Como es costumbre cuando
Xavier Pericay cruza el charco desde su Palma de adopción a su
Barcelona natal, nos habíamos citado para lo que solemos: festejar
las venturas y relativizar las desventuras. Por alguna razón, en
lugar de nuestra cena de rigor, tomamos un aperitivo en la cervecería
Moritz, en la Ronda de San Antonio, a tan sólo unos metros de la
esquina que albergó, a principios del siglo pasado, el restaurante
Patria. Las primeras nociones sobre cómo evitar que las ideas se
amontonen hasta formar un cuello de columna me las enseñó Pericay a
principios de los noventa en la Facultad de Periodismo de la UAB.
Nunca he dejado de asistir a sus clases:
–En marzo de 1930, en ese
restaurante, el Patria, se celebró una cena de políticos e
intelectuales de izquierda a la que acudieron Azaña, Serra i Moret,
Campalans, Álvarez del Vayo... Es uno de los escenarios de
Compañeros de viaje, que, por cierto, estoy a punto de terminar.
Meses después, cuando lo
hube leído, supe que fue en ese restaurante donde Azaña pronunció
el discurso que sellaría la unidad de destino entre el
republicanismo federalista y el nacionalismo catalán.
En resumen: queremos la
libertad catalana y la española. El medio es la revolución; el
objetivo la República, y la táctica oponer una barrera inconmovible
al confusionismo y a la bastardía. Si estamos de acuerdo en todo
esto bien podemos esperar que nuestra visita a Barcelona será
inolvidable.
A decir verdad, recordaba
vagamente esa azañada por un viejo artículo Horacio Vázquez-Rial.
Ignoraba, eso sí, que el político español hubiera pretextado una
cefalea para ausentarse del programa de actos que le había llevado a
Barcelona. No viajó solo. Azaña encabezaba una delegación de una
cincuentena de intelectuales castellanos a quienes habían invitado
sus análogos catalanes en agradecimiento por la solidaridad
expresada seis años antes, cuando la dictadura del general Primo de
Rivera promulgó una serie de decretos prohibiendo la enseñanza y el
uso público de la lengua catalana. Por las filas castellanas
formaban, entre otros, Gregorio Marañón, Pedro Sáinz Rodríguez,
Ernesto Giménez Caballero, Ramón Gómez de la Serna y el propio
Manuel Azaña; en las catalanas destacaban Amadeu Vives, Carles
Soldevila, Josep Pla, Josep Maria de Sagarra y Joan Estelrich,
secretario, mano derecha y, en suma, hombre para todo de Francesc
Cambó, y que fue, de hecho, quien alentó el encuentro.
Pericay, lectívago
empedernido de periódicos de ayer, se zambulle en esos días para
narrar lo que, tomando en consideración el fervor popular que
suscitó el evento, bien puede tenerse por el gran derby secular de
la intelectualidad. Las instantáneas que nos brinda no dejan lugar a
dudas: arracimado al pie de los más excelsos balcones de la ciudad,
incluyendo los de la plaza de San Jaime, el pueblo jalea las arengas
del all stars del pensamiento patrio con la misma fogosidad con que
hoy aplaudiría el docto balbuceo de un Guardiola.
La inmersión del autor en
el pasado también es estilística. Pericay, aquerenciado en una
escritura tan pulcra como delicada, en una sintaxis que, por el
procedimiento de ir soltando y recogiendo carrete, irradia un sosiego
parecido al de ese viejo periodismo al que ha consagrado parte de su
obra ensayística; Pericay, decía, termina por ser un miembro más
de la comitiva de intelectuales, algo así como un fedatario tan
mordaz como socarrón que, entre bambalinas, va subrayando
maliciosamente las pequeñas miserias de cada una de sus criaturas.
Su proverbial ironía, no
obstante, va dando paso, a medida que se suceden los discursos y los
días, a un rictus melancólico. Hubo un tiempo, sugiere, en que en
España todo fue posible; también la concordia entre catalanes y
castellanos (por más que las supuestas diferencias entre unos y
otros, y esta acotación es mía, parezcan más volubles que
sustanciales, como volubles son, en cierto modo, esos discursos en
que unos y otros se deshacen en lisonjas).
Mas el huevo de la serpiente
se estaba ya incubando, lo que nos lleva de nuevo a la confluencia de
las calles Muntaner y Sepúlveda, es decir, al restaurante Patria,
donde Azaña, contraviniendo el espíritu que presidió las jornadas,
proclama ante un grupo de comensales de su cuerda que debajo de la
playa, ay, están los adoquines.
Seis años después, el
estallido de la guerra civil sacaría a relucir la inutilidad de los
arrumacos entre castellanos y catalanes. El dogmatismo impreso en el
discurso patrio de Azaña, en cambio, seguiría vigente. De algún
modo, esa vigencia se proyecta sobre la España de hoy en día, pero
no porque Pericay recalque los paralelismos de forma explícita, sino
precisamente porque, al evitarlo, provoca que la podredumbre del
actual momento español se perciba con pavorosa nitidez.
(No me resisto a transcribir
la única nota de orgullo autorreferencial que hay en las cerca de
400 páginas de Compañeros de viaje. No fuera a ser que, antes que
los hombres, sea Dios quien acabe celebrando a Pericay:
Como no recogerá tampoco la
adhesión de Fernández Almagro, por lo que el periodista granadino
hará lo mismo que la escritora santanderina [Concha Espina], esto
es, mandarle al factótum de todo [Joan Estelrich] una carta en la
que reiterará lo ya expresado en una carta anterior. Por si acaso.
Que es como decir, con algo de sordina, "para la historia".)
Libertad Digital, 1 de enero de 2014
Libertad Digital, 1 de enero de 2014
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