domingo, 9 de marzo de 2014

El fin del mundo

La cercanía del fin de semana solía avivar las cortesías y demorar las asperezas. El viernes 11 de noviembre no parecía distinto a otros viernes; también ese día un runrún de algarabía se fue apoderando de la oficina y ni siquiera el hecho de que la prensa anunciara el fin del mundo sofocó nuestro habitual contento. Así transcurría la mañana hasta que, a eso de las doce, una de las de las becarias ahogó un grito de asombro que jamás pretendió serlo. 

En una de las ventanas del edificio de enfrente, una residencia de estudiantes de fachada neoclásica, un joven se la cascaba con ímpetu de mandril. ¿Recuerdan aquel golazo de Cristiano contra el Sevilla y la celebración que le siguió, ese frame en que el guapo delantero convierte su brazo en un émbolo ygrita-ta-ta-ta? Pues con ese mismo brío se pajeaba nuestro adán. 

En un remedo oficinesco de Los pájaros, nos fuimos arracimando en torno a la mesa de la improvisada vigía hasta formar un coro de unos veinte o veinticinco mirones. Un coro, sí; al punto, uno de los comerciales empezó a alentar al pajero con procacidad de sargento y una sombra de rubor nubló el semblante de algunas de las chicas. El puberto, que oficiaba de pie, empezó a retorcerse como dicen que se retuerce el acero, en lo que asemejaba una estricta levitación sobre sus talones alados. Fue entonces cuando uno de los maquetadores avistó tierra: 

-¡Hay una tía!

Enroscada en un pliegue de la habitación, en efecto, había una mujer.

Al comercial que había empezado a jalear las acometidas del amante le secundaba ya casi todo el departamento. En ese punto, la intriga empezó a centrarse en si el gerente saldría de su despacho y se uniría a la conga o, por el contrario, en Esade no previeron un máster para esa clase de incidencias. Como quiera que la costumbre es la más instantánea de las perversiones, empezamos a encontrar aburrido el vaivén del gayolero. Yo mismo me descubrí cabeceando al ritmo del braceo como quien asiste circunspecto a un intercambio de reveses entre Nadal y Federer.

En eso, Rocco levantó su rostro 
y, al ver a la comitiva, al reparar en aquel fiero desorden de corbatas y vahídos, hizo amago de convertirse en estatua de sal. 

Creímos entonces que las persianas de Gayolo se pondrían como el sol se pone a veces en las novelas cubanas, cayendo a plomo sobre el horizonte. Y así habría sido, sin duda, si hubiera dependido de la chica, mas era el hombrecillo, al que aún respondía su báculo, el que gobernaba el mediodía. 

Ojipláticos nos quedamos cuando, tras fingir una mueca de fatiga, Rocco se volvió hacia la parroquia y, con la mano que le quedaba libre, empezó a abanicarse el rostro al tiempo que libraba su cintura a un gracioso bamboleo, su media sonrisa alumbrando Barcelona. 

Yo no dejé de admirarme por la posibilidad de que el estudiante (¿o acaso era un 'guest star' en una residencia de féminas?) no llevara despierto ni media hora.  


Por que toda su inminencia fuera un gemido entrecortado y otro sueño infinito.

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