martes, 22 de abril de 2014

Los espontáneos


Poco después de que el periódico echara el cierre, leí no sé dónde que por él habían pasado “hasta cuatro directores”. En realidad fueron cinco. A Arcadio Alfanje le sucedió Juan Carlos de la Pauta; a De la Pauta, Almudena Calambur; a Calambur, Fernando Casual, y a Casual, Pedro Requena. El interinato de Requena, ciertamente, apenas duró unos días, pero no por ello ha de caer en el olvido; antes al contrario, merece ser recordado como lo que fue: el heraldo de un tiempo indecoroso. Si esto fuera una fábula navideña, ahora habría de decir aquello de "pero empecemos por el principio". Yo lo haré por el final; más exactamente, por dos viernes antes del final. 

Aquella noche, Malena y yo cruzamos la puerta del piano-bar Klavier, en la calle Aragón, sin más propósito que darnos al escarceo vagamente amoroso. Todavía no habíamos pedido cuando reparé en el grandullón que, micrófono en mano, cantaba "La bohème", el mujerío embelesado en torno a él. Días atrás, el dueño del periódico, el promotor inmobiliario Narváez, me había presentado al trasunto de Aznavour en la redacción. Lo que jamás sospeché es que me estaba presentando al sucesor de Casual, esto es, al quinto director de un periódico que apenas contaba medio año en la calle.

-Pedro Requena, Pepe; Pepe, Pedro Requena. ¿O debo decir... Séneca? 

Existía. Séneca no era, como algunos de nosotros llegamos a creer, una suerte de autor colectivo a la manera de Wu Ming u Ofèlia Dracs. No, era perfectamente real. Para nuestra sorpresa, dicho sea de paso. No en vano, y desde la aparición del periódico, nuestro hombre acometió la hercúlea tarea de espolvorear con comentarios todos y cada uno de los artículos que en él aparecían. Su leyenda, ya de por sí inverosímil, alcanzó cotas homéricas el día en que me confesó que algunos de los comentarios que yo había tomado por réplicas a sus observaciones eran enteramente suyos. "Quien responde a mis comentarios soy yo mismo; es una técnica que utilizo para animar el debate." Los interrogantes se agolparon en mi mente cual aciagos moscardones: ¿Habría algún comentario, uno solo, que no fuera de Séneca? Es más: ¿Nos leía alguien además de Séneca?

Luego de apurar "La bohème", Séneca-Requena se desgajó del cogollo de aduladoras y vino hacia nosotros. Por entonces, ya se había consumado su nombramiento, pero no soltó prenda.

Ese lunes, en efecto, y ya investido del cargo, desgranó algo parecido a una hoja de ruta y estampó su huella dactilar en la portada: "Noticias y opiniones eclécticas". No habían transcurrido 24 horas cuando, persuadido por un comentarista (Séneca ante el espejo, pensé) de que las noticias no podían ser eclécticas, corrigió el santo y seña de su legado: "Noticias veraces y opiniones eclécticas". La lógica que aplicó Narváez, promotor inmobiliario y dueño del periódico, para dar a Séneca el timón no tenía fisuras: si Séneca, en calidad de comentarista y sin cobrar un solo céntimo, había escrito más metros de texto que todos los redactores juntos, ¡qué prodigio no haría cobrando!

Séneca dedicó los siguientes tres días a entrevistarse con cada uno de nosotros en un bar contiguo a la redacción. Según nos anunció al comienzo de aquellas charlas, pretendía “ponernos las pilas”. Pensé en mi amigo Oriol, que al poco de que empezaran a sucederse los directores comparó el periódico con una funesta secuela del gilismo y auguró que el último de los directores, el que pondría fin a aquella farsa, no sería sino Narváez, que cumpliría así su sueño de ejercer, siquiera por un lapso, de presidente-entrenador; habría sido, sin duda, el broche a un caso único en un mundo, el de las empresas periodísticas, pródigo en extravagancias.

Mas no pudo ser. Al poco de que Séneca debutara en la dirección, la promotora de Narváez empezó a sufrir los embates de la crisis y el periódico pasó a mejor vida. A mí me había despedido tres días antes; agoté el cupo de perplejidades luego de que Séneca entrevistara, en un descenso a los infiernos de sí mismo, al travesti Violeta La Burra, noticia de apertura de la sección de Sociedad, por bien que el periódico carecía ya de diques con que ordenar el mundo. (Por un momento sospeché que Séneca se había inventado la entrevista, aunque teniendo en cuenta que le había visto imitar a Aznavour en el Klavier, no podía descartar que también merodeara por la bodega Bohemia, “donde nacen los artistas”.)

La mañana en que Narváez me echó o acaso me hice echar salí del edificio con paso de gigante, sonriendo fieramente ante la posibilidad de otear de nuevo el mundo, quién sabe si deshacer lo andado y tentar otros quehaceres (reinventarse, lo llamaron después). Me llevaba el fanático alborozo que precede a todo apocalipsis.

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