viernes, 28 de marzo de 2014
Cuchillería
Cuando se cumplieron cuatro días del abrazo nos encaramos en el pasillo de casa de mis padres. No conocía los pormenores de su estancia en la comunidad ni quería conocerlos. O sí, lo cierto es que sí quería, pero me sublevaba el aire de adventista de séptimo día con que me trataba, esa displicencia de esplai católico. Hasta que nos encaramos en el pasillo. Al poco de ese lance se fue tornando hosco, desapacible. La recaída llegó un mes después, en un domingo de hojaldre desmigado. Al cuarto día de aquello entró en un centro de día; todavía andaba soñoliento. Durante los siete meses que duró ese segundo tratamiento aprendió a conducirse en internet ("es como la vida, de verdad. He conocido una piba que te cagas"); también aprendió a escribir ("lo que cuenta es el concepto, la idea"). Algo tuvieron que ver las niñas en su medio girar. El sábado, después de mucho tiempo despidiéndose sin más, me dijo que me cuidara. Lo encajé con benevolencia. Le habían dado el puesto de cocinero en un hotel simpatiquísimo y se creyó por encima de la ortografía. Mañana, si el tiempo no lo impide, mandará afilar la puntilla y el cebollero.
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