El caso ha devenido en carnaza para las
clases de ética, donde la controversia acerca de la pena de muerte ya
sólo planea sobre los animales. La misma Bensheim-Auerbach, la localidad
del oeste de Alemania a la que los medios han vuelto los ojos, se ha
convertido en el plató de un psicodrama global, confusamente engarzado
con la arena política. Mientras unos vecinos lamentan que las
autoridades destinen recursos a socorrer a un ser inmundo, otros
defienden que sobre esta especie se pose al fin la mano benefactora del
hombre, habiendo estado ausente la de Dios desde el origen de los
tiempos. También en este conflicto asoma una tercera vía: la de quienes,
asumiendo que la operación debía regirse por el protocolo
cinematográfico, es decir, sin que nuestra protagonista resultara
dañada, previenen del riesgo de empatizar con un vector de transmisión
de la inmundicia. Por encima de todos ellos se alza la voz de quien
achaca la gordura del bicho a la demasiada comida que desperdiciamos. Un
reflejo catacúmbico de la opulencia y el derroche de los hombres.
Tal es, con matices, la idea que vertebra el colosal Ratas (Alba
Editorial, 2005), del periodista Robert Sullivan, y que se resume en la
máxima ‘ahí donde hay hombres hay ratas’ (con su viceversa, acaso más
inquietante). Para el reportaje, que es al tiempo una fabulosa
intrahistoria de Nueva York, a la que rinde tributo, Sullivan se
entrevistó con ecólogos, periodistas, políticos, basureros, policías,
exterminadores… y buceó en toda la literatura relevante sobre el tema,
desde estudios científicos sobre el bacilo de la peste a informes de
reurbanización de barrios deprimidos, sin olvidar los canónicos Plague!, de Charles T. Gregg, y Diario del año de la peste, de
Daniel Defoe. Pero sobre todo tuvo los ojos abiertos. “No he recurrido a
métodos extraordinarios […] Lo único que he hecho ha sido apostarme en
un callejón […] a no más de una o dos manzanas de Wall Street, Broadway o
del solar donde se emplazaba el World Trade Center. […] Esperar y
observar, con lluvia o sin ella, jornada tras jornada, siempre de noche,
cuando, en general, los seres humanos duermen y las ratas reviven”.
Organizado en torno a los efectos del paso de las estaciones en dicho
observatorio, Ratas es también un prontuario del asombro:
especímenes del tamaño de una nutria que lideran, de un modo muy cercano
a la coacción, al resto de la manada; decenas de ratas cuyas colas se
enmarañan de manera accidental, formando un ovillo inexpugnable (en
argot, un “rey de ratas”); peleas de ratas y perros en el Manhattan de
los Dead Rabbits, los Plug Uglies, el Tammany Hall… y Henry Bergh,
fundador de la Sociedad de Prevención contra la Crueldad con los
Animales. Jamás el término pionero le habrá cabido a alguien con tanto
merecimiento. Corpulento, de porte erguido, sombrero de ala recta y
levita azul oscuro, Bergh patrullaba las calles y reprendía a los
cocheros que maltrataban a sus caballos, improvisaba soflamas
animalistas en el más puro estilo Speaker’s Corner y aun emprendió una
batalla legal contra el propietario del bar-reñidero Sportsman’s Hall,
Kit Burns. Éste, en su defensa de la “caza recreativa”, alegó:
“Cualquier persona con dos dedos de frente
sabe que las ratas son alimañas. Bergh toma partido por las ratas y no
nos deja matarlas porque cree que son animales. ¿No mataría él una rata
si se la encontrara en su despensa? ¡Claro que sí! Pero, ¿mataría un
caballo si se lo encontrara en su patio? Claro que no. ¿Por qué? Porque
un caballo es un animal, pero la rata no. Yo conozco a las ratas. Sé que
son alimañas y hay que matarlas. Y si podemos sacar algún partido
divirtiéndonos con su muerte, tanto mejor.”
El mundo. Una trazabilidad.
Voz Pópuli, 5 de marzo de 2019
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