Era previsible que Rufián saliera trasquilado de su testimonio
en el juicio del 'procés', pues no hay en España un político tan
refractario a la exactitud. Fue oír de boca del juez Marchena
la palabra “hechos” y sumirse el joven diputado de ERC en el desconcierto.
Diríase que se trataba de la primera vez en su vida adulta que se veía urgido a
respetar una cláusula casi demoníaca: hechos, ahí es nada. ¡Nombres a él, que
sólo conoce adjetivos! La pregunta que me asalta a cuenta de las reconvenciones
(bien que escasas, ay) de Marchena a reos y testigos, es por qué lo que resulta
inadmisible en un juzgado es de recibo en el Parlamento. Por qué a los
legisladores, en fin, no se les obliga al mismo compromiso factual
cuando declaran en Cortes. Se me dirá que la política es persuasión,
y que el lenguaje persuasivo es indisociable de alguna que otra dosis de ironía
e incluso de sarcasmo. Lo cierto, no obstante, es que nadie que no sea un
cínico puede afirmar que lo que se vería desterrado del Congreso es la
deslumbrante oratoria de sus señorías. (Que la
política sea persuasión, de hecho, es una consideración tan ilusa -e
ilusionante- como la existencia del libre albedrío, pero aceptemos pulpo.)
Imagínense a un Marchena ejerciendo de presidente
del Congreso, un hombre bueno que ante el menor intento de derrame
sentimental, homilía extemporánea o insulto al adversario, cortara por lo sano
(‘Cíñase a los hechos’) so pena de amonestación. Que empezara a regir un código
por el que la actividad parlamentaria se atuviera al lenguaje recto, a la
economía discursiva, a la verdad. Un parlamentarismo exento de grasa, que por
pura antiadherencia fuera expulsando a los mendaces, los zafios, los
insolentes. Just facts. Escuchaba ayer una tertulia en que
uno de los participantes exclamaba: “¿Pero qué se ha creído Rufián, que estaba
en una tertulia?”, cuando la pregunta, desalentadora y fatal, es si se creía en
una Comisión
de Investigación.
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