martes, 31 de octubre de 2017

Grotesco

Por las trazas de la escenografía, el compareciente bien podía ser un entrenador destituido, el secretario de un certamen amañado o un ignoto aspirante a Premio Nobel de la Paz. Sin estrado ni atril que solemnizaran el acto, con su guardia pretoriana arropándole a lo largo de una mesa de reminiscencias bíblicas, insuficiente, en todo caso, para contener la pira de micrófonos que habían de registrar sus palabras (y entre los que destacaban, por cierto, los de la prensa internacional: Euskal Irratia, Euskal Telebista, Catalunya Ràdio, TV3, RAC1…), Carles Puigdemont i Casamajó tomó la palabra. Se sabía que había recurrido a un abogado especialista en extradición y asilo político de etarras, por lo que parecía probable que cursara una petición en ese sentido. Probable y verosímil. "No, no voy a pedir asilo", declamó, lo que, en castellano recto vendría a ser "Lo he intentado, sí, pero me lo han desaconsejado porque me expongo a uno de esos ridículos de donde ya no regresa uno". De su verdadero propósito, no obstante, da fe la web que él mismo y su informático de cabecera (¿Tremosa, quizá?) acababan de publicar, y cuya dirección, http://president.exili.eu/, da poco margen a la interpretación. También su melancólico paseo por Gerona y el mensaje que dejó grabado en televisión (y que tal vez convendría escuchar al revés por si viniera encriptado un "Me piro a Bélgica" o, dado Puigdemont, el "Passi-ho bé i moltes gràcies" de La Trinca) prefiguraban, en cierto modo, la escapada. Una falacia retrospectiva, lo admito, pero no creo que esta tropa merezca un ápice de seriedad, por lo que clamar que, no contentos con trivializar sintagmas como pueblo oprimido o lengua perseguida, hagan lo propio con exiliado o expatriado, que tan reales fueron durante ese franquismo al que, ay, tanto gustan de jugar nuestros nacionales, se me antoja un ritual de ennoblecimiento para el que no han contraído mérito alguno.


Libertad Digital, 31 de octubre de 2017

lunes, 30 de octubre de 2017

Las calles nunca serán de nadie


Al salir de mi casa, en el barrio de San Antonio, me cruzo con dos vecinos que llevan la elástica de la Roja. En el metro, tres señoras a cuál más bulllanguera, con la capa reglamentaria de España (a diferencia de la independentista, no permite a su portador alzar el vuelo) tratan de organizar una cita “por Paseo de Gracia” que presumo imposible. Los vagones rezuman españolidad, esa rara aleación de camaradería, jovialidad y, por qué no decirlo, mala leche.

La manifestación del 26 de agosto, tras el atentado yihadista en Las Ramblas, rompió todos los diques del decoro, que ya entonces tenían algo de precario. Ese día, miles de independentistas convirtieron el Paseo de Gracia en un avispero que, a rebufo de las consignas de los dirigentes de la ANC (a quienes Colau, en su enésimo alarde de irresponsabilidad, había cedido el mando), ora se lanzaba contra el Rey, ora contra los políticos del PP y Ciudadanos. Las sonrisas, si alguna vez las hubo, se habían trocado en un rechinar de dientes postizos, pues fueron las ancianas, esas mismas que Fernando Aramburu presenta en Patria como una suerte de vanguardia de la cizaña, quienes más se significaron en la silbatina, la trifulca, el escarnio. Fue, insisto, una de las más despreciables demostraciones de fuerza de que se ha tenido constancia en Cataluña, una comunidad que en los últimos años ha hecho de los ataques a la convivencia una extraña forma de vida. En cierto modo, el discurso con que el Rey galvanizó el despertar de España empezó a gestarse en  aquella barraca de feria en que las víctimas del terrorismo habían sido relegadas en favor de un punching ball muy parecido al que estila la corte de tarados que el día 11 de septiembre se reúne frente a la estatua de Rafael Casanova. En el centro, las autoridades españolas (o de obediencia española); a los lados, un cogollo de desocupados que, encaramados a las vallas, se dan a brear al forastero, al traidor, al botifler, y que lo mismo podían estar allí que lanzando tomates en un juzgado a presuntos corruptos (siempre, claro está, que sean corruptos españoles).

Mas hoy, miles y miles de catalanes se han vuelto a rasgar la garganta por la modernidad, el progreso y esa palabra que tanto molesta, ay, a los nacionalistas: el cosmopolitismo. Una de las discusiones que ha prendido entre los manifestantes fue si éramos más que el 8 de octubre. No lo tengo por seguro, pero el Paseo de Gracia es bastante más ancho que la Vía Laietana y hubo momentos en que no se podía discurrir por él, pues la densidad en algunos tramos se cifraba en los canónicos 1:1 (un individuo, un metro cuadrado) de las grandes concentraciones del Guiness.

Desde donde me encontraba, en Paseo de Gracia – Diputación, no se oían los discursos de Freixas, Borrell y quien quiera que haya tomado la palabra. Entre mi séquito ha circulado la consigna de que cuando hablara Borrell, todos prorrumpiéramos en un ‘Puigdemont a prisión’. Vergel de cachondos, había incluso quien aventuraba que, el año que viene (¡el año que viene!) uno de los oradores sería Ferran Mascarell, cuyo caso de camaleonismo habrá de estudiarse en las universidades.

Me iba fijando en las caras de los manifestantes y no reconocía ninguna, tanto tiempo hemos callado. A Arcadi le paraban cada medio metro para reclamarle un selfie, no sin antes darle las gracias por lo que hace, está haciendo por España y los españoles. Hasta que una señora se le ha acercado y, aliviándose el refajo, le ha dicho: “Espada, yo es que le veo en Ana Rosa y me corro viva”. Y así de viva estaba ayer España en la mañana barcelonesa.


El Mundo, 30 de octubre de 2017

jueves, 26 de octubre de 2017

Pisito franco

La cinematografía sobre ETA, excepción hecha de la imponente obra de Iñaki Arteta, es la historia de un fracaso. En el apartado de ficción, apenas merecen tenerse en consideración El pico y La muerte de Mikel. El resto han sido aproximaciones propagandísticas de valor catártico (Operación Ogro, La fuga de Segovia, El proceso de Burgos); rarezas del calibre de Comando Txikia, un infame docudrama a mayor gloria del almirante Carrero (puro cine de barrio de los años setenta); y soliloquios funestos  acerca de las contradicciones que atormentan a los terroristas, categoría en la que se engloban Yoyes o Sombras en una batalla. Se trata, en suma, de películas cuyo denominador común no sólo se cifra en su mediocridad, sino también en su mezquindad, pues ninguna de ellas exhibe el punto de vista de las víctimas salvo que éstas sean etarras. En la vertiente documental, y dejando de lado, insisto, el cine de Arteta, las noticias no han sido mucho mejores, y ahí están, para acreditarlo, La pelota vasca, simulacro de conversación en la que una de las partes no comparece, y El fin de ETA, de la que ya hablé en estas mismas páginas, y en la que Otegi y Egiguren aparecen retratados como dos idealistas de pelo en pecho que, contrariando a los extremistas de uno y otro lado, tratan de sellar la paz, y que tiene su correlato ficcional en El negociador, fallido intento de fijar, en clave de humor y apelando a algún que otro efluvio enternecedor, del tipo ‘vayámonos de potes, Josu Ternera’, el relato de una negociación que nunca fue tal.

Hechas las cuentas, no faltaban antecedentes para que me acercara a Fe de etarras con traje de artificiero, temiendo la inexorable, inminente broma que  había de arruinar el film, máxime teniendo en cuenta que el director, Borja Cobeaga, lo fue también de El negociador, amén de guionista de la sandia Ocho apellidos vascos. No obstante, y a medida que la historia se iba devanando, fui aflojándome la coraza y relajando el ceño. Hasta que a raíz de una ocurrencia del personaje de Julián López a propósito de ETA y el Athletic, me sonreí. Duró apenas una centésima y antes que una sonrisa-sonrisa, ya digo, fue más bien un ademán frustrado, una tentativa arrogante, como la de un Anton Ego del arte y ensayo que concediera el visto bueno a una escena, hum, graciosa. Pero lo cierto es que me había sonreído y, lo que aún es peor, ya no dejé de hacerlo. Tanto es así que a mitad de película me asaltó un remordimiento parecido al de Kevin Kline en In & Out. Como recordarán, Kline interpretaba a un profesor de instituto que, en el cénit de su tormento, trata de convencerse de su heterosexualidad con una casete de autoyuda que incluye como prueba definitiva de la condición de machirulo la resistencia a bailar el ‘I will survive’. ¿Entonces, soy maricón?, se preguntaba Kline tras haberse librado al contoneo. ¿Soy acaso un frívolo, un tibio… un mal español?, me preguntaba yo cada vez que López, etarra de Albacete, abría la boca, o cada vez que el comando se sentaba a ver (¡y a comentar!) los partidos de España (la película transcurre durante el Mundial 2010).

Mas no hay cuidado. Fe de etarras no es una salva de chistes en beneficio de la innoble equidistancia, sino un demoledor alegato contra el terrorismo (al modo en que El verdugo, toute proportion, lo fue contra la pena de muerte), una mordaz impugnación del nacionalismo (disculpen el ataque de crítico) y una burla audaz, por inhabitual, del narcisismo de la diferencia.

El único fallo, y no es un fallo menor, afecta a los títulos de crédito. Al término de Fe de etarras, en efecto, debiera haber un texto que informara al espectador de que los etarras que han inspirado la película con la que tanto nos hemos reído, asesinaron a 829 personas. Y propiciar, así, que la sonrisa, siquiera por un instante, sea sonrisa helada.


 The Objective, 26 de octubre de 2017

martes, 24 de octubre de 2017

Mambo nº 155

Destituir a la cúpula de los Mossos y sojuzgar a quienes se resistan a la autoridad designada por el Gobierno. Desmantelar el Departamento de Relaciones Exteriores, reasignando las funciones del mismo que se consideren de interés general a Presidencia. Cerrar las llamadas Delegaciones del Gobierno y todas aquellas oficinas emplazadas en el extranjero que no hayan tenido más finalidad que orquestar el simulacro de una red diplomática paraestatal, autorizando únicamente la Delegación de la Generalitat en Madrid (que en el actual organigrama institucional, por cierto, figura en plano de igualdad con el resto de delegaciones de "fuera de Catalunya", eufemismo de baratillo de "el extranjero"). Suprimir de la web de la Generalitat la pestaña Transición nacional (la aplicación del 155 –también– será semántica o no será). Derogar las subvenciones a entidades cuyas actividades primordiales sean la incitación al odio y la agitación callejera, y muy particularmente las que se destinan a la Asamblea Nacional de Cataluña y a Òmnium Cultural, en lo que ha de ser la primera y más importante medida para desbaratar la trama civil con cargo al erario que socava la democracia española. No se trata de prohibir la existencia de dichas entidades, sino de que la robusta, pujante y dinámica sociedad civil catalana empiece a costearse sus vicios. Comprobar, asimismo, si las ayudas a otras fundaciones, organismos y asociaciones han servido para sufragar los gastos del procés: las hay de variado pelaje, desde la Asamblea de Municipios Independentistas hasta la Plataforma Pro Seleccions Esportives Catalanes, pasando por la Plataforma per la Llengua, Procés Constituent, Súmate o el Cercle Català de Negocis. Se trata, en fin, de someter Cataluña a una auditoría general y depurar las responsabilidades que se deriven de la operación. En lo que concierne a los medios de comunicación públicos (TV3, Catalunya Ràdio, etc.), y ante el flagrante sectarismo de que han dado muestra sus profesionales, atizando en todos los programas de la corporación, incluidos los espacios infantiles, la aversión a España y a los españoles, urge que un órgano colegiado de gobierno restaure la objetividad, el pluralismo y un cierto sentido de la vergüenza. Designar una comisión de profesionales (pleonásmicamente ajenos al medio) para que reescriban el libro de estilo de las emisoras, que, recuérdese, además de proscribir el uso del español y priorizar como objetivo la afirmación de la "identidad nacional" de Cataluña, prescribe que "los términos país, nación, nacional, gobierno y Parlamento, entre otros, hacen referencia a Cataluña si no se indica otra cosa". Y aparte, claro está, de lo que el interventor lleve planificado, habrá que dotarse de un criterio para resolver los imprevistos, tales como el hallazgo en un cajón de órdenes de pago a sospechosos inhabituales, flecos del 3% u otras putrefacciones. El Estado va a tener que hacer horas extras. Las que exigen 40 años de absentismo.


Libertad Digital, 24 de octubre de 2017

viernes, 20 de octubre de 2017

Doctora en pucheritos

Institut Del Teatre, Eòlia, Siti Company, Stella Adler Studio of Acting NYC, Aules, Àrea Dansa, Luthier, Coco Comín, Memor… Tales son los centros de arte dramático donde Anna Maruny se doctoró en pucheritos. De hecho, y si hemos de hacer caso a su currículum, su desgarro sentimental a cuenta de la opresión que, ay, sufre Cataluña, ha sido su primer papel protagonista de cierto relumbrón, salvando sus lecturas veraniegas en la sala Beckett y su participación como secundaria en una película de zombis.

Como es sabido, el vídeo de marras recrea entre gimoteos el dolor de unas gentes sencillas, alegres y cívicas sometidas al hostigamiento policial (¡893 heridos!) del Estado español. ¡Y sólo por querer votar, habrase visto! Un detalle menos conocido es que el monólogo se grabó en el Paseo de Lluís Companys el día en que Puigdemont proclamó la independencia interruptus. Los manifestantes que allí se congregaron, recuérdese, fueron de la alegría al llanto en un santiamén, lo que tal vez inspirara el llamamiento de Anna a Europa, ese "Help" que, antes que de su boca, parecía emanar del Pueblo mismo. En cualquier caso, y dada Cataluña, no cabe descartar que fuera su trémula angustia de 4º de teatro la que inspiró al gentío.


Libertad Digital, 20 de octubre de 2017

martes, 17 de octubre de 2017

Ahora poned cara de angustia

Ninguna de las mentiras que segrega la maquinaria propagandística del nacionalismo sobrevive a la intemperie. El roce del vídeo Heil Catalonia con cualquier sección de periódico que no sea "El Desafío Independentista" difícilmente se aviene con el relato de un Estado neofranquista o predemocrático. Véase, al respecto, la sección de Tribunales, que ayer venía cargada.

En la Audiencia Nacional comenzaba el juicio a la antigua cúpula de la multinacional de energías renovables Abengoa por un presunto delito de administración desleal. Otro juzgado, el de Instrucción número 18 de Valencia, imponía al ex vicealcalde de Valencia Alfonso Grau una fianza de un millón de euros por las responsabilidades que pudieran derivarse de su imputación por su presunta responsabilidad en un delito de malversación de caudales públicos. En Palma, entre tanto, la Sección Primera de la Audiencia Provincial condenaba al expresidente de la comunidad balear Jaume Matas a 8 años de inhabilitación para empleo o cargo público por un delito de prevaricación continuada.

Que todo ello ocurriera el mismo día en que la juez Lamela encerraba al presidente de Àncium Cultural Jordi Cuixart i Sánchez evidencia que la mitad menos uno de los catalanes habitan una realidad paralela de la que tal vez no regresen nunca. La comparten, bien es cierto, con todos esos españoles que, no bien se conoció la noticia del encarcelamiento, pronosticaron el apocalipsis, y que coinciden uno por uno con quienes advirtieron durante la crisis del riesgo de estallido social. En ambas circunstancias, se trata de un siniestro anhelo, no muy distinto al de la Cataluña kosovar que remeda el clip, cuya actriz protagonista, ay, ha perdido la sonrisa (tal vez sea uno de los 893 heridos).

Hoy, por cierto, los empleados del Institut del Teatre han recibido esta nota:

    Benvolguts, benvolgudes,

    L’Institut del Teatre, com a institució compromesa amb la democràcia i amb la defensa dels drets fonamentals de les persones, demana la immediata posada en llibertat sense càrrecs dels líders civils Jordi Cuixart i Jordi Sánchez, i rebutja qualsevol forma d’empresonament per motius polítics o de consciència, pròpia de dictadures i no de democràcies.

    Per aquest motiu, us convoquem avui dimarts 17 d’octubre, a les 12 h, a una aturada a l’atri de l’IT en protesta per l’empresonament de Jordi Cuixart i Jordi Sánchez.

    Institut del Teatre

    Pl. Margarida Xirgu, s/n. 08004. Barcelona

    Telèfon 93 227 39 15 • Fax 93 227 39 39

    comunicacio@institutdelteatre.cat • www.institutdelteatre.cat



Libertad Digital, 17 de octubre de 2017

domingo, 15 de octubre de 2017

Cinco siglos no es nada

En los últimos tiempos  ha hecho fortuna un columnismo instruido, tan proclive al buen juicio y la tonsura pedagógica como reacio a 'meterse en problemas', según Sostres definió, en primerísima acepción, el verbo escribir. A esa escuela o acaso generación pertenece el joven profesor de filosofía Ferran Caballero, con la salvedad de que sus textos no parecen, como ocurre a menudo con algunos de sus coetáneos, un libro de texto. Al contrario, Caballero alterna el sesgo didáctico (y el sentido recto) con un fulgor irónico que, por su finura, recuerda vagamente al del fundador de esta misma publicación, nuestro añorado Lorenzo Gomis. 

Su Maquiavelo para el siglo XXI. El príncipe en la era del populismo es un exquisito tratado en que, a su inteligencia de costumbre, añade un estilo endemoniado, que remeda con gracejo la prosa exhortativa de quien está considerado el padre de la razón de Estado. El calco no deja un cabo suelto, al punto que si el diplomático florentino ofrendó su opúsculo a Lorenzo de Médicis, Caballero lo dedica a Mariano Rajoy. Y no sin retranca: "Acepte, pues, Vuestra Excelencia este pequeño regalo con la intención con que yo os lo envío. Si lo leéis y reflexionáis sobre él con diligencia, reconoceréis en él mi grandísimo deseo de que alcancéis la grandeza que vuestra fortuna y otras condiciones auguran".

Yerran, no obstante, quienes han creído ver en Maquiavelo [...] XXI una suerte de proclamación de Rajoy como el maquiavelista por antonomasia de nuestros días. De hecho, Rajoy ni siquiera es el protagonista de la obra. Antes bien, los razonamientos que esgrime Caballero en torno a la conquista y conservación del poder hacen hincapié en la impericia del PSC al frente del Tripartito catalán, que podría resumirse en el adagio churchilliano 'teniendo que elegir entre los principios y el poder, sacrificaron los principios y perdieron el poder'; la ineptitud de Zapatero, caracterizado como un ilustre antimodelo de la ciencia política, o la "peculiar relación con la verdad y la decencia" de Ada Colau, que "basó su campaña en el insulto, la mentira, el engaño y la calumnia contra sus adversarios". Todo ello sin olvidar a Aznar, quien, a juicio del autor, al aliarse con George W. Bush "contra la opinión de buena parte de Europa, quedó en manos de una potencia sobre la que no ejercía ningún control, lo que acabó pagando caro", o Cameron, al que achaca el error de confundir el referéndum de Escocia -al cabo, una independencia abortada- con la consulta sobre el Bréxit, creyendo que la victoria en la primera convocatoria habría de conducir, inexorablemente, al doblete. 

Maquiavelo [...] XXI opera, asimismo, como un sugerente catálogo de reflexiones en el que todo lector concernido por la política entreverá a Manuel Fraga bañándose en Palomares, a Gerhard Schröder vadeando en katiuskas el Danubio, a Jordi Pujol presumiendo de conocer a todos y cada uno de sus súbditos en Cataluña. A este respecto, Maquiavelo es un link, o lo que es lo mismo, escritura en su sentido más hondo. También, una taxonomía sobre la naturaleza humana que daría, por sí mismo, para otra obra. Ah, los hombres (¡la gente!),  "que olvidan más rápidamente la muerte del padre que las pérdidas patrimoniales, [...] tan necios, y apegados a la necesidad del momento, que el que engaña siempre encontrará a quien se deje engañar".

En el impetuoso alegato del capítulo final (¡atención, spoiler!), Caballero anhela el advenimiento de un líder que, en el instante más lúgubre de Europa, haga de ella "el más bello de los sueños: la próspera unión de una pluralidad en armonía". Cinco meses después de que diera el libro a imprenta, el socioliberal Emmanuel Macron vencería en las presidenciales francesas y obtendría la mayoría en las legislativas. Bajo su égida, la UE honró la memoria del presidente Helmut Kohl con las primeras exequias de Estado en nombre del europeísmo, una iniciativa en la que parecía palpitar la cita de Churchill que abrocha el libro: "Una Europa cuyo diseño moral merezca el respeto y el reconocimiento de toda la humanidad, y cuya fuerza física sea tal que nadie se atreva a molestarla mientras avanza en paz hacia el futuro".


El Ciervo, julio-agosto de 2017

viernes, 13 de octubre de 2017

¡Qué escándalo, aquí se censura!

El columnista Francesc Serés, al que leí en una sola ocasión, y el profesor Joan B. Culla, cuyas tribunas, de notable pulcritud, siempre he seguido con interés, han abandonado El País por “censura ideológica”. Que en El País hubiera rendijas por las que asomaran opiniones contrarias no ya a la línea editorial del periódico, sino a la existencia misma de España, pasaba por ser una demostración de tolerancia que, no obstante, llevaba incorporada su cuota de ufanía. Los valores que defendemos, parecía decir el periódico (intelectual colectivo), el mundo, en fin, al que pertenecemos, es tan superior al de nuestros detractores que incluso nos permitimos el lujo de cederles un camastro para que despotriquen de nosotros. La vanidad, obviamente, también operaba en sentido contrario: nuestros textos son tan valiosos que incluso el adversario se rinde a ellos, debían de rumiar los outsiders.

La verdad, me temo, es menos sofisticada. Después de todo, Serés y Culla eran colaboradores de la edición de Cataluña, en la que tradicionalmente, y con la salvedad de Francesc de Carreras y Valentí Puig, se ha dado pábulo a una muy variada grey de impugnadores del ‘régimen del 78’, desde Josep Ramoneda a Patricia Gabancho, pasando por Manuel Delgado, Empar Moliner (que dos años antes de quemar una Constitución en TV3 aún colaboraba con el diario) o Mercè Ibarz (que firma, asimismo, en Vilaweb). Entretanto, escritores de la talla de Ferran Toutain o Ponç Puigdevall vienen publicando sus trabajos en la penumbra del suplemento Quadern, y con cuentagotas. La expresión más delirante de este fenómeno se cifra en el hecho de que uno de los comentaristas parlamentarios de la edición local del periódico, Manel Lucas, sea el mismo Manel Lucas que, disfrazado de Francisco Franco, protagonizara hace una semana un sketch en TV3 en que, a ritmo de rumba, acusaba a la policía nacional de apalear ancianas bajo los efectos de la cocaína. Y que El País, en fin, sea el mismo País cuyos editoriales llaman a la aplicación del artículo 155.

La pluralidad, en este caso, no es tanto un honroso atributo cuanto un principio de esquizofrenia, o acaso el eufemismo con que la socialdemocracia emboza su tradicional suspicacia respecto a España, y que ha prosperado en los periódicos de referencia bajo el ‘síndrome del franquismo’. En cualquier caso, y como suele ocurrir en Cataluña, esa ‘pluralidad’ únicamente se da en los medios ‘de obediencia española’. No en vano, Ara, La Vanguardia (post Morán), El Punt Avui, Vilaweb, El Nacional, RAC1, Catalunya Ràdio y ya no digamos TV3, se emplean como un bloque granítico, sin fisuras, a semejanza de ese pueblo catalán que, según proclama el nacionalismo, “es uno solo”. En dichas instancias (excepción hecha del tertuliano que desempeña el papel de español, de manera casi análoga a como en Amanece que no es poco había quien hacía de loco, quien hacía de puta y quien hacía de borracho) está reservado el derecho de admisión. Así, que Serés y Culla pongan el grito en el cielo ante lo que es práctica consagrada en los medios de su credo, evoca la socorrida admonición del mítico capitán Renault, santo y seña del cinismo.


The Objective, 13 de octubre de 2017

martes, 10 de octubre de 2017

Somos gente normal

En consonancia con la retórica torturada que ha presidido el procés, la proclamación de independencia de Puigdemont dejó una postrera palabra para el glosario de la infamia: desescalar. "Asumo el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república", declaró solemnemente el ¿todavía? presidente de la Generalitat, para, inmediatamente, anunciar una petición al Pleno (que se quedó, por cierto, en anuncio, por lo que cabe concluir que la independencia está en vigor) de aplazamiento de los efectos de la declaración en aras de una negociación. Eso sí, entre iguales. La fórmula empleada, entre el toco y me voy y el coitus interruptus, suscitó una mueca de contrariedad entre las diputadas de la CUP, que aplaudieron la frase-término que ha regido sus vidas con cierta desgana. En este sentido, parecía cuestión de minutos que Arran acusara a Puigdemont de haber traicionado el proceso, como así sucedió. El desconcierto también cundió en el gentío agolpado en el Arco del Triunfo. No era ésta, desde luego, la épica balconera con que soñaban los más fervientes militantes; menos aún, obviamente, después de haber protagonizado tantas diadas memorables.

Con todo, y pese a lo turbio que pudiera resultar el discurso de Puigdemont, la declaración de independencia es inequívoca. De lo contrario, la petición de aplazamiento carecería de sentido, por mucho que nada lo tenga ya. Un columnista de provincias, en efecto, capaz de embutir (y nunca mejor dicho) en el discurso más importante de su vida la enunciación "Somos gente normal, no estamos abducidos", acababa de sumir a Cataluña en la anomia.


Libertad Digital, 10 de octubre de 2017

lunes, 9 de octubre de 2017

¡Que lo detengan!

Antonio de Senillosa se hizo carne este domingo en las calles de Barcelona. Nuestro demócrata más exquisito, el dandy que legara a los vivos la fúnebre certeza de que "nadie saldría a manifestarse gritando viva el centro", veía al fin refutada su conjetura. A las 8 y media de la mañana había ya españoles merodeando la plaza Urquinaona, en lo que suponía un indicio de que los demócratas reventaríamos las costuras de la ciudad. Y así fue, por mucho que el número no fuera en verdad una preocupación. No había manifestante que no estuviera convencido de que el 8 de octubre sería recordado como el día del gran levantamiento cívico-popular contra la xenofobia, la intolerancia y, por supuesto, la equidistancia.

A eso de las once, cuando aún faltaba una hora para el pistoletazo de salida (un decir, pues fue conmovedoramente difícil moverse del sitio), una choni digna de Bigas Luna se arrancó por civeras: "Que lo detengan, porque es un mentiroso, / malvado y peligroso...". Aludía, claro, a Puigdemont, blanco de la mayoría de los cánticos en la matinal barcelonesa. Pese a ello, y antes que rabiosa y malhumorada, fue una marcha risueña y emocionada. Cómo no iba a serlo, si hacía más de diez años (aproximadamente, desde la presentación del primer manifiesto de Ciudadanos) que el constitucionalismo no levantaba la voz en tierra profana.

El otro gran manojo de hits fue el que honró a la policía. En el cuello de botella que se formó frente a la comisaría de Vía Layetana, cientos de ciudadanos se detenían a gritar "¡Ésta es nuestra policía!". Abrazos, ramos de claveles, declaraciones de afecto como nunca se habían oído en Cataluña de un ciudadano a la poli, y lágrimas, sobre todo, lágrimas, maderos de metro noventa y mucha tralla a sus espaldas que de pronto se vencían ante el superávit de olés, el llanto asomando entre las ray-ban. Desde que el franquismo tocó a su fin, la izquierda catalana ha alimentado y reverdecido la leyenda de una comisaria en que, incluso en democracia, las 'fuerzas de ocupación' desayunaban no ya rojos, sino demócratas. El instante en que Nico Redondo Terreros y Maite Pagazaurtundúa se abrazaron a los agentes tuvo algo de catártico, de expiración del hechizo. La empatía llegó a tal punto que el gentío, en memoria de las encerronas en el hotel de Pineda de Mar, homenajeó a su policía, 'la nuestra', de tal guisa: "Que nos dejen actuar, que nos dejen actuar". Era, en efecto, la réplica hecha pueblo del grito de indignación de los cientos de policías que fueron hostigados en el Maresme. La diferencia más notable entre las manifestaciones de la Diada y la que ayer electrizó Barcelona, y que desmiente cualquier simetría entre ambas, es el carácter fieramente urbano de la segunda. Ni había tractores ni había payeses ni había castellers, es decir, niños. Sólo españoles que se pagaron su viaje. Por lo demás, las diadas las suele cerrar un payaso y los ochos de octubre (va a ser imposible renunciar a la efemérides), Mario Vargas Llosa.


El Mundo, 9 de octubre de 2017

La Cataluña dual

La inserción por parte de la empresa Amichi de un anuncio en prensa en que daba las gracias a la Policía Nacional y a la Guardia Civil suscitó en las redes una salva de afectos que probablemente se traduzca en la ganancia de numerosos clientes, tanto en Cataluña como en el resto de España. También, obviamente, en el boicot de aquellos catalanes y españoles que tuvieron por lesiva la actuación de las FSE. No parece que el saldo deba preocupar a Amichi, que aun podría sacar partido de su valerosa acción publicitaria. De eso trata, en suma, la llamada inversión socialmente responsable, que hasta ahora parecía ceñida a la salvación de las ballenas, el uso de papel reciclado y la donación de un porcentaje de los beneficios a Aldeas Infantiles, la clase de compromisos que, de tan incoloros e insípidos, no comprometen a nadie. Agradecer a las FSE su labor social, en cambio, requiere un plus de osadía, máxime en un país donde sólo a Rafa Nadal se le agradecían sus servicios en página impar.

Idéntico valor mostraron los alumnos del IES El Palau, en Sant Andreu de la Barca, Barcelona, que se concentraron la mañana del jueves a las puertas del centro para exigir respeto a sus compañeros hijos de guardias civiles, que habían sido objeto del desprecio de algunos profesores. En el otro lado, el del apartheid, supimos de la existencia de un bar en Calella cuyo propietario anotó en la pizarra el siguiente menú del día: "No servimos a las fuerzas de orden público no autonómicas. Tampoco queremos sus servicios. Gracias. El Galliner". Menos declarativos fueron los anuncios de Banco de Sabadell, Caixabank, Gas Natural y otras entidades, acompañados igualmente de pitos y palmas, pero sobre todo de una grave inquietud.

La innegable fractura de la sociedad catalana, cuyos efectos ya se hacían notar en los ámbitos familiar, amical y profesional, y que tantos catalanes veíamos de atenuar cambiando de tema o distrayendo la atención (con lo que ello tiene de expurgación política y empobrecimiento intelectual de las relaciones personales), camina hacia un escenario tan indeseable como inexorable: el de una comunidad dual. En parte, hace tiempo que Cataluña lo es: la historia del procés no es sino un intento chabacano del agro de someter a la ciudad a base de algaradas cívicas, festivas y familiares, y que tuvieron su hito más descarnado en el centenar de tractores que marchó sobre Barcelona el 29 de septiembre. Se trata, por cierto, de los únicos tanques que han puesto a prueba la resistencia del asfalto barcelonés.

Es probable, decía, que esa división (que se proyecta tenuemente sobre el resto de la sociedad española) aliente ahora la posibilidad, tan desagradable como inexorable, de que haya tiendas constitucionalistas y tiendas independentistas, como hay, y bien lo saben los católicos, parroquias constitucionalistas y parroquias independentistas. Asimismo, y al hilo del segregacionismo del bar Galliner y otros casos (entre los que figura la adhesión de los grandes cocineros barceloneses a la huelga de país decretada por el Govern y la CUP), tal vez no quepa hablar de dos circuitos de restauración, pero, desde luego, ir a Gresca, Dos Palillos o Disfrutar va a ser bastante parecido al sexo sin amor (de los casados).

Durante años, el pujolismo y sus palmeros extendieron la idea de que cuestionar las bases del nacionalismo era atentar contra la cohesión social de Cataluña, un sortilegio cuya sola invocación justificaba la exclusión del castellano del ámbito público, la inmersión lingüística en las escuelas y el señalamiento de cualquier ciudadano que tratara de ejercer sus derechos. La cohesión social fue omnímoda. Entre quienes fueron acusados de violentarla, amenazando así la modélica, envidiada pax civil de que gozaba Cataluña (el mítico oasis), se contaron los impulsores del Foro Babel, el Partido Popular, los intelectuales que promovieron el manifiesto por la creación de Ciudadanos, el propio Ciudadanos, el PSC (desde los escupitajos a Obiols al guantazo a Bustos), los aficionados a los toros, los literatos repudiados por la cultura oficial, la compañía teatral Els Joglars, Loquillo, Mario Vargas Llosa y, en general, cualquiera que mostrara un cierto apego a lo español.

En este sentido, la manifestación del domingo ha supuesto la quiebra definitiva del simulacro de consenso que, al decir de los nacionalistas, presidía Cataluña, esa cohesión social que, como todas sus añagazas retóricas, empezando por el derecho a decidir y acabando por la reivindicación del Sí, no era sino una forma peculiar de designar la tersa discriminación estructural a la que estábamos (estamos) sometidos los no nacionalistas. De lo que se trata, ahora, es de organizar la conllevancia de forma que resulte lo menos bronca posible. Tal vez la perspectiva no resulte edificante, pero la realidad es siempre la mejor de las noticias.


Libertad Digital, 9 de octubre de 2017

sábado, 7 de octubre de 2017

Tiempo de joda en el Sant Jordi

En cuanto acabó My name is Taburete, la primera de las canciones de la noche después del intro, prendió entre el público el cántico 'Yo soy español, español, español' y asomaron las primeras rojigualdas a modo de mosaico deslavazado. Desde ese instante, y hasta el final del concierto en el Palau Sant Jordi Club, las 3.500 personas que colmaban, sin apreturas, el recinto, fundieron el pop pijo de Taburete y sus mentores, Hombres G, con una (inédita) condición de españolidad. A semejanza, por cierto, de las decenas y decenas de conciertos que en Cataluña resultan impensables sin la estelada, el 'in-inde-independència!' o el 'No volem ser una regió d'Espanya...!'. Por una vez, los hijos e hijas de quienes, a mediados y finales de los ochenta, bailotearon el 'Sufre mamón' en Baccara, Chic o Fibra Óptica, se soltaron el pelo (y el sujetador) por España. Parte de esa desinhibición se explica por las concentraciones improvisadas durante la semana en plaza Artós (lugar habitual de concentración de hinchas del Español), y que se diseminaban en forma de columna por Mitre, Balmes y Travesera. En cierto modo, el petit Sant Jordi fue una prolongación de esas movilizaciones, acaso una suerte de alto en el camino en espera de la gran manifestación del domingo en Barcelona. Sara y Georgina (unos veinte), bandera española a la cintura, cuentan que participaron en la marcha que recorrió Balmes ("todo por wpp", aseguran) y estarán el domingo en Urquinaona, que, según pronostican, "estará a petar". Álvaro (23), que ha olido prensa y no ve el modo de meter cucharada, dice saber de "muchísima peña que sube de Valencia". "En plan pacífico, ¿eh? Esto tiene que quedar muy claro, esta manifa no es una venganza contra nadie sino un grito de rabia, un aquí estamos, qué pasa". Para Julio (17), será la primera manifestación de su vida. "¡Ya era hora de que despertáramos, joder!". La cerveza más pequeña cuesta 3,50, y hay que pagar el vaso, que son otros 2 euros, pero no parece que los precios disuadan a nadie, pues las cuatro barras funcionan a pleno rendimiento. En el front stage (a 65 palos la entrada) un grupo de universitarios con aire de tunos lleva un buen rato intentando que Bárcenas Jr. coja una bandera española, pero no hay modo. Y a fe que lo han dado todo: "¡Willy, valiente, / tu padre es inocente!"; pero Willy, al que se nota un pelín incómodo ante esa clase de peticiones, se resiste. Mediado el concierto, y ya con la garganta caliente, agarra al vuelo una bandera española, la pliega y, dando la espalda al respetable, con raro pudor, se la lleva a los labios y la deposita en el suelo con suavidad. ¡Os lo juro por Snoopy! ¿O es por Piolín?


El Mundo, 7 de octubre de 2017

viernes, 6 de octubre de 2017

Aquellos días de octubre

Todo fue muy confuso. Se sucedían las informaciones a velocidad de vértigo, con intervenciones policiales en multitud de localidades, y resultaba muy difícil discernir los montajes de los hechos. Se sabe, o al menos eso se dice, que la primera víctima de una guerra es la verdad, ¿no? Pues el clima de aquellos días se acercaba mucho a lo prebélico.

Ignoro si hubo un plan, pero me inclino a pensar que no, que la mayoría de los disturbios fueron espontáneos; incluido, en efecto, el acoso a las sedes del PP y Ciudadanos. Los ánimos estaban caldeados, corría la voz de que Rajoy había ordenado a la Policía Nacional atacar a la población y, en fin, frente a una noticia de esa magnitud no actúa la razón, sino el pánico, la rabia, el miedo.

No, yo no me sumé a la huelga, simplemente dijeron "mañana no se viene" y, estando las cosas como estaban (hay que recordar que acababámos de salir de una crisis), no era cuestión de significarse. Entre otras razones, porque hacerlo equivalía a jalear la, entre comillas, tortura policial. En cualquier caso, entonces mis hijas eran pequeñas y su colegio se había adherido a la convocatoria, así que, en parte, mi huelga fue casi obligada. Sí, podríamos decir que fue una huelga entre comillas. Comillas simples.

Nadie, ninguno de los 300 empleados de La Caixa que ese día gritamos en la Diagonal "Els carrers seran sempre nostres", hablaba en serio. Bueno, ninguno tal vez no, pero salvo por los tres o cuatro frikis de la cup, para el resto fue una acción catártica, sin más. Una performance autoparódica, sí, eso sería. En qué cabeza cabe que las calles pudieran ser nuestras.

No, si yo cazuela ya no gastaba, ya teníamos la termomix. ¡No pretenderá!

No, a ver, yo no firmé nada, alguien lo hizo por mí. Exactamente no recuerdo quién, aquel día había salido a una gestión y cuando se planteó la iniciativa yo no estaba, así que alguien, probablemente mi vecino de mesa, firmó por mí. Como cuando se echa una quiniela y en tu ausencia alguien pone el dinero por ti. Pues eso.

No recuerdo haber dicho en clase a ningún niño "Estaréis orgullosos de lo que han hecho vuestros padres". Al menos con esas palabras. Lo que propuse es una reflexión colectiva en torno a los hechos del 1 de octubre. La susceptibilidad hizo el resto, pero claro, yo eso ya no lo puedo controlar.

Dije "animales", sí, pero en el sentido de "¡No me seas animal!", como diciendo "¡Hombre, hombre!".

Ya le digo que todo fue muy confuso aquellos días de octubre.


Libertad Digital, 6 de octubre de 2017

Domingo


martes, 3 de octubre de 2017

El bien común

La mentira y sus versiones posmodernas, ya se trate de fake news, bulos tuiteros o agregadores de histeria, son la levadura de la insurrección. Ada Colau denunció ayer en RAC1 "varias" agresiones sexuales por parte de policías nacionales, lo que equivale a trazar un tenue paralelismo entre los sucesos de Barcelona y las violaciones colectivas en Bosnia durante la guerra de Yugoslavia. La población civil indefensa y el ansia depredadora del invasor.


Es sabido que los tiempos convulsos son propicios a toda clase de adventistas, y Colau, que llegó a la alcaldía exprimiendo el relato de una ciudad sumida en la indigencia, es una profesional del ramo. Con todo, y dada la gravedad de la acusación, me asomé a la noticia, donde refulgía el caso de Marta Torrecillas, miss capsulitis, que había denunciado, además de que le habían roto (uno a uno) todos los dedos de una mano ignota, haber sido víctima de un magreo. "Al tiempo", seguía el texto, "[Colau] ha apuntado que 'se han hecho desperfectos enormes que aún no sé qué objetivo perseguían'". Cualquier mujer agredida que se supiera en pie de igualdad con un cristal roto habría de pedir explicaciones a Colau, pero a esta hora de la tarde aún no se ha dado el caso.

Ni que decir tiene que la alcaldesa no está sola en su cruzada. Cataluña, que ya ha fabricado todos los independentistas que hacían falta, se ha centrado ahora en la fabricación intensiva de patrañas. Así, en apenas dos días hemos sabido de la existencia de 893 heridos, de individuos ensangrentados en la guerra del 14, de una manifestante del 11 de septiembre chileno teletransportada al Ensanche, de un adolescente aporreado en 2013 que sigue luciendo bozo... Quienes segregan estas imágenes no sólo son frikis tipo lagarder, sino también altos responsables políticos, por mucho que no haya forma humana de distinguirlos: empiezan a parecerse unos a otros como Barcelona al ocaso que describiera Colau.


Libertad Digital, 3 de octubre de 2017

lunes, 2 de octubre de 2017

Robocops contra pastorets

El procés jamás ha sido pacífico, como voceaban sus promotores en una de sus añagazas propagandísticas. Las sesiones parlamentarias de los días 6 y 7 de septiembre, sin ir más lejos, con el silenciamiento de la oposición, el desdén del reglamento y el menosprecio de la más mínima elementalidad democrática evidenciaron una notable carga de violencia institucional, como violento ha sido el achique de espacios que el nacionalismo ha practicado no ya con sus adversarios, sino con el más nimio de los desafectos. Menos simbólicos han sido los ataques que las hordas independentistas han acostumbrado dirigir, con la inexorabilidad de una llovizna, contra las sedes del PP, C’s y PSC.

Y sin embargo, hasta ayer a primera hora de la mañana, el catecismo gandhiano seguía incrustado en el discurso hegemónico, por lo general cosido a conceptos como jovial, familiar y festivo. El flower power se marchitó en cuanto la Guardia Civil, en cumplimiento del deber que habían eludido los mossos (un escaqueo con trazas de simpa que les ha de sumir en algo más que el deshonor), empezó a desalojar a los asaltantes de las escuelas. Por primera vez desde el inicio de la farsa, allá en 2010, el Estado reprimía a los sediciosos conforme al monopolio de la violencia que le asignan las leyes. Con ponderación y proporcionalidad al principio, más enérgicamente cuando aquéllos forcejeaban y respondían, como se vio después, con el lanzamiento de vallas metálicas y el levantamiento de barricadas (¡en Sant Gervasi, el sexto barrio más rico de España, lo que prueba que la frivolidad es la gran divisa moral de nuestros días!).

No era una tarea sencilla. El Govern y lo que le cuelga, con su proverbial negligencia, había animado a niños, enfermos y ancianos a taponar las puertas de los centros de estudio. Al punto, empezaron a circular por las redes los primeros sofocos (escarafalls, decimos en catalán) de esa izquierda para la que, cuando se trata de desalojar a la derecha del poder, todo es legítimo, incluso el patrocinio de un golpe fundado en una de las más repugnantes ideologías que ha visto el mundo, una hidra insaciable que ya no atiende a razones (entiéndanme) tacticistas. No había más que ver a la Gabriel proclamar que la huelga general del día 3 pondrá los cimientos de un inminente empoderamiento popular que habrá de conducir a la felicidad, obviamente universal, absoluta y hasta definitiva. Ja tenim la foto!, he llegado a leer, como si bastara una ofrenda de sangre para romper un país de la Unión Europea, y sin que parezca importar que, en algunos casos, la sangre llevara costra de años. Fotos de una mani de bomberos de 2013, fotos del 15-M, fotos de un niño herido en Tarragona por una carga de los mossos. Frente a España, nada es despreciable. Ni siquiera la más tosca retórica visual, ese bucle de seis o siete vídeos que, como un mantra narcótico, iba fijando en los televidentes el frame definitivo: ¿El 1-O? La poli de Rajoy moliendo a porrazos a unos pobres pastorets.


The Objective, 2 de octubre de 2017

La mala reputación

¿De verdad estás de acuerdo con que peguen a la gente? En las últimas horas he debido responder a esta pregunta cinco o seis veces. La formulaban amigos y conocidos que no daban crédito a mi opinión sobre el 1-O, pues me tenían por un buen tipo; algo derechoso, tal vez, pero en dosis admisibles, apenas merecedoras de una llamada de atención de vez en cuando. Digamos que siempre me han tolerado, aunque yo, haciendo de tripas corazón, prefiera pensar que soy un consentido.

Me he resistido como un jabato a la tentación demagoga. A decir, por ejemplo, que celebrar el apresamiento de un violador no te convierte en detractor del sexo o enemigo de la libertad. Y sólo el eco de la alcaldesa Colau, con su habitual repertorio de embustes, que esta vez incluían la denuncia de un "ataque indiscriminado a la población por parte de la Policía" (le faltó precisar, conforme a su costumbre mixtificadora, que se trataba de población "civil"), ha estado a punto de doblegarme.

Si no he cedido es porque lo que se dirime no tiene ninguna relación con los hechos y, en esa tesitura, cualquier empeño en elaborar un argumento sólo conduce a la melancolía. Cuando una amiga de la universidad, y ya son años de amistad, te pregunta "Aleshores et sembla bé que torturin la gent gran al mig del carrer?" (¿entonces te parece bien que torturen ancianos en mitad de la calle?), no queda más que refugiarse en un sótano, esperar a que pase el huracán y, al cabo, ver si queda algo en pie. Hace ya tiempo que en Cataluña el recuento de daños es un ejercicio cotidiano.

Hasta ahora, decía, mis faltas no comportaban otro inconveniente que suaves reprimendas. El 1-O ha supuesto un punto y aparte. No porque los sediciosos y quienes tratan de apaciguarlos no se hayan creído siempre mejores que quienes no comulgamos con la sedición ni con el apaciguamiento. Eso va de suyo. Lo que ahora está en tela de juicio es si quienes defendemos que se use la fuerza contra los asaltantes de la democracia podemos seguir siendo, incluso modestamente, buenos tipos. 



Libertad Digital, 2 de octubre de 2017

domingo, 1 de octubre de 2017

Mascarada

Anoche estuve viendo representar a Patricia Jacas su célebre monólogo de Aleksiévich en un teatrillo del barrio de Gracia, una de esas salas de bolsillo puestas en pie por iniciativa privada, y cuya mera existencia ennoblece el fuste de la ciudadanía. Tras la función, y como es costumbre en el establecimiento, la pareja de promotores sirvió una cena a los asistentes en el terrado del edificio contiguo, donde tienen su residencia. El público (ayer, unos 50) suele recorrer el brevísimo trecho que separa ambos portales con cierta parsimonia, acaso por el sosiego que procura la civilidad, lo que convierte el trámite en uno de mis instantes predilectos de la velada. Con todo, nada resulta comparable al encuentro, ya en la vivienda, del artista con los comensales, que interrumpen el ágape para estallar en una segunda ovación. Aun en ese lance, en que lo normal es que al agasajado, ya vestido de calle, le embargue una cierta vergüenza, Patricia se conduce con una insólita elegancia, si bien en su caso es éste un rasgo que se extiende sobre el resto de su vida. De todo ello iba hablando con Rafa, periodista llegado desde Madrid para cubrir el 1-O, cuando a eso de las diez, y como quiera que además de en Gracia estábamos en Cataluña, el aire se llenó de cacerolas. Luego, ya camino de casa, mi amigo llamó mi atención sobre la clase de individuos con quienes nos íbamos cruzando y, en particular, sobre el modo como vestían. No es que en Barcelona se haya vestido nunca especialmente bien (hasta finales de los ochenta éste fue un lugar de samarreta con lamparones), pero, en efecto, lo que veíamos no parecían barceloneses, sino borrokas con aderezos agro, en lo que se antojaba el compendio estético de cuarenta años de nacionalismo. ¿La Diagonal? ¿El Paseo de Gracia? ¿El fino Ensanche? Todo, absolutamente todo, reducido a un Ripoll con ínfulas, a un poblado que, también a ojos de un foráneo, había dejado de resistir la mirada más cercana. Sobre la una, insomne, veía a los primeros asaltantes congregarse en torno a los colegios: la agria risotada, las 50 horas de voleibol, el taller de piolines de ganchillo... Y entre tanto, la certidumbre de que millones de catalanes empezaban a verse condenados a correr las cortinas, cerrar las ventanas y, por si las moscas, tatuarse una sonrisa.

Hasta que llegó la Guardia Civil. 



Libertad Digital, 1 de octubre de 2017