domingo, 22 de octubre de 2023

El hamasismo español

Durante la segunda década del siglo, cuando la crisis desatada en 2008 dejó a tantísimos españoles a la intemperie, frente al centro de atención primaria de mi barrio solían apostarse militantes de la CUP para anunciar el fin del mundo. Megáfono en mano, alertaban a los usuarios de la existencia de un plan para desmantelar la sanidad pública, una suerte de conjura bilderberg cuya expresión más ostensible eran los sucesivos tijeretazos que había ido ejecutando Boi Ruiz, a la sazón consejero de Sanidad. Que el propósito de Ruiz fuera redimensionar el gasto para evitar que la cobertura universal y la cartera de prestaciones no se fueran al guano no disuadió a la demagogia rampante, máxime en una época en la que el ‘todogratismo’ se hizo ley y cualquier cesión en ese sentido desembocaba en un psicodrama colectivo. Que nos pudiéramos ‘bajar’ películas y tuviéramos que pagar por las medicinas era, en el libreto de la izquierda radical y no pocos liberales, una afrenta.

En Madrid, el papel de Ruiz lo desempeñaría, con idéntico éxito de crítica y público, Javier Fernández-Lasquetty, si bien el recorte catalán, de cerca de 1.400 millones de euros en 5 años, no resistió comparación con el mesetario, cifrado en unos pocos cientos de millones y que acabaría por revertirse en 2016. También en esa lid Cataluña anduvo, comme d'habitude, a la vanguardia de España.

Sea como fuere, el populismo olió sangre, y la posibilidad de vincular las estrecheces presupuestarias con la maléfica voluntad de la casta, que ambicionaba perpetuarse en los reservados para seguir atiborrándose de “carpachos de gambas” mediante el saqueo de ‘lo público’, se tradujo en acciones como la presencia cotidiana de los cupaires a las puertas del ‘seguro’.

“Ante la amenaza neoliberal”, me encasquetó la diputada Eulàlia Reguant una mañana en que fui a por recetas, “la reivindicación de la salud es revolucionaria”. La diputada, sí; los cuadros que habían comenzado a repartir pasquines en 2010 se habían convertido en 2012 en diputados autonómicos (tres años antes, dicho sea de paso, de que Podemos se plantara en la Asamblea de Madrid). Su discurso, ramplonamente eficaz, venía a decir que ante la inminente división de la población entre lozanos y moribundos, producto de la pertenencia a una u otra escala económica, sólo ellos propugnaban la supervivencia de la famélica legión.

Antes que como un partido independentista, comparecían en los CAP, los hospitales, las escuelas y los centros cívicos como miembros de una plataforma de auxilio social, presta a proveer al pueblo de todos y cada uno de los servicios que se hallaban implantados en España desde hacía décadas, y poniendo el acento en la perentoria necesidad de propagar el uso de la copa menstrual. Se trababa de inocular en el electorado la percepción de que eran ellos, con sus tenderetes a las puertas de cualquier dependencia sanitaria, educativa, etc. quienes preservaban el derecho a la vida.

La táctica caló, al punto de que la ultraizquierda madrileña ha tratado, en vano, de condicionar el bienestar de los ciudadanos a la defensa de lo que dan en llamar ‘joya de la corona’, y que pasa igualmente por la cartelería, las ocupaciones y las coacciones.

Pensaba en ello estos días a propósito del arraigo de Hamás entre los palestinos; en el hecho de que la milicia terrorista cuente sus seguidores por decenas de millares, vasallos a quienes también han hecho creer que el trabajo abnegado de sus élites en pro del ‘bien común’, de la ‘vida bonita’, les ha permitido vivir en el mejor de los vertederos posibles, esto es, un vertedero subvencionado. Y ello, con la sola condición de odiar al vecino y resignarse a ser los campeones del victimismo.

Más Madrid, MeMe.

The Objective, 22 de octubre de 2023

domingo, 15 de octubre de 2023

¿Gaza no es Hamás?

Una de las cantaletas que mejor acomodo han encontrado en el debate sobre Israel es la que distingue entre Hamás y el pueblo palestino. Se trata de una escisión reconfortante, que suele procurar a quien la enarbola un estatus moral a prueba de banderías, un blindaje más o menos eficaz frente a la acusación de columnismo de lesa humanidad. No en vano, la caracterización de Hamás como un organismo anómalo, ajeno por completo a la verdadera idiosincrasia del paisanaje, nos permite abogar por el derecho de Israel a defenderse sin que el progreísmo, expendeduría única de certificados de conducta, nos considere unos desalmados. Incluso Henrique Cymerman, el único corresponsal que no parte de la premisa de que Israel es un Estado ilegítimo, remataba de esta guisa la conexión del sábado en el informativo de Cuatro: “Hay algo fundamental: una cosa es Hamás y otra los palestinos”.

Semejante aseveración, cuya fisura más obvia es la inferencia de que los miembros de Hamás no serían exactamente palestinos, sino de un enclave ignoto entre Marruecos y Pakistán, proyecta dos estampas.

Por un lado, la del terrorista programado para exterminar judíos, léase occidentales, una suerte de agente plenipotenciario de Alá que, calcando el libro de estilo del ISIS, se precia de ‘editar’ el mal, de depurarlo hasta convertirlo en un sofisticado videoclip que tiene sus nichos de mercado en Lavapiés, el Raval, Saint-Denis o Molenbeek, como recoge el estremecedor (también, por compasivo) V13 de Carrère.

Al otro lado, el paria universal, reo a su pesar de un conflicto desquiciado, jalonado por escaladas bélicas cada vez más recurrentes, en lo que constituye un círculo vicioso del que él y sus iguales, asimismo desposeídos de todo atributo, de toda dignidad, acaso de sus seres queridos, son damnificados seculares. La imaginería que acompaña a estas víctimas-por-antonomasia no se entendería sin la tele, que se recrea en la exhibición del desgarro, del desconsuelo, del tormento. Ni que decir tiene que los dirigentes yihadistas, sabedores desde tiempo inmemorial de que Europa aborrece ver víctimas reales pero es en cambio sensible a la retórica del sentimentalismo; conscientes, en fin, de que la izquierda explota la tragedia que aflige únicamente a una de las partes, no se para en barras a la hora de aliñar los funerales con toda clase de recursos escénicos. El último del hemos tenido noticia, a falta de la verificación newtral, es un muñeco con mercromina en el rostro que simulaba el cadáver de un bebé, y al que un individuo daba un beso sin tan siquiera reprimir una sonrisa fullera.

Convengo en que Gaza no es Hamás, pero mis recelos relativos a la existencia de un corte abrupto entre unos, seres de luz, y otros, heraldos del apocalipsis, no distan en exceso de los que Geraldine Schwarz desgrana en Los amnésicos respecto al grado de responsabilidad en el nazismo de los llamados mitläufer, aquellos alemanes que, por codicia o indiferencia, fueron cómplices de la barbarie. Gaza no es Hamás, y rebatir ese extremo ni siquiera es políticamente útil, pues equivaldría a la condena definitiva de los gazatíes, pero fueron los gazatíes quienes votaron masivamente a Hamás en unas elecciones que la comunidad internacional, con la UE al frente, tildó de modélicas. Gaza no es Hamás, de acuerdo, pero han sido muchos años de banderas americanas pisoteadas e incendiadas, de fanatismo a espuertas y de llamadas a la guerra santa, como para obviar la evidencia de que Gaza, si no Hamás, sí es su caldo de cultivo.

En cualquier caso, entiendo que la tentación de practicar la teoría de conjuntos sea irresistible. De Israel sí puede decirse, sin temor a patinar, que no es Netanyahu, lo que, por pura analogía, induce a un sesgo abrasador.

The Objective, 15 de octubre de 2023

domingo, 8 de octubre de 2023

Memorias del subdesarrollo

El anuncio de que el Mundial 2030 se disputará en seis países convierte en literal el término arrabalero con que nos referíamos al campeonato: los mundiales. “Los mundiales del 82”, decíamos asombrados a años vista, como si el acontecimiento, que empezaba a abrazar la globalización, fuera a reventar las costuras de una España que rezumaba provisionalidad. En la Barceloneta había dudas más que razonables respecto a lo que parecía un hito espectral, del que no había más prueba que su enquistamiento en el habla, ese ritornelo que ceñía el futuro a un horizonte mítico: “Esto no va a estar para los Mundiales”, y que volvió a circular aún más enfáticamente con el ‘A la ville de’.

En un apaño no muy distinto al que acabará beneficiando a Arabia, la FIFA había designado el 6 de julio de 1966 a los anfitriones de 1974, 1978 y 1982 conforme a la tácita ley de la alternancia entre América y Europa que regía por entonces, de suerte que España se retiró de la votación de 1974 y fue proclamada automáticamente sede de los Mundiales de 1982. Esos dieciséis años de hibernación contribuyeron sin duda a sumir el advenimiento en la bruma de la incertidumbre, apenas acotada por urgencias tan inderogables como pasar página de la dictadura e instaurar la democracia.

El certificado de veracidad llegaría tres años antes, cuando el maná de la remodelación de los estadios daría rienda suelta a cotas de pillaje desconocidas en España: miles de millones de las antiguas dilapidados en remiendos de cemento para cuya adjudicación, en algunos casos, ni siquiera mediaron concursos. La etiqueta #Mundial82 de la hemeroteca de El País es un llamativo prontuario de aquel subdesarrollo, que tiende a agigantar por comparación la inverosimilitud del 92, cual si ese otro país no fuera el resultado de una evolución plausible, sino de una brecha en el tiempo.

Algunas de las noticias de la montonera son netamente taciturnas, como la que informa, sólo meses antes del evento, de que “el Gobierno confirma su apoyo al Mundial” (y que da perfecta cuenta de la antigua separación entre Iglesia y Estado); o la que reseña, con pavorosa campechanía y asumiendo sin ambages la prosa terrorista, que “ETApm no tiene interés en atentar contra el Mundial-82” (“No tenemos ningún interés”, decía la fe de etarras, “en atentar contra los participantes o el público del Mundial de fútbol, deporte que es muy popular en España”). La tregua mundialista de los polimilis (VIII Asamblea) coincidió con la conjura del boicot británico, en la que debió de influir, además de un juicioso desmentido de The Times (“El mundial no se juega en Argentina. Argentina no es el único país que participa en el campeonato y su equipo no debe ser considerado como el representante del gobierno de Buenos Aires”), la evidencia de que también en Reino Unido el-fútbol-es-un-deporte-muy-popular. Las hostilidades, que las hubo, encontraron un feliz aterrizaje en “El Naranjito”, según su fiel denominación, que cumplió la función de catalizar la ira de una izquierda que había renunciado a liderar la Liga Antienajenación porque, ya saben, el-fútbol-es-un-deporte-etc. Este fiero editorial (“Fuera ese mamarracho”) es uno de los mayores exponentes de lo que bien cabe interpretar, dada la época, como un tiro por elevación:

“Los ciudadanos españoles se han despertado con la pesadilla de que la imagen que va a servir para singularizar a nuestro país como organizador del próximo Campeonato Mundial de Fútbol es un horripilante engendro que trata de imitar los nefastos simbolismos antropomórficos del peor Walt Disney y que tiende a confundir el espíritu nacional con alguna marca de quinta fila de refrescos”.

Y Francisco Umbral, que durante aquellos días y contraviniendo su querencia se prodigó en futbolerías, reveló a qué marca de quinta fila aludía en el texto, conjetura:

“Julián Santamaría, el genio del graffiti artístico, loco de pelambrera y de pasado, viejo tronco del rollo y la inventiva, es el hombre que venció en cruel batalla al indeseable Naranjito -¿ustedes se acuerdan?-, aquel engendro de la peor nostalgia de Walt Disney, una cosa entre Disneylandia y la fanta, con todo mi respeto y toda mi sed para la fanta”.

También él, por cierto, decía los mundiales, y así los seguiré nombrando, aunque en puridad se traten ya de unos Juegos de la Empatía que, a no mucho tardar, también serán declarados no-binario. Un espectáculo multilingüe sin vencedores pero, sobre todo, sin vencidos.

The Objective, 8 de octubre de 2023