La
izquierda española ha incorporado a su ADN la defensa de la memoria
histórica como piedra angular no ya de su credo cotidiano, sino
también de sus programas electorales. En nombre de la memoria (o, de
modo más preciso, de un magma melancólico en que se han ido
rebozando nociones tan vaporosos como el orgullo o la dignidad) ha
ordenado cambiar el nombre de las calles, derruir edificios,
desmantelar monumentos, retirar estatuas y aun borrar vestigios de
tiroteos en las fachadas de las iglesias. Por paradójico y aberrante
que parezca, en fin, el progresismo se ha valido de la memoria para
abolir todos los indicios que conducen a ella.
El
ex presidente Zapatero representó la apoteosis de esa infusa
palabrería, que lo mismo servía para evocar la figura de su abuelo
(nunca a la persona, sino al símbolo) como para poner en entredicho
la existencia misma de la nación española. De algún modo, el mirlo
blanco del socialismo europeo trató de robustecer su discurso
instituyendo una línea divisoria entre españoles que, lejos de ser
novedosa, tenía mucho de versión posmoderna de las trincheras
guerracivilistas. A un lado, el frente memorioso, compuesto por
cándidos ciudadanos con ínfulas de Indiana Jones que querían la
verdad antes de votar; al otro, las fuerzas desmemoriadas,
integradas por un batallón de oficinistas de medio pelo a quienes
poco importaba que la piel de toro estuviera sembrada de cadáveres.
El terreno quedó abonado (y nunca mejor dicho) para peticiones tan
temerarias como la impugnación de la ley de Amnistía de 1977 o, ya
en un plano puramente tragicómico, la solicitud, por parte del juez
Garzón, del certificado de defunción de Francisco Franco,
extravagancia que dio pie a párrafos como el que sigue, publicado en El País.
Sin
embargo, el magistrado [Baltasar Garzón] es consciente de que Franco
y todos los integrantes de la relación de golpistas que incluye en
el auto han fallecido.
Hoy
sabemos que esa reivindicación de la memoria no tenía como
finalidad el justo acomodo del presente, sino identificar al
adversario con el franquismo. No hay más que ver el trato dispensado
por parte de la izquierda a las víctimas de ETA, convertidas de
pronto en un hatajo de resentidos que, con su afán revanchista,
pretenden entorpecer el 'proceso de paz', el advenimiento de ese
'tiempo nuevo' cuya divisa, antes que la memoria, es el 'pelillos a
la mar'. Así, mientras que el esclarecimiento de los crimenes
franquistas es una premisa de salubridad moral, el de los más de 300
asesinatos de ETA en busca de autor es, como poco, una muestra de que
las asociaciones de víctimas, inequívocamente instrumentalizadas
por la derecha, actúan movidas por el odio. Como es fama, ay, en
quienes todavía siguen vivos.
Libertad Digital, 5 de febrero de 2014
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