Nadie ha exhibido con tanta rudeza como Jordi Pujol sénior el afán evangelizador del nacionalismo catalán, esa avidez por despojar al andaluz del taparrabos y endilgarle la ‘estelada’, esto es, otro taparrabos. El pasado viernes volvió a congratularse del gran éxito que supone para Cataluña que haya ‘chonis’ y ‘fernández’ soberanistas. La ceremoniosa confusión de Cataluña con su persona, por cierto, superó esta vez cualquier cota conocida, pues al calificar de ‘éxito de Cataluña’ lo que no es sino el fruto de su ingeniería social, Pujol se dejó por el camino un jirón de coquetería o, por decirlo a la fenicia, los derechos de autor.
Que Pujol dijera ‘chonis’ y ‘fernández’ en lugar de 'montillas' y 'tarantos' se explica por que su partenaire en aquel acto fue el también ex presidente José Montilla, quien, obviamente, refrendó las palabras de su antecesor en el cargo. En cualquier caso, lo que Montilla dijera o dejara de decir tiene tanta relevancia como el gruñido de Frankenstein: antes que el mensaje, lo que conmueve al público (¡a la masa enfurecida!) es que alguien haya insuflado vida a semejante criatura. No en vano, el hombre de Iznájar es el producto mejor acabado del pujolismo, la encarnación casi bíblica de esos ‘otros catalanes’ que lo fueron, sobre todo, a expensas de la incredulidad. Córdoba, San Juan Despí, el antifranquismo, la izquierda revolucionaria, las artes gráficas, los componentes electrónicos, el municipalismo, el PSC, el cinturón rojo, la alcaldía de Cornellá, el Ministerio de Industria... Todas las capas de la cebolla que configuraron la identidad del ciudadano Montilla acabaron sepultadas bajo una misma costra: la del nacionalista sobrevenido, la del presidente autonómico que, en usufructo del nivel B de lengua catalana, llamó a los catalanes a manifestarse contra el Tribunal Constitucional, encendiendo así la mecha del macrobotellón soberanista que rige en Cataluña desde 2010.
En la ufanía del viejo Pujol ante el hecho de que los ‘fernández’ y los ‘montilla’ reivindiquen la independencia no sólo despunta la idea de que es catalán todo aquel que, viviendo y trabajando en Cataluña, abjura de España; también late el delicado racismo con que el tolerante celebra la diversidad. Como Artur Mas descerrajara en TV3 al líder de la oposición en el Parlamento catalán, Albert Rivera: “Imagínese si somos flexibles que incluso le dejamos expresarse en castellano en esta televisión”. No hay prédica cuatribarrada, en fin, que no aparezca veteada por el subtexto con que el nacionalismo (cualquier nacionalismo) observa el mundo: allende la frontera, se extiende el reino de la inferioridad.
Análogamente, entre quienes se arrogan la condición de ‘superiores’ ningún acontecimiento suscita tanto entusiasmo como el del impuro que, habiéndose establecido a ‘este’ lado de la charca, se proclama 'inferior' con delectación.
Con todo, es probable que la suma expresión de ‘normalidad’ en lo relativo al reparto de salvoconductos no tenga tanto que ver con la aclamación de los ‘montilla’ o ‘fernández’ cuanto con el señalamiento de los ‘pla’, ‘tarradellas’ o ’boadella’. Es decir, con la abominación del ‘semejante’.
Por lo demás, y como ya es costumbre tratándose de nacionalistas, el éxito catalán del que habla Pujol se funda sobre un mito: no hay ‘chonis’ independentistas.
Zoom News, 7 de abril de 2014
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