipo ‘Pacto del Varela’, si Sánchez o Iglesias, pero cuenta Rosa Díez en su impetuoso Caudillo Sánchez, que después de que Sánchez sucediera a Rubalcaba y pasara a ejercer de jefe de la Oposición en la Cámara Baja, le propuso un encuentro protocolario, a modo de presentación de credenciales del nuevo cargo. Díez le preguntó entonces si ocupaba el despacho de Alfredo, con la familiaridad de trato que seguía reservando a quien fue su compañero, y Sánchez le respondió: “No, yo había pensado en algo menos rígido, más fresco [cito de memoria]; qué te parece si nos vemos en la calle, nos acercamos a algún bar, tomamos algo”. Una pauta que, en cualquier caso, no fue idea de Iván Redondo, como tampoco fueron idea de Iván Redondo muchas de las genialidades tácticas que Sánchez le permitió atribuirse, al punto que la mayor de todas, aguantar el tipo el 23J, sólo tiene un padre, dejando al margen al pueblo. Parafraseando al Baroja de El Árbol de la Ciencia, ‘hay en él algo de precursor’.
He dejado a Míriam Nogueras y el escuadrón que la escolta desfilando por esa misma alfombra que hace siete años estrenaron Sánchez e Iglesias. La sonrisa prieta, inmune a las brasas de la virgen de agosto y el gozo endorfínico que procura, en su caso, la certidumbre de que allí donde hay un serbio está Serbia. El Estado que se han propuesto destruir les ha facilitado un iPhone, un Ipad y un ejemplar de la Constitución, y no hay que ser un practicante de la non fiction novel para imaginárselos, en un ‘bar-próximo-al-Congreso’, especulando a risotadas con la posibilidad de utilizar el librillo para prender la llar de foc de la casa de la Cerdanya. Obviamente, en un catalán ‘ostentóreo’, de ese sorda y sonora, como gusta todo aquel tardà que, llegado a la Ciudad desde provincias, se refocila en la presunción de que un madrileño de La Habana se admire de su tri(b)ialidad. Un kit Apple y la ley, cuando lo único que merece este grupo de animación, por gentileza irónica de la Democracia, es una bufanda, una bengala y una orden que les prohíba acceder a recintos deportivos.
The Objective, 13 de agosto de 2023
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