Acaso esa nula vocación para ejercer de propagandista de sí mismo le llevó a vadear la escena española sin más parabienes que los de su club de incondicionales, que celebraron (celebramos) a Coppini en todas sus aristas, desde el credo afiladísimo de Golpes Bajos, que hizo de las discotecas un lugar más razonablemente culto, a sus escarceos con el calypso, el reggae o el funk de su primer trabajo en solitario, El ladrón de Bagdad, un álbum de 1987 que, a modo de matrioshka, traía el germen de su Flechas negras, ese alarde de finura con el que tocó el cielo. Compuesto básicamente de versiones, ese disco, de 1989, consagró a Coppini como el anticrooner sinuoso y evanescente que en el fondo siempre fue. A ese dandismo o, si se quiere, a esa pulcritud interpretativa se debe en parte un hecho sobre el que no se ha insistido demasiado: Coppini fue, con diferencia, el cantante de su generación que mejor dijo el pop en español. Y el primero, por cierto, que trató de desmentir que el castellano no fuera un vehículo adecuado para la música pop; no en vano, Flechas negras contenía, traducidas al castellano, brillantes actualizaciones de hits como "The Witch Queen Of New Orleans", "Why Can't I Touch You" o "Alone Again Or". Pero nada parecía suficiente para que Coppini alcanzara el lugar que merecía en el imaginario popular. Veinte años después, Auserón facturaría un trabajo conceptualmente similar, Las malas lenguas, que le coronaría, a ojos del público y la crítica, como el gran arqueólogo de la sonoridad rockera del castellano. Y así se fue escribiendo la historia.
Tanto El ladrón de Bagdad como Flechas negras sobrenadaron la escena musical española sin suscitar el menor entusiasmo no ya entre el público, siempre indiferente y aun reacio al talento, sino tan siquiera entre la crítica, que, con la honrosa excepción de Diego A. Manrique, tendió a ver a Coppini como un subproducto de la Movida. Ciertamente, sobraron motivos para que Coppini fuera un artista atormentado y, sin embargo, jamás explotó esa veta, como tampoco explotó la de la nostalgia ochentera, esa próspera industria de la exhumación. No, Coppini siguió a lo suyo, y aún habría de llegar el sicalíptico y jaranero Carabás, que incluye una delicadísima versión del "Orenella i gladiol" de Pau Riba. Precisamente ésa, la juiciosa honestidad con que tasó el talento ajeno, fue otra de sus grandes virtudes. De hecho, en su último trabajo, América herida, reinterpretaba a Chico Buarque, Víctor Jara, Violeta Parra, Pablo Milánes, en lo que constituye un aguerrido homenaje político-sentimental a la canción de autor latinoamericana. Se trata de un álbum que, como todos los suyos, nos deja la impresión de que llegó pronto, demasiado pronto, ay, a todas partes.
Yo moriré en Lisboa,
en el confín del mundo,
por calles que Pessoa
aclimató a su rumbo.
Y me verán temblando
con música de fados,
y esa tristeza boba,
de ciego enamorado.
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