miércoles, 19 de febrero de 2014

Aula 403

Los lunes, a eso de las seis, intento que un grupo de hombres y mujeres aprenda a reescribir (en eso, en reescribir, radica la única enseñanza probable de la escritura). Durante el curso, que tocará a su fin el 22 de junio, mis alumnos han ido afianzando o despreciando querencias, recurrencias, vicios. Artur, por ejemplo, concibe el uso de los arcaísmos como un derrame de melancolía; Pere, francotirador carente de mira telescópica, es un acérrimo partidario del cite largo y las tandas de estatuarios; Maige no escribe relatos, sino dibujos al carboncillo; María José, que solía hablar de sí misma por voces interpuestas, ha dado al fin con la veta excelsa del 'yo'; Alfonso es el más audaz explorador de sí mismo que he tenido como alumno, y Helena, una escritora en ciernes que, después de dos o tres avisos, ha entrevisto que sus mejores faenas son las menos pintureras. Mi táctica es hablarles y escucharles, construir con palabras un puente indestructible. Mi estrategia es, en cambio, más profunda y más simple. Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni con qué pretexto, por fin no me necesiten. De entre mis alumnos, Alfonso y Helena son quienes más gustan de hablar del proceso creativo, esto es, de la cocina de la escritura: la hora del día a la que escriben, la atmósfera propicia para ello, el tiempo que les ha llevado tal o cual texto. En cierto modo, vinculan la trastienda del oficio con un cúmulo de instantes placenteros que oscilan entre la noche aciaga y el estallido luminoso. Yo me sonrío porque no concibo la escritura como algo placentero, sino como un trabajo arduo, laborioso, ingrato. Así las cosas, debería preguntarme por qué escribo. Y tal vez admitir sin rebozo que soy un hombre presumido y falto de afecto, un petulante al que urgen los aplausos del tendido de sombra y las bragas del tendido de sol. Por esa misma razón (máxime cuando despierto y no hay aplausos ni bragas a mi vera) a menudo requiero un fugaz reencuentro con los días en que escribía para no decir nada, en que saltaba a la olivetti y me decía, una y otra vez, que los hombres duros no bailaban. Preciso, en fin, reflotar el tiempo en que mi hermano llegaba a casa de madrugada y me preguntaba, sosteniéndose en el marco de la puerta, por qué no había salido y qué me daba la olivetti que no me diera la plaza Real. Entonces se acercaba despacio, muy despacio, y leía en voz alta el principio de mi enésima novela: “Javier Bastante llegó al lugar del crimen con el sinsabor de la ginebra atizándole las sienes y la mirada hosca de quien ha visto mucho y feo”.
-¿El sinsabor de la ginebra? ¿Qué es el sinsabor de la ginebra?
-Se supone que el personaje se ha acostado borracho y que, cuando acude al lugar del crimen, todavía se tambalea y sigue apestando a ginebra.
-Ya. ¿Y por qué no escribes eso, que llega tambaleándose porque todavía le dura la borrachera?
-Hum.
-“El sinsabor de la ginebra atizándole las sienes…” Menuda tela…
-Es una forma de evocar la resaca.
-Pues di resaca, joder. Así, mira: "Javier bastante llegó al lugar del crimen resacoso de ginebra". ¿Qué problema hay?
-Problema,lo que se dice problema, ninguno.
-¿Qué quiere decir 'hosca'?
-Desagradable.
-¿Y por qué dices que Javier Bastante ha visto mucho y feo?
-Porque es policía.
-Ya. Y como es policía y ha visto de todo, le ha quedado la mirada hosca.
-Sí, bueno, más o menos.
-Eso no aporta nada al personaje; en todo caso, lo convierte en un poli más. Si me dijeras que tiene la mirada hosca porque la novia le ha dejado por su mejor amigo, vale, pero que tenga la mirada hosca por ser poli, no sé yo. Además, ¿tú de dónde sacas que los polis tienen la mirada hosca?
-Ahora que lo dices, no lo sé.
-Yo sí. Seguro que de otra novela.
(Y ya entre dientes, batiéndose en retirada: "Javier Bastante, ¿quién coño se llama Javier Bastante?".)
Todo aprendizaje, ciertamente, es una pugna entre la dicha y la desdicha. Sea como sea, Alfonso, Helena y mi vieja olivetti se encontraron el pasado lunes en el bar Castells. Alfonso y Helena me contaban, entre despuntes de orgullo y ardor, que habían dedicado el fin de semana a realizar un cortometraje. Apenas habían dormido y algún que otro sinsabor les atizaba las sienes, pero no había en ellos rastro alguno de hosquedad. No celebraban que el trabajo realizado hubiera satisfecho sus expectativas; de hecho, la cristalización de su empeño les importaba una higa. Hablaban, sobre todo, de las discusiones embravecidas, de las noches sin dormir, de los palos en la rueda, del momento en que estás a punto de tirar la toalla y se abre un claro en el cielo, de la patria sin nombre del esfuerzo baldío y el arrebato inmisericorde de la primavera.

1 comentario:

  1. Hombre, qué alegría que hayas vuelto a las andadas! ya estás añadido a mis preferidos.

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