domingo, 9 de febrero de 2014
Carta a un joven escritor
Los escritores siempre han gustado de la noche y el vino. Sobre todo del vino. Cuántas veces no habrás visto a un novelista darse al balbuceo en cualquier sumidero televisivo. Y cuántas no habrás leído que tal o cual obra se gestó al calor del Knockando. El consumo de alcohol, ciertamente, se halla incrustado en los usos y costumbres del oficio; la literatura misma ha contribuido a la magnificación de tal virtud hasta convertirla en un hábito legendario. Recuerda, si no, esos carvalhos en que el protagonista daba cuenta, de una sentada, de cuatro botellas de vino y nueve whiskys. Si traigo aquí los carvalhos es porque, en mis tiempos de estudiante, la iniciación en la posturita no pasaba por el conocimiento de los proverbiales how-to-do, sino por abrevar en las obrillas de Vázquez, Vila-Matas o Monzó, que fueron, ya entonces lo sospechábamos, meros pavones respecto a Ford, Carver o Bukowski, regias deidades. Hubo días en que bastaba con entrar en el bar de la facultad, fingir una mueca melancólica y exhibir La máquina de follar para que un racimo de alumnas con ‘inquietudes’ serpenteara torpemente hasta tu mesa. Por cierto, me costaría dar con un escritor tan mal leído como Bukowski, de quien esculpíamos que lo más relevante no eran el sexo ni el alcohol ni la procacidad, como si el sexo, el alcohol o la procacidad no fueran coartadas admisibles para devorar su obra hasta lo infinito. De todos modos, y teniendo en cuenta que el siglo ha dado clubes que son más que un club, no habrá de importunarte que Bukowski sea más que Bukowski, que algunos alumnos de periodismo fuéramos diseminando cuentos sin remite en que dejábamos patente que nuestra envergadura se debía a los concienzudos efectos del alcohol, como quien jura que su empresa “sólo produce imitaciones”. No tengo nada contra la escritura a 45 grados. Antes al contrario: se trata de un recurso de primer orden para que los aprendices desentrañen el misterio de la distancia crítica; al cabo, qué mejor autocrítica que la que impone la realidad cuando, al despertar, reparamos en la mujer que duerme a nuestro lado y nos decimos: “Pero… ¡cómo he podido!”. En otras palabras: nada como derramar versos salvajes para aprender que la escritura, la buena escritura, nos obliga inexorablemente a poner toda nuestra atención (y no sólo el 45%) al servicio de la inteligibilidad; y con inteligibilidad me refiero, claro está, a la feliz circunstancia de que al día siguiente de perpetrar la salvajada no musitemos: “Pero… cómo he podido”. Acabo ya. En nuestro afán de ser artistas barfly, hubimos de ascender el peldaño definitivo. ¿Existía una gesta más literaria que escribir borracho? Sí: emborracharse a secas. Yo mismo la practiqué durante años con resultados majestuosos, y estas líneas que hoy te escribo son un artefacto puramente sentimental, el tardío reconocimiento de una abultada derrota: lo mejor de mi mismo no apesta a Jameson, sino a lluvia.
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