jueves, 30 de mayo de 2019

Íbamos

Lo único que se antojaba seguro en la sede de Cs es que su plana mayor compondría, mano sobre mano, una de esas piñas (en almíbar) que estallan en alborozo. Como a los borrachos del cántico futbolero, el resultado les daba igual. Los 7 escaños logrados en el PE (tan sólo 1 más que los que sumaron UPyD y Cs en 2014) quedaban muy lejos de las previsiones de la mayoría de sus dirigentes, pero la euforia contumaz, prescriptiva, que rige la vida pública de Cs no se para en barras. No hace ni dos meses, el núcleo duro se mostraba convencido de que obtendrían 12 eurodiputados, y huelga decir que el irresistible ascenso naranja había de llevar aparejada la muerte súbita del Partido Popular, al que, tras las elecciones del 28-A, Albert Rivera invitaba a reflexionar acerca del abandono de cuadros tan “válidos” como Ángel Garrido. La estrategia pergeñada por el Comité Permanente pasaba por que Cs fuera percibido como un frente transversal; la casa común, proclamaba Rivera, del constitucionalismo, según la expresión que acuñara en los ochenta el socialdemócrata Enrique Curiel, y en la que se inspiraría Artur Mas para su ‘casa gran del catalanisme’. Se trataba, en cierto modo, de revitalizar España Ciudadana, la plataforma con la que Cs pretendió, en mayo de 2018, desatar una ola de entusiasmo que llevara a Rivera a la presidencia del Gobierno. Tan sólo diez días después, la moción de censura promovida por Pedro Sánchez frustró la tentativa. A falta de adhesiones, digamos, naturales, Cs resolvió fomentar el transfuguismo, con maniobras tan trapaceras como el pucherazo en Castilla y León, orquestado, para más inri, contra uno de los diputados de mayor prestigio de la formación, Francisco Igea. Hechas las cuentas, el casal que había proyectadoRivera sólo captó a personajes que habían caído en desgracia en sus respectivos partidos, como el propio Garrido, Soraya Rodríguez o José Ramón Bauzá. ‘Política de fichajes’ fue el lema con el que la Secretaría de Comunicación del partido trató de embellecer la operación, que en verdad no tenía otro propósito que el control de la agenda mediática durante la campaña, y que se saldó con un descenso de cuatro puntos respecto a las generales de abril. El sorpasso, que lo hubo, no fue al PP sino a Podemos, cuyo descalabro ha maquillado, por comparación, el pinchazo de la lista que encabezaba Luis Garicano. Mas no hay cuidado: tanto él como el resto de los candidatos se exhibieron ante las cámaras descoyuntándose de gozo.

Entretanto, en el hotel Gallery, en el corazón del Ensanche barcelonés, Manuel Valls admitía el fracaso sin circunloquio ninguno. La obtención de 22.000 sufragios más que en las municipales de 2015, con el consiguiente aumento de 5 a 6 regidores, era, en efecto, un magro consuelo, y el primero que lo reconoció, encarando la evidencia como es de rigor en adultos, fue Valls. A nadie sorprendió que entre quienes acudieron a arroparle no se hallara ninguno de los cuadros de Cs: ni Arrimadas, ni Carrizosa, ni Roldán, ni Alonso, ni Cañas… Salvo por tres subalternos, nadie. El desistimiento del alcaldable rendía así un enésimo episodio, acaso el más grotesco de todos por cuanto revelaba el pavor de los dirigentes de Cs a dejarse ver con un vencido. El balance de Valls, en cualquier caso, es equiparable al de los 6 regidores de Valencia (los mismos que en 2015, que le dejan en tercer lugar), los 4 de Palma (igual que en 2015, terceros), los 4 de Sevilla (uno más, cuartos), los 3 de Lérida (uno menos, cuartos) o los 2 de Málaga (uno menos, últimos). Por lo demás, se halla en sintonía con el dato de Cataluña, donde resulta obligado proyectar la ausencia de candidaturas de Cs en el 78% de las localidades (aunque el propio partido alardeara en su web un alcance en la provincia de Barcelona del 90% de la población). Sea como sea, los 1.109.000 votos que cosechó Arrimadas en las autonómicas de 2017, y que ya se redujeron a la mitad el 26-A, han pasado (promedio de europeas y municipales) a 288.000.

En el plano autonómico, Cs ha logrado arañar una cuota (real) de poder en las comunidades de Madrid, Castilla-León, Aragón y Murcia, aunque sin superar en ninguna de ellas al PP y aún menos al PSOE. De cómo administre Rivera y su pinyol su condición de árbitro dependerá la pervivencia de un proyecto al que, hoy por hoy, aún le aguardan años en el banquillo.


 The Objective, 30 de mayo de 2019

lunes, 27 de mayo de 2019

Programa, programa, programa

Ni el sectarismo ideológico, ni el resuelto apoyo al independentismo, ni el menosprecio sistemático a Felipe VI y, en general, al Estado de Derecho y sus instituciones, ni la confusión deliberada del Ayuntamiento con el partido, ni el descrédito de la ciudad en la arena internacional, ni la criminalización del turismo, ni la ausencia de un proyecto de largo aliento, ni el desistimiento de las instancias culturales, ni el más desacomplejado de los enchufismos que ha conocido el Consistorio, ni la propagación del top manta, ni la proliferación de los narcopisos… Nada. La inacabable afrenta en que ha consistido el mandato de Ada Colau no evitará su reelección (el mero afán de conservar el poder alisará el pacto con el PSC, con Valls en la sombra), y aun cabría preguntarse si no la ha propiciado; si sus votantes, lejos de impugnar airadamente semejante hoja de servicios (¡el establishment, el establishment!), no la lucirían con el mismo orgullo con que la alcaldesa luce su verruga.

Nada es improbable en una ciudad donde los populistas se definen en Twitter de esta guisa: “Hija adoptiva de la Barceloneta popular. Tecnopolítica siempre. Aquí todos nacimos en los barrios que os sobraban” (Gala Pin); “Hasta la ternura siempre” (Maria Freixanet); “La libertad es cuando comienza el alba en un día de huelga general” (Aina Vidal); “Ambientóloga, activista de barrio, cantante y roja” (Mercedes Vidal);  “He prometido como diputado del Congreso y miembro de la Mesa. Lo he hecho en catalán, ‘por unos nuevos tiempos republicanos’. Llevaré con orgullo los pitos airados de la derecha reaccionaria”. (Gerardo Pisarello).

En caso de someterse a la audaz autoentrevista deep fake con que Colau abrochó su campaña, ninguno de ellos debería aquietar con delicado paternalismo a su avatar activista, pues se trata de ‘yoes’ que distan mucho de prescribir. No es el caso de la regidora povera, quien, acaso beneficiada por la podredumbre que ella misma ha auspiciado, ha logrado proyectar una imagen a mitad de camino entre la víctima irredenta y la juez de paz.

Si España aún tiene algo de vaso comunicante, la victoria de facto de Ada Colau abre la puerta a que reconsidere su candidatura a presidenta del Gobierno por Podemos. No en vano, una vez derrotados (vencidos, más bien) Carmena y Errejón (y amortizado Pablo Iglesias), sus expectativas rebasan con mucho la Ciudad Condal, cuyas entretelas, en el fondo, siempre le han parecido un suplicio.

Por lo demás, nunca los demócratas habremos de agradecer lo suficiente que decantaciones pestíferas como la CUP, Graupera o el negro Garriga se hayan quedado a las puertas de palacio.

Del fracaso general de Ciudadanos, y muy en particular del tecnócrata Garicano en las europeas, me ocuparé en lo sucesivo.

Voz Pópuli, 27 de mayo de 2019

martes, 21 de mayo de 2019

Rosa de ceniza

Hubo un tiempo en que Barcelona presumía hasta el empalago de moderna, cosmopolita, prodigiosa… Su virtuosismo fue tanto más arrebatador cuanto que parecía obedecer a un plan; a un diseño, por decirlo en dialecto local. Tal vez ese conato de ‘made-herself’ explique que los primeros arrebatados fueran los barceloneses, cuya arrogancia solía liberarse en forma de timbre concesivo. Mi favorito siempre fue “Madrid (también) es estupenda, ojo; una cosa no quita la otra”. El final de la escapada, del que el Fórum de las Culturas fue un anticipo, se empezó a hacer evidente con el referéndum de la Diagonal (bulevar, rambla o ninguna de las anteriores). Posteriormente, la elección de Ada Colau, un contratiempo tan idiosincrásico como el pistolerismo, el anarquismo o la rauxa modernista que embargó a la burguesía de principios del XX, certificaría que el agotamiento había roto en frivolidad. Y el procés hizo el resto. Los indicadores, no siempre míticos, en que se fundó el patriotismo barcelonés llevan años en regresión, al punto que Madrid, aquel jovial poblachón manchego, es hoy un cúmulo de magnitudes ofensivas.

El periodista José María Martí Font las ha enumerado en Madrid y Barcelona. Decadencia y auge, un aseado informe que debería mover a los narcisos a una cura de humildad. No en vano, no hay sector de actividad en que Madrid no supere o esté en vías de superar a Barcelona. Véase el transporte público. A finales de los setenta, el Metro de Madrid no excedía del centenar de kilómetros de vías y se hallaba prácticamente en quiebra; hoy es la tercera red europea en extensión, sólo superada por Londres y Moscú, y la única que cuenta con dos líneas circulares. Entretanto, los administradores de Barcelona siguen enfrascados en el debate sobre la prolongación del tranvía por el tramo central de la Diagonal, lo que, hasta cierto punto, sirve para distraer al común de la faraónica chapuza de las líneas 9 y 10 del metro, sumidas en un limbo de demoras debido a la deficiencias en la planificación. En cuanto a la contribución al PIB nacional, el sorpasso de la capital se hizo realidad en 2018, propiciado, entre otros factores, por la brusca caída de la inversión exterior en Cataluña en 2017 a raíz del 1-O. Tampoco la cultura resiste las comparaciones. Antiguo polo de atracción de escritores e intelectuales iberoamericanos, Barcelona va camino de perder el cetro de la edición en lengua castellana, cuando había llegado a copar el 70% de la producción. Asimismo, la fuga de empresas ha tenido un correlato en la incapacidad de la Generalitat para hacerse depositaria de los archivos de Carmen Balcells, Agustí Centelles o Beatriz de Moura, que han ido a parar a Salamanca y Madrid. De todo ello se ocupa Martí Font en su estimable auditoría comparada, que tiene su único borrón en la indulgencia que reserva a Colau y su equipo, pese a que el propio autor alude a su amateurismo en un párrafo esclarecedor: “Hace veinte años, el Ayuntamiento de Barcelona tenía un plan estratégico en permanente ebullición que se dedicaba a pensar la ciudad a veinte años vista. Ya no es el caso”.

The Objective, 21 de mayo de 2019

lunes, 20 de mayo de 2019

Héroe en retirada

La Cruz de Sant Jordi fue uno de los primeros ladrillos de la llamada construcción nacional, el proyecto de ingeniería sociopolítica que Jordi Pujol puso en marcha en 1980. Se trataba de remedar la Legión de Honor francesa y otras distinciones por el estilo; de arrogarse la estatura, en fin, de un Estado en ciernes. Por emplear la fraseología del 'procés', bien podríamos decir que la Cruz de Sant Jordi fue una ‘estructura d’Estat’ avant la lettre. El criterio al que obedece la condecoración es “haber prestado servicios destacados a Cataluña en la defensa de la identidad, especialmente en el plano cívico y cultural”. Un mérito TRIBUtario, en efecto. Por lo demás, y salvo en la primera edición, celebrada en 1981, en que el Gobierno autonómico, acaso por cautela de principiante, solo impuso 19 medallas, el reparto siempre ha sido pródigo. Hasta hoy se han otorgado 1.709, un promedio de 43,8 anuales, con cosechas tan estupefacientes como la de 2006, el gran año del sobresfuerzo maragallista, con 78, y que remiten a la memorable negativa de Albert Boadella a participar en el III Encuentro de Creadores de la SGAE, un foro que, al decir del presidente de la entidad, Eduardo Bautista, había de encauzar las inquietudes y reivindicaciones de los cien mil creadores que había en España. “¿De veras hay cien mil creadores? -(se) preguntaba incrédulo nuestro bufón en su respuesta a Bautista-. Entonces, resulta obvio que nos hallamos frente a una hecatombe sin precedentes. Sólo cabe pensar la que montó el primer y auténtico creador para deducir lo que puede suceder ahora con tal cantidad de vocaciones divinas entre nosotros”. Pero si hago comparecer a Boadella es porque gracias a él supimos que la Generalitat, antes de otorgar la Creu, segundo galardón civil de Cataluña (la Medalla de Oro es de rango superior), pregunta al agraciado si estaría dispuesto a recibirla. Tal es la magnitud de la tragedia.

Bien es verdad que hasta mediados los 2000 se atisba un cierto disimulo. Entiéndanme, la ceremonia de entrega nunca ha pasado de ser la kermés oligofrénica de una sociedad que se premia compulsivamente a sí misma, pero en la nómina anterior al 'procés' y sus prolegómenos hay alguna que otra flor en el fango. Joan Vinyoli en el 82; Fernando Lázaro Carreter, Paco Candel, José Manuel Blecua y José María Valverde en el 83; Carlos Sentís y Camilo-José Cela en el 86; Pere Gimferrer, Sabino Fernández Campo y Joaquín Ruiz Giménez en el 88; Juan Grijalbo, Francesc Català-Roca y Xavier Corberó en el 92; Luis del Olmo y Peret en el 98; Robert Hugues, Ricardo Rodrigo, Roser Bofill, Enrique Badosa y Beatriz de Moura en 2006. A partir de ahí, en un frenesí que se agudiza con el cambio de década, la Cataluña sobrevenida.

El plante de Messi no sólo se proyecta con inusitada crudeza sobre todas y cada una de las veces en que el Camp Nou ha arrancado a gritar ‘independencia’. Entre los laureados del pasado jueves había una librera, una lingüista, un musicólogo, una educadora, tres políticos, un traductora y una arquitecta. Mas el único y verdadero mérito civil correspondió a un futbolista. Y no a uno cualquiera: Messi es el reverso exacto de Guardiola (y el más fiel heredero, por cierto, del legado de Cruyff, otro bartleby entre súbditos). Su ejemplar desobediencia también anuncia el fin de una época. En adelante, no sólo van a tener que preguntar a los elegidos si aceptan la Cruz de Sant Jordi, sino también por su (buena) disposición a ejercitarse como palmeros.

Voz Pópuli, 20 de mayo de 2019

martes, 7 de mayo de 2019

Tercerismo

Al poco de conocerse los resultados del 28-A, Rivera se proclamó campeón. De qué, era lo de menos. Si durante la campaña había repetido hasta la náusea que él presidiría el Gobierno ("le tiendo la mano a Casado"), ahora celebraba como un triunfo inapelable "estar en disposición de sobrepasar al PP". En apenas unos minutos, los que mediaron entre el fin del recuento y la primera comparecencia, el líder de Cs había redefinido el objetivo conforme al dictamen de la realidad, exhibiendo una vez más su naturaleza adaptativa. Al igual que en abril de 2018, volvía a estar “cerca de la victoria”. Que la competición fuera otra, insisto, era un detalle menor, nada que pudiera frustrar el insólito ritual con que los cargos de Ciudadanos abrochan todos sus actos, esa piña humana que, mano sobre mano, rompe en alborozo de racimo: ¡Vamos! Hemos quedado terceros, sí, pero ¡vamos! Ni siquiera hemos logrado batir a un PP en estado preagónico, pero ¡vamos! En Cataluña perdemos 600.000 votos respecto a las autonómicas de 2017, pero ¡vamos! Y lo más crucial: con el PSOE devuelto a la vida y Sánchez fortalecido en el liderazgo, al centro-derecha podría aguardarle una travesía del desierto; con el agravante de que el independentismo, tanto en Cataluña como en el País Vasco, no sólo no se ha desinflado, sino que ha ido a más. Vamos.

Sea como sea, el desquiciado fragor declarativo al que se entregaron los dirigentes del Partido Popular ha contribuido decisivamente a convertir el siniestro (cómo me he acordado estos días de Rita Barberá y su “qué hostia, qué hostia”) en una suerte de liquidación preliminar. Cada intervención ha sido peor que la anterior, en una sucesión de refundaciones exprés tan inoportunas como oportunistas, donde sólo una voz, la de Cayetana Álvarez de Toledo, ha introducido un punto de sensatez. Suyo, por cierto, fue el primer llamamiento a la necesaria reunión del constitucionalismo en un proyecto común; un cometido de largo aliento, que no habría de demorarse en una larga contienda de trazas personalistas, y del que tenemos una vislumbre en la inteligente ‘colaboración’ entre la propia Cayetana e Inés Arrimadas en los debates, o en los pactos de gobierno en Andalucía o la Comunidad de Madrid. El próximo paso en esa dirección, no obstante, corresponde al PP, y consiste en sumarse a la candidatura de Manuel Valls a la alcaldía de Barcelona. Ha llegado el tiempo de la audacia.

Voz Pópuli, 7 de mayo de 2019