La anulación por parte del Tribunal Constitucional del principio aprobado por el Parlamento catalán en enero de 2013, que proclamaba que "el pueblo catalán" tenía, "por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano", está lejos de ser esa cuña de civilización que algunos catalanes (no muchos, ciertamente) reclamamos al Estado.
No en vano, ya el preámbulo de dicha declaración, en que la condición de ciudadanía emana de la preexistencia de un cuerpo místico, "el pueblo catalán", que "a lo largo de su historia" habría manifestado “democráticamente” la voluntad de autogobernarse; ya ese preámbulo, digo, exigía la piqueta del TC. Recordémoslo a viva voz, siquiera para constatar cómo ciertos descalabros sintácticos (y, por ende, morales) palidecen al menor contacto con el aire:
El pueblo de Cataluña, a lo largo de su historia, ha manifestado democráticamente la voluntad de autogobernarse, con el objetivo de mejorar el progreso, el bienestar y la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía, y para reforzar la cultura propia y su identidad colectiva.
Si en lugar de historia escribimos siglos, por cierto, se nos revela (y nunca mejor dicho) el texto que sirvió de inspiración, esa otra cumbre de la prosa catalana preambular:
El pueblo de Cataluña ha mantenido a lo largo de los siglos una vocación constante de autogobierno.
Y en el que, ni que decir tiene, no hay una sola palabra que se tenga en pie, así se trate de mantener o de manifestar.
Mas, lejos de hurgar en la herida, la sentencia del TC resulta en una suave reconvención pedagógica que no es fruto del cinismo, como sería deseable, sino de la habitual transigencia de Madrit para con el nacionalismo, ese afán de apaciguamiento cuyo efecto más evidente ha sido el vaciado de España como ámbito de ciudadanía. A semejanza de esos padres que razonan a sus hijos por qué no pueden tirar al abuelo por el balcón, los magistrados, en su fallo, brindan al Parlamento catalán una tersa explicación acerca de cuál es su lugar en el mundo y, lo que ya resulta pasmoso, cómo deberían obrar sus señorías para que se haga el nuevo sol. O lo que es lo mismo: qué botón deben pulsar para destruir el Estado.
Respecto a si la sentencia es jurídica o política, baste recordar que el 6 de abril de 2004 el pleno del Ayuntamiento de Barcelona aprobó una declaración institucional por la que declaraba la capital catalana "ciudad antitaurina". Se trataba, dijo entonces el alcalde Clos, de una declaración sin efectos prácticos, por cuanto la competencia para prohibir los toros en Barcelona no correspondía al Consistorio barcelonés. Apenas cinco años después, el Parlamento catalán prohibía los toros en Cataluña.
Tan sólo es un ejemplo de hasta qué punto el nacionalismo catalán (y todos los nacionalismos, si me apuran) ha utilizado como pie de pértiga para proyectarse a los cielos la literatura que sus propios adalides han ido generando, y para lo cual no requerían más verdad que su ingenio desbocado: "el pueblo de Cataluña", "a lo largo de los siglos", “una vocación constante”... Llegado el momento, esas declaraciones se hacían pasar por 'tradición', y la tradición por 'legitimidad democrática'.
Conviene no olvidar, en fin, que las multas a comerciantes por no rotular en catalán, la prohibición taurina, la expulsión de la lengua castellana del ámbito público o el señalamiento y hostigamiento del adversario político empiezan siempre con un escriba alucinado que, a la voz de 'ar', levanta una patria de papel.
Libertad Digital, 26 de marzo de 2014
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