Smoke
Hace poco quise saber qué había sido
de Smoke, en qué rompeolas yacían sus restos. Tras verla de nuevo,
habría de preguntarme dónde yacen los míos. Ya el monólogo de
William Hurt nos lleva a retreparnos en el sofá, a aguzar los
sentidos ante lo que asemeja el preámbulo de una tormenta de
sutilezas. No en vano, esa disertación sobre el peso del humo es una
efusión lírica con que Paul Auster, guionista y codirector del
filme, alude a la naturaleza de su propio estilo, al hecho de que sus
postales neoyorquinas sean eso mismo, una conversación disoluta, un
torrente de aventis apenas gobernado por la cadencia con que se van
liando los cigarrillos. Soy humo, nos dice Auster, puro humo, pero no
yerren el tiro: también el humo es susceptible de pesaje, de cierto
grosor filosófico. Auster. Mis pleitos con él, que los hubo,
provienen de un antiguo entusiasmo que, en el caso de la película
que nos ocupa, sigue intacto, lo cual me anima a pensar (de forma un
tanto optimista) que acaso el estupor en que me sumieron sus últimas
novelas tenga más que ver con la deriva del autor que con mis
recelos. Entre las columnas y humaredas que, en un sentido casi
periodístico (de dominical, si quieren), jalonan Smoke, la del álbumde fotos de Auggie es mi predilecta; aún hoy tiendo a verla como un
bumerán que el azar devuelve en forma de genial precuela. El álbum
en cuestión, compuesto de cuatro mil fotografías tomadas a diario a
la misma hora y en la misma esquina de Brooklyn, tiene algo de
antecedente de los blogs y es, a su manera, un hermoso blog
analógico; máxime teniendo en consideración que Harvey Keitel, a
cuyo cuidado están esas fotografías, nos recuerda que el sentido
profundo de ese blog tiene que ver con la posibilidad de ser algo más
que el dependiente de un estanco. «Yo creía que eras solo
estanquero», observa Hurt. «Nadie es sólo una cosa», repone
Keitel. Por esa misma razón escribo yo. A cada conversación, con
cada una de esas humaredas, el argumento da un salto a un territorio
inédito cuyo mar de fondo es la vicisitud de narrar lo vivido.
¿Adónde nos lleva el blog de Auggie? A la cámara con la que va
tomando las fotografías, y que sugiere que Auster, en fin, es uno de
esos autores para quienes la luna importa tanto como el dedo que la
señala; así, el personaje de Auggie echa a volar el relato de cómo
consiguió la cámara. Y Auster, señalando al dedo que señala la
luna, remata la película con la escenificación de ese mismo relato.
El mostrar sigue al declarar, sí, pero no siempre los desvelos
incurren en redundancia; menos aún cuando el autor ha logrado la
hazaña de llevar la acción a un horizonte en el que lo que de veras
importa es la fricción del lenguaje, ese tribalismo de hoguera que
nos lleva a contar y recontar cuanto somos y que acaso atenúa la
tragedia de vivir.
El secreto de sus ojos
Que se trate de un plano secuencia demás de tres minutos y el público apenas lo advierta constituye un
alarde de pericia ante el que solo cabe postrarse. El gran puntal de
la escena (y la razón de que esta se agigante hasta lo indecible) es
el monólogo del juez Fortuna, personaje al que da vida Mario
Alarcón. En su docta y bravía andanada contra Expósito (Ricardo
Darín), Fortuna-Alarcón establece la exacta diferencia entre los
actores de segunda y los actores secundarios. Su diatriba, ceñida a
la argucia retórica de soltar y retomar el hilo del carrete, no solo
resulta inteligible cuando se quiebra en vigorosos «reverendos»,
sino también cuando deviene en cínicos, delicados susurros. Con
todo, tengo para mí que la cumbre expresiva de esos cuarenta y nueve
pasos en redondo es, antes que la dicción, el manoteo. Lejos de ser
un estorbo (como lo son para la gran mayoría de los actores
españoles), las manos del juez secundan cada signo de puntuación a
la manera de un decoroso lance de capote. Cierran el cuadro Guillermo
Francella, que encarna a Pablo Sandoval, y Soledad Villamil, que
interpreta el papel de Irene Hastings. Cualquier cineasta de medio
pelo les habría relegado a la condición de floreros, mas Campanella
es un gigante en cuyas tablas figura el mandamiento de que, en toda
película que se precie, debe haber uno o varios personajes que
sublimen la carcajada o el lagrimeo del público. Así, mientras que
Francella se encarga de subrayar el iracundo asombro del «doctor»
por el procedimiento de reprimir en vano su incontinente regocijo;
ella, cándida niña de la sosiedá, se debate entre el vago reproche
y la recatada admiración por Expósito, ese relámpago de saña y
júbilo que ilumina su jornada laboral.
(Una confidencia: desde hace un tiempo,
por Navidad, mis comidas en familia suelen concluir con mi
interpretación del monólogo de Alarcón, numero que repito para mis
hijas en Nochevieja. Mi hermano Jordi me da los pies de Expósito. En
fin, no me resisto a transcribirlo, por si alguien se atreviera a
emularme:
—Cuando yo le hablo usted escucha mi
voz, ¿cierto Expósito?
—Sí, doctor.
—Entonces tengo que suponer que si yo
le digo algo y usted hace exactamente lo contrario, no es que no me
oyó, sino que usted se caga en la orden que yo le di, ¿verdad,
Expósito?
—No, no es así doctor.
—Y si me llama mi colega de
Chivilcoy, muy enojado, para contarme que dos empleados de mi juzgado
asaltaron la casa de una pobre vieja, eso significa que lo que yo
digo no vale una reverenda mierda.
—No sé de dónde su colega pudo
haber sacado semejante cosa.
—Es lo mismo que le dije yo,
Expósito. Pero fíjese, fíjese que mi colega me cuenta que el otro
día, en la ciudad de Chivilcoy, en la intersección de las calles
Francisco Sabello esquina Esquiafino de la ciudad de Chivilcoy
estacionó un peugeot de color negro con chapa de capital número
133.809, y mi colega solicita a la policía federal que le averigüe
los datos del auto. Y a qué no adivina a nombre de quién está.
Dígame, de quién. De un tal Ex… Ex-po… Ex-po-si…
—To.
—Y la policía federal le da sus
datos laborales. Y el juez me llama a mí, para ver si yo le puedo
aclarar algo y la verdad, Expósito, que no puedo, porque tal parece
que yo no soy un juez, sino que soy un reverendo boludo, porque yo
digo que hagan A y acá hacen Z, como está máquina de mierda que me
metieron.
—Discúlpeme, doctor, pero me parece
que aquí está pasando algo extraño.
—Exactamente. Espere, espere, espere,
no se vaya que ahora viene lo mejor, después me puede seguir tomando
de boludo todo el tiempo que quiera, pero ahora escúcheme. Porque lo
que llamó la atención en el pueblo no fueron dos tipos con pinta de
porteños, o que uno de ellos aparentemente se atara los cordones de
un par de mocasines, no, no, no, no… Lo que llamó la atención fue
que uno de ellos entró al almacén del pueblo, saludó muy
amablemente, pidió una botella de osburne y se la fue tomando del
pico por la vereda. ¿Le doy la descripción del sujeto?)
Descalzos por el parque
¿Reconocen la imagen? Se trata de un
fotograma de Descalzos por el parque, una de esas comedias achispadas
que demuestran que Nueva York y los matrimonios en vilo fueron
anteriores a Woody Allen. Descalzos… es un valioso muestrario de
todo cuanto a día de hoy es inmoral, es ilegal o engorda. Baste
decir que abundan las escenas amenizadas con ginebra, vodka o alguno
de los extravagantes licores que sorbe Charles Boyer, memorable en su
papel de canalla sin fronteras. De hecho, la escena final de la
película, la que deshace el entuerto y reinstaura el orden
universal, es una borrachera antológica del protagonista masculino,
Robert Redford. Acaso el argumento dé una idea más cabal sobre la
irreverencia del filme: tras disfrutar de su luna de miel en el Plaza
(arranque que incluye una escena en la que ella, simpáticamente, se
hace pasar por puta), la pareja que forman Paul y Corie (Jane Fonda)
inicia su vida conyugal en un recoleto y desvencijado apartamento de
Greenwich Village. Él, que ya ha comenzado a foguearse en el arduo
oficio de la abogacía, es un firme partidario de lo predecible, de
la tibieza, del recato. Ella, dichosa en su nuevo rol de ama de casa,
no ve el momento de colmar la agenda de divertimentos más o menos
estrafalarios, en la creencia de que, de ese modo, su marido será
más feliz. Y hasta aquí puedo leer… Convendrán en que,
actualmente, semejante planteamiento no recibiría subvención
alguna; antes bien, sería la prueba de que su autor es un perfecto
delincuente. Después de todo, qué mujer no se sentiría ofendida al
ver una película en que la protagonista sufre una crisis existencial
porque no atina con la tecla con que hacer feliz a su guerrero.
¿Saben cómo se deshace el nudo? Tras una conversación entre ella y
su madre en que esta le aconseja que no pretenda hacer de su marido
el bohemio alocado que jamás será. Han leído bien, sí… ¡la
madre recomienda a su hija mimetizarse con la grisura aunque esta no
sea de su agrado! En cuanto a la borrachera descalza de Redford, se
trata de una treta narrativa para presentar el desenlace como una
transacción por la que él acepta ser algo menos rígido y ella
menos casquívana. Imagínense: ¡todo cuanto tiene que hacer el
marido para salvar su matrimonio es mostrar una cierta disponibilidad
a emborracharse de vez en cuando! Añadan a la lista un restaurante
albanés (y clandestino) donde la comida es pura bazofia y los
clientes fuman a discreción y obtendrán el manual inverso de la más
genuina socialdemocracia, el fragmento de un mundo hecho pedazos;
pulverizado, precisamente, por la grisura. No se sorprendan si digo
que Descalzos por el parque fue, en su momento, una película de
izquierdas. Igual que yo, por cierto.
El verdugo
Entre las escenas de El verdugo que,
aún hoy, sigo viendo con pavor, se halla la de la comida campestre.
En el momento en que José Isbert empieza a explicar cómo toma las
medidas del cuello a los ajusticiados, Nino Manfredi y Emma Penella
se alejan del picnic (en la España que nos ocupa, el término es una
mera licencia poética) y dan rienda suelta a lo que, según parece,
es un cortejo. Ella se avanza unos pasos componiendo una mueca que,
durante el resto de la escena, oscilará entre el ensueño y la
tribulación; también Manfredi deja a las claras que es hombre de su
tiempo: luego de que el personaje de Penella (Carmen, si no recuerdo
mal) empiece a bambolearse, va tras ella, recoge un pedrusco y, tras
sopesarlo tres veces, lo arrroja contra su pretendida cual si esta
fuera un bolo. No parece que Berlanga haya injertado la pedrada como
la cuña estilística que se supone a otros apuntes (véase, por
ejemplo, el de esa pareja que, en cuanto arranca el baile, se va con
la música a otra parte en un sentido plenamente literal). No; la
pedrada viene a ser el piropo del cejijunto, el fiufiu del cazurro,
nada, en fin, que esté destinado a llamar la atención del
espectador. Lo que hiela la sangre es que, muy probablemente, se
trata de la única expresión de afecto de que es capaz el personaje.
A las mujeres, pedradas; a los reos, garrote y a los viejos, la
habitación sin vistas. Aquella España.
Jot Down, 28 de diciembre de 2013
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