Todo empezó con barco. Hubimos de
decir vaixell porque barco (pronúnciese /barku/) apestaba a
astillero santanderino y ya por entonces la filología se ceñía a
una misión eminentemente política, cual era la de exaltar las
diferencias entre el castellano y el catalán. Poco importó que la
normativa validara las palabras barca o embarcació (esto es,
palabras que tenían el mismo lexema que barco), o que el usuario de
un vaixell no envaixellara, sino que embarcara. Había que hundir el
barco aunque vaixell, además de una solemne cursilada, fuera un
término incorrecto, ya que resulta de la traducción de bajel, que
remite únicamente a una clase de barco.
Lo mismo ocurrió con algo (/algu/),
que fue sustituido por quelcom para extrañeza de los propios
catalanohablantes, que decimos y escribimos algú ("alguien")
o alguna. Curva se asemejaba demasiado a curva, así que fue
suplantada por revolt sin reparar en la circunstancia de que existen
las voces curvatura o curvilini. Y qué decir de la adopción de
motxilla por motxila, escamoteo risible donde los haya, pues se
fundamenta en la elección de un arcaísmo castellano que, a su vez,
proviene del vascuence motxil. De nuevo, el criterio imperante no
obedecía más que a la voluntad de ahondar la brecha entre dos
lenguas que no son sino dialectos umbilicales.
Hay muchos otros ejemplos con los que
no querría aburrirles que demuestran que, salvo Xavier Pericay, los filólogos catalanes han
contribuido, prietas las filas, a forjar una lengua insidiosa,
artificial, molesta. Una lengua que se ha ido recreando a contrapelo
de la vida y, lo que es peor, contra su propio futuro.
Viene esto a cuento de los fastos
regresivos, antidemocráticos y falaces que prepara el Ayuntamiento
de Barcelona para este año. No se trata, pese a lo que pueda
parecer, de una desviación más o menos calenturienta de la doctrina
habitual, sino de su esencia misma.
Libertad Digital, 8 de enero de 2014
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