viernes, 27 de noviembre de 2015

La Bataclán


Al poco de que sucediera, me pregunté si sería muy tarde para llamar a mis hijas; finalmente, me contuve: tampoco habría sabido qué decirles ni si tenía que decirles algo. Se me ocurrió que no tardaría en conocer a alguien, algún amigo o conocido, que relatara cómo él y su pareja habían cancelado a última hora el fin de semana en París, y aun un musiquero que diera cuenta de un concierto memorable en Bataclán. Tras los atentados en las Torres Gemelas, un compañero de trabajo fue contando, con raro alivio, que tres meses antes había estado en Nueva York y había visitado el World Trade Center. Andando el tiempo, los tres meses pasaron a ser una semana, quizás menos, y de no haber mediado la suspicacia de una muchacha de la redacción que estaba en todo, a saber si nuestro turista no se habría mimetizado en superviviente. Esa misma propensión al protagonismo, a fingirnos en el lugar en que la Historia, más que transcurrir, se cierne sobre nosotros hasta (casi) engullirnos, es la única acepción admisible del Je suis. También yo, claro, busqué este sábado mi lugar al sol, evocando para quien quisiera oírme los días del instituto en que, al salir del 55, en el paseo de San Juan, pasábamos por delante del bar Butyklán, en la calle Aragón, y masticábamos el nombre ruidosamente, admirados de la mera existencia de un garito con ínfulas de boite, hechuras de puticlub y ecos de longaniza hindú. También yo, en fin, encontré un atajo para ser, siquiera por unas horas, un ciudadano francés (¡un afrancesado!). Casualmente, al día siguiente había quedado para comer con unos amigos en un restaurante indio y, tal como había soñado, uno de ellos había estado en la Bataclán ("la Bataclán", dijo, elidiendo la palabra sala, a semejanza de ese reducto de extravagantes que en Barcelona solía decir "la Zeleste"). Su mujer parecía cansada y se lo hice notar. "He dormido poco, estaba preocupada por un amigo que tengo en París. De hecho, creía que al final no quedaríamos porque, claro, quién tiene ganas de nada después de lo de ayer". Estuve a punto de reponer: "¡Eso es precisamente lo que quieren los terrroristas, que dejemos de darnos el gusto!", pero me pareció que podía interpretarse por una ironía un tanto alambicada y lo dejé correr. (No pude sino sonreírme ante la posibilidad, ciertamente ridícula, de que comer pollo tandoori en compañía de seis amigos fuera un desafío al ISIS, y de pronto recordé la película Milou en mai, de Louis Malle, con Michel Piccoli promoviendo el mayo francés... ¡en la mansión familiar!) Ya en casa, cada vez que leía una noticia sobre la matanza tildaba mentalmente la palabra Bataclán, que rara vez venía como aguda. Lo había estado haciendo durante todo el día, y sólo en ese instante me percaté de que también esa tilde era un jesuis, una forma como otra de hacerme pasar por vivo.


Libertad Digital, 18 de noviembre de 2015

lunes, 16 de noviembre de 2015

La jefa

ILUSTRACIÓN: 
"Una andaluza de Jerez de la Frontera defiende la autonomía catalana frente al embate soberanista". Semejante titular, plausible donde los haya, merecería haber visto la luz entre la fronda de noticias que estos días se han ocupado del drama que acaece en el Parlament. Jon G. Balenciaga

Inés Arrimadas, en efecto, se ha constituido en azote de Artur Mas y su patulea, entre la que incluyo a la CUP y aun a CSQEP. Cuando, el pasado 3 de julio, y coincidiendo con su trigésimo cuarto cumpleaños, se convirtió en candidata a la presidencia de la Generalitat por Ciudadanos, el recelo se apoderó de quienes creíamos que la amenaza nacionalista aconsejaba, casi exigía, que Albert Rivera se embutiera en el traje de Superman y compareciera en la contienda. Arrimadas, a qué engañarnos, no inspiraba confianza, ya fuera por su inexperiencia en grandes lides, por su aparente fragilidad o por esa ronquera que parece preludiar una fatal afonía.

A mediados de julio, entrevisté al eurodiputado Juan Carlos Girauta para el libro Alternativa naranja (Debate), que firmo con el periodista Iñaki Ellakuría. Preguntado por Arrimadas, Girauta me aseguró que estábamos ante una de las figuras más prometedoras del panorama político español. "Inés", prosiguió, "no sólo es brillante; además, es una de las personas más perseverantes que he conocido; en las reuniones de la ejecutiva, por ejemplo, defiende sus puntos de vista con un empeño extraordinario; y créeme, como rival puede llegar a ser terrible, agotadora. A mi juicio, Artur Mas tiene un problema. Además, el hecho de que sea mujer le va a dificultar aún más la papeleta, porque conociendo a Mas, no va a saber qué trato dispensarle para no ser descortés. En definitiva, un problema; si no, al tiempo".

Ciertamente, Girauta no se equivocaba, pero es probable que ni siquiera él sospechara entonces que Arrimadas se desempeñaría con el aplomo con que lo viene haciendo. Sus andanadas de cordura han restituido la dignidad del cargo de jefe de la oposición, que Oriol Junqueras degradó hasta lo inverosímil durante la pasada legislatura.

Por lo demás, basta imaginar en qué se habrían convertido las sesiones del Parlament sin las intervenciones de la gaditana para aquilatar debidamente la influencia de Ciudadanos en la vida pública catalana, una influencia que, a mi modo de ver, se resume en la certidumbre de que España es hoy, diez años después de que quince intelectuales divulgaran el manifiesto fundacional de la organización, un país mejor. Cuando menos, sigue siendo el país que era en 2005.

Asimismo, la proyección de la figura de Arrimadas sobre los veintitrés años anteriores a la emergencia de C's explica a la perfección por qué algunos comentaristas tildamos la autonomía catalana de "régimen", dicho sea no en el sentido de ausencia de democracia, sino en el de falla clamorosa en la calidad de la misma. ("¡El régimen del 78!", vocea el podemismo con ánimo de denigrar la monarquía parlamentaria, sin percatarse de que el único régimen que se tiene en pie en España es, precisamente, el catalán).

No en vano, entre 1980 y 2006, el PSC, abducido por el complejo ancestral de la izquierda, esto es, la identificación de progresismo con nacionalismo, nunca osó cuestionar los cimientos doctrinales de CiU, a saber: la perversa equiparación entre lengua, cultura e identidad, de la que se deducían el llamado "hecho diferencial" y su no menos perverso corolario: los privilegios diferenciales. En cuanto al PP, tan solo Alejo Vidal-Quadras levantó la voz, con el resultado de sobra conocido: su defenestración. And all the rest was silence.

Hay quien ve en el no tranquilo de Antonio Baños a Artur Mas una descarga contra el nacionalismo desde el flanco antisistema, como si la CUP no fuera más que la avanzadilla quinqui del movimiento. Como si la CUP, en suma, no fuera lo que niega ser: nacionalista.

Las negociaciones entre la CUP y JpS son a cara de perro, sí, pero no mucho más que las que se producen entre directivas y representantes cuando lo que está en juego son apenas unos flecos. Y el repudio que se prodigan ambas fuerzas (para Mas, la CUP no deja de ser una turba mugrienta y para la CUP, Mas es un burgués al que convendría desposeer de los medios de producción); ese mutuo desprecio, en fin, no impide que converjan en un horizonte en el que los catalanes no nacionalistas no tenemos cabida. En eso, en definitiva, consiste el nacionalismo: en el despojo del derecho de ciudadanía a quienes no profesan la fe en el mismo Dios.

En cierto modo, la CUP y JpS han convenido en expulsar del rectángulo de juego a quienes, conforme al credo que profesan, no ameritan el estatuto de jugadores. El sentido abrazo entre Artur Mas y David Fernández al término del 9-N es solo una ínfima evidencia de hasta qué punto los nacionalistas restringen a su mismidad la categoría de adversario. El resto somos una caterva anómala que, incomprensiblemente, ha escapado a su ingeniería social. Así, el tira y afloja entre burgueses y ¿neofranciscanos? no desvía un milímetro el punto de mira del procés.

Los cupaires aspiran a desahuciar a Mas para pescar en el caladero de CSQEP, y JpS aspira a mantener a Mas para no perder el favor de la clase media. Les hermana, no obstante, la semántica: tanto unos como otros se reafirman en la necesidad de "seguir ampliando la base social del soberanismo", aunque ello implique admitir que no disponen de quórum.

En caso de que alcancen un acuerdo, no faltarán la foto de familia (el sentido abrazo) ni los agasajos recíprocos, que incluirán, cómo no, exaltaciones de la "madurez (democrática)", la "visión de país" o "la generosidad (democrática)". La principal artífice del pacto, sin embargo, será Inés Arrimadas, y la expectativa, en absoluto descabellada, de que en caso de que se celebren otras elecciones seguiría ampliando, ella sí, su base social. La base social de la democracia.


El Español, 14 de noviembre de 2015

jueves, 12 de noviembre de 2015

Cup d'etat


Ha sido una lástima que los diputados del PP enarbolaran las banderas catalana y española para escenificar su rechazo a la sedición, porque hasta ese instante las cámaras de televisión mostraban el hemiciclo dividido en aproximadamente dos mitades: a la izquierda, la bancada golpista; a la derecha, la demócrata. (Y entre ésta y aquélla, el seráfico promedio, ay, entre golpismo y democracia). La imagen, no obstante, se ha hecho trizas en cuanto Albiol y los suyos han convertido el Parlamento en una suerte de fondo norte, ignorando, una vez más, que al hooliganismo no se le combate con hooliganismo, y que la rojigualda no es, no puede ser, el gato de Los Suaves. Cuánto más eficaz habría sido el desprecio a los facciosos si las señorías del PPC se hubieran limitado a puntuar la algarada del modo como lo han hecho los representantes de Ciudadanos y del PSC: aguantando el chaparrón entre sofocos. Sofocos, sí: el pleno ha ilustrado hasta qué punto el celebrado prestigio de la política catalana ha sido una superchería. Véase Anna Gabriel, la diputada de la CUP, quien, tras su "bon dia a tothom" (buenos días a todo el mundo), ha creído necesario aclarar que con tothom aludía a hombres y mujeres ("Homes. Dones", ha puntualizado enigmáticamente), quizás porque la fórmula "señoras y señores" no le parece suficientemente revolucionaria. A esta oclusión, necesariamente intestinal, han quedado reducidas las ínfulas europeas de Cataluña. Entre las razones que han movido a Gabriel a declarar obligatoria la felicidad destacaban, como es habitual en esta clase de soflamas, las estrictamente literarias. Así, antes de llegar al minuto 1 de su intervención, la cupaire ya había recurrido dos veces al sintagma "sufrimiento-del-pueblo-catalán" (cómo habrá de ser ese sufrimiento que ha acabado por convertirse en un siniestro ritornelo, en una muletilla sin más sentido que el de su reverberación en el púlpito: cintorismo, en fin, en sede parlamentaria). En esa vorágine (re)creativa, la realidad apenas ha devenido en orificio donde clavar la pértiga: "[sic] Aquellas niñas que iban a trabajar a la fábrica y se subían a una caja de madera para poder llegar al telar, esas mismas niñas a las que en la escuela les decían que el catalán era una lengua que no merecía ser hablada ni pensar en ella, y estas niñas que no entendían que la lengua en que las quería su madre (tan cansada de tanto trabajar) pudiera ser tan pisoteada [sic]". El carácter netamente escolar, como de taller de Semana Cultural, de la lectura de Gabriel, se ha hecho patente asimismo en la paráfrasis de Jaume Sisa y su grácil Qualsevol nit..., si bien la incontinencia más llamativa es la que le ha llevado a decir, de los "torturadores" de Vía Laietana, que eran unos "sádicos", sin sospechar siquiera que los estaba ennobleciendo. Gabriel, en fin, ha confirmado punto por punto una sentencia de Juan Domingo Perón que, sin ser tan célebre como su geografía del ridículo, es igualmente instructiva. "Nada peor", esculpió el mandatario argentino, "que un bruto con inquietudes". Con todo, 337.794 votos neutralizan, en estas horas infaustas, cualquier asomo de sonrisa.


Libertad Digital, 9 de noviembre de 2015

La suspensión era esto

En el florido pensil del nacionalismo catalán se halla desde tiempos inmemoriales el artículo 155 de la Constitución, que establece la posibilidad de que el Gobierno adopte las "medidas necesarias para obligar [a la autonomía que no cumpla con las obligaciones que le impone la Carta Magna] al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones". (Me percato ahora de la enternecedora sobreactuación que supone "obligar al cumplimiento forzoso", fruto, sin duda, de los usos sintácticos de la Transición). Para el nacionalismo, venía a decir, el solo hecho de que en España rija una ley que prevea esa clase de medidas demuestra que España es un Estado de naturaleza opresora, lo que avala la necesidad de desgajarse del mismo. Se trata, por supuesto, de una justificación tan falaz como la que resultaría de proclamar que, puesto que la iglesia castiga el pecado, qué mejor que fundar otra iglesia; otra iglesia, claro está, donde unos pocos decidieran qué es pecado y qué no lo es, empezando por el 3%.

Los orates del nacionalismo solían vincular el artículo 155 con la suspensión de la autonomía, sintagma que, en el humedal de sus sueños, les evocaba ríos de tanques agrietando la Diagonal, el secuestro de TV3 a manos de la Guardia Civil y aun el fusilamiento del ou com balla. De hecho, y desde que se restableciera la democracia, no ha habido día en que los partidos hegemónicos en Cataluña no hayan tratado de demostrar que, en efecto, España sangra cuando se la pincha. La paradoja recuerda cómo, en el cenit de la crisis económica, quienes alertaban de la inminencia de un estallido social eran en verdad quienes llevaban siglos alentándolo.

Es fama que el nacionalismo ha ganado la batalla del lenguaje. Entre otras razones, porque no ha tenido más contendiente que un puñado de particulares. La sigue ganando, acaso llevado por la inercia. No en vano, no existe el menor riesgo de que la autonomía catalana sea suspendida: ya lo ha sido. Los ejecutores de la suspensión no han sido los gobernantes españoles, como presagiaban las ficciones al uso, sino los gobernantes catalanes. La suspensión, en suma, no pasaba por Tejero y sus memes, sino por Mas, Forcadell y Baños. Y, sobre todo, pasaba por los votantes catalanes, esto es, por la pasmosa alegoría de un pueblo suspendiéndose a sí mismo.



Libertad Digital, 3 de noviembre de 2015

martes, 3 de noviembre de 2015

Entrevista a Raúl Tamudo


Raúl Tamudo fue uno de los últimos goleadores suburbiales del fútbol español. El 27 de mayo de 2000, en Mestalla, vio a su ex compañero Toni toquetear el balón y olió sangre; luego de que el guardameta lo botara con aire funcionarial, se lo rebañó con la cabeza y anotó el gol más granuja de la historia. Su repertorio, sin embargo, no se ciñe al oportunismo: los metió buenos, bonitos y baratos, aunque su especialidad fueron los cruciales. Otro de sus calambrazos despejó el camino al Espanyol para hacerse con su segunda Copa del Rey, y su afán depredador aún le daría para arrebatarle una Liga al Barça ante 90.000 espectadores (el célebre Tamudazo) y salvar al Rayo de un descenso seguro. La mayoría de esos tantos los marcó con arreglo al manual de Hugo Sánchez, esto es, a un toque. Por lo común se los fabricaba él solito a base de buscarse la vida como un zahorí del extrarradio, mas nunca fue tan dichoso como cuando tuvo a Iván de la Peña de proveedor. "'Tú corre, que yo ya te la pondré', me decía. Era la hostia porque daba igual donde estuviera; yo me metía en el área entre mil defensas y de repente me giraba y tenía el balón pegado a la bota." En el bar de la Rambla del Raval en el que conversamos, el tintineo de la tragaperras pone banda sonora a su carrera. Con ustedes, Raúl Tamudo Montero.


Jot Down Smart, 1 de noviembre de 2015