Una de las cantaletas que mejor acomodo han encontrado en el debate sobre Israel es la que distingue entre Hamás y el pueblo palestino. Se trata de una escisión reconfortante, que suele procurar a quien la enarbola un estatus moral a prueba de banderías, un blindaje más o menos eficaz frente a la acusación de columnismo de lesa humanidad. No en vano, la caracterización de Hamás como un organismo anómalo, ajeno por completo a la verdadera idiosincrasia del paisanaje, nos permite abogar por el derecho de Israel a defenderse sin que el progreísmo, expendeduría única de certificados de conducta, nos considere unos desalmados. Incluso Henrique Cymerman, el único corresponsal que no parte de la premisa de que Israel es un Estado ilegítimo, remataba de esta guisa la conexión del sábado en el informativo de Cuatro: “Hay algo fundamental: una cosa es Hamás y otra los palestinos”.
Semejante aseveración, cuya fisura más obvia es la inferencia de que los miembros de Hamás no serían exactamente palestinos, sino de un enclave ignoto entre Marruecos y Pakistán, proyecta dos estampas.
Por un lado, la del terrorista programado para exterminar judíos, léase occidentales, una suerte de agente plenipotenciario de Alá que, calcando el libro de estilo del ISIS, se precia de ‘editar’ el mal, de depurarlo hasta convertirlo en un sofisticado videoclip que tiene sus nichos de mercado en Lavapiés, el Raval, Saint-Denis o Molenbeek, como recoge el estremecedor (también, por compasivo) V13 de Carrère.
Al otro lado, el paria universal, reo a su pesar de un conflicto desquiciado, jalonado por escaladas bélicas cada vez más recurrentes, en lo que constituye un círculo vicioso del que él y sus iguales, asimismo desposeídos de todo atributo, de toda dignidad, acaso de sus seres queridos, son damnificados seculares. La imaginería que acompaña a estas víctimas-por-antonomasia no se entendería sin la tele, que se recrea en la exhibición del desgarro, del desconsuelo, del tormento. Ni que decir tiene que los dirigentes yihadistas, sabedores desde tiempo inmemorial de que Europa aborrece ver víctimas reales pero es en cambio sensible a la retórica del sentimentalismo; conscientes, en fin, de que la izquierda explota la tragedia que aflige únicamente a una de las partes, no se para en barras a la hora de aliñar los funerales con toda clase de recursos escénicos. El último del hemos tenido noticia, a falta de la verificación newtral, es un muñeco con mercromina en el rostro que simulaba el cadáver de un bebé, y al que un individuo daba un beso sin tan siquiera reprimir una sonrisa fullera.
Convengo en que Gaza no es Hamás, pero mis recelos relativos a la existencia de un corte abrupto entre unos, seres de luz, y otros, heraldos del apocalipsis, no distan en exceso de los que Geraldine Schwarz desgrana en Los amnésicos respecto al grado de responsabilidad en el nazismo de los llamados mitläufer, aquellos alemanes que, por codicia o indiferencia, fueron cómplices de la barbarie. Gaza no es Hamás, y rebatir ese extremo ni siquiera es políticamente útil, pues equivaldría a la condena definitiva de los gazatíes, pero fueron los gazatíes quienes votaron masivamente a Hamás en unas elecciones que la comunidad internacional, con la UE al frente, tildó de modélicas. Gaza no es Hamás, de acuerdo, pero han sido muchos años de banderas americanas pisoteadas e incendiadas, de fanatismo a espuertas y de llamadas a la guerra santa, como para obviar la evidencia de que Gaza, si no Hamás, sí es su caldo de cultivo.
En cualquier caso, entiendo que la tentación de practicar la teoría de conjuntos sea irresistible. De Israel sí puede decirse, sin temor a patinar, que no es Netanyahu, lo que, por pura analogía, induce a un sesgo abrasador.
The Objective, 15 de octubre de 2023
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