lunes, 3 de febrero de 2014

¿Queda algo?

Yo soy uno de los más depurados ejemplos de eso que se llama vivir al día, y que consiste en que cada día 15 sobrevenga, como emergiendo del ombligo del mundo, la pregunta cenital: "¿Pero en qué me habré gastado yo el sueldo?". En mi caso, claro está, se trata de una pregunta retórica, pues siempre he sabido la respuesta. Para empezar, a ninguna de mis amantes le han faltado flores ni palmas ni mozzarella de bufala, y si lo que se terciaba era comer berberechos, qué menos que unos Paco Lafuente. Del vino y los aceites también me encargaba yo, no fuera a ser que nuestras vidas cayeran en esa trampa funesta del "éste ya está bien" y su pariente mercadotécnico, la marca blanca. Uno de los días más felices de mi vida (entiéndanme) fue cuando, con el pretexto de una Nochevieja, me gasté en Semon 400 euros en lentejas, foie y canalones. Entre todas las mujeres a las que he amado, hubo una que, luego de tantos mohínes a cuenta del derroche, cuando al poco de cenar preguntaba si quedaba algo de "ese licorcito tan rico" y yo respondía que sí, que ya me había ocupado de renovar las existencias, suspiraba "qué bien", como si el licorcito saliera de la nada, como si para que el amor estuviera en su justo lugar no hiciera falta un trabajo silente y reconcentrado, y exponerse a todas horas a que a uno le llamen derrochador, cual si fuera una tara en lugar de una virtud. No debería sorprenderme que eso suceda en Cataluña, donde el pueblo grita 'intelectual' con ánimo vejatorio, donde al que gusta demasiado del placer lo acusan de tener el 'morro fi'. No sé, en fin, a qué viene tanto restaurante michelin en esta tierra mía cuando lo cierto es que la comida más excelsa que se sirve en las casas viene siendo el pollo a l'ast, cadáver inmune al nitrógeno. Esa muchacha, según les iba diciendo, saltaba de alborozo cuando se enteraba de que en mi despensa había lo que, por principios (y tal vez era eso de los principios lo que más me atemorizaba), se había negado a comprar. Esa muchacha, ay, tan igual a esos hombres sin fisuras, a esos gentiles impolutos que se niegan a contribuir a la colecta y, ya en el culmen de la fiesta, te susurran: "Oye, de eso que habéis pillado, ¿queda algo?".

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