lunes, 30 de octubre de 2017

Las calles nunca serán de nadie


Al salir de mi casa, en el barrio de San Antonio, me cruzo con dos vecinos que llevan la elástica de la Roja. En el metro, tres señoras a cuál más bulllanguera, con la capa reglamentaria de España (a diferencia de la independentista, no permite a su portador alzar el vuelo) tratan de organizar una cita “por Paseo de Gracia” que presumo imposible. Los vagones rezuman españolidad, esa rara aleación de camaradería, jovialidad y, por qué no decirlo, mala leche.

La manifestación del 26 de agosto, tras el atentado yihadista en Las Ramblas, rompió todos los diques del decoro, que ya entonces tenían algo de precario. Ese día, miles de independentistas convirtieron el Paseo de Gracia en un avispero que, a rebufo de las consignas de los dirigentes de la ANC (a quienes Colau, en su enésimo alarde de irresponsabilidad, había cedido el mando), ora se lanzaba contra el Rey, ora contra los políticos del PP y Ciudadanos. Las sonrisas, si alguna vez las hubo, se habían trocado en un rechinar de dientes postizos, pues fueron las ancianas, esas mismas que Fernando Aramburu presenta en Patria como una suerte de vanguardia de la cizaña, quienes más se significaron en la silbatina, la trifulca, el escarnio. Fue, insisto, una de las más despreciables demostraciones de fuerza de que se ha tenido constancia en Cataluña, una comunidad que en los últimos años ha hecho de los ataques a la convivencia una extraña forma de vida. En cierto modo, el discurso con que el Rey galvanizó el despertar de España empezó a gestarse en  aquella barraca de feria en que las víctimas del terrorismo habían sido relegadas en favor de un punching ball muy parecido al que estila la corte de tarados que el día 11 de septiembre se reúne frente a la estatua de Rafael Casanova. En el centro, las autoridades españolas (o de obediencia española); a los lados, un cogollo de desocupados que, encaramados a las vallas, se dan a brear al forastero, al traidor, al botifler, y que lo mismo podían estar allí que lanzando tomates en un juzgado a presuntos corruptos (siempre, claro está, que sean corruptos españoles).

Mas hoy, miles y miles de catalanes se han vuelto a rasgar la garganta por la modernidad, el progreso y esa palabra que tanto molesta, ay, a los nacionalistas: el cosmopolitismo. Una de las discusiones que ha prendido entre los manifestantes fue si éramos más que el 8 de octubre. No lo tengo por seguro, pero el Paseo de Gracia es bastante más ancho que la Vía Laietana y hubo momentos en que no se podía discurrir por él, pues la densidad en algunos tramos se cifraba en los canónicos 1:1 (un individuo, un metro cuadrado) de las grandes concentraciones del Guiness.

Desde donde me encontraba, en Paseo de Gracia – Diputación, no se oían los discursos de Freixas, Borrell y quien quiera que haya tomado la palabra. Entre mi séquito ha circulado la consigna de que cuando hablara Borrell, todos prorrumpiéramos en un ‘Puigdemont a prisión’. Vergel de cachondos, había incluso quien aventuraba que, el año que viene (¡el año que viene!) uno de los oradores sería Ferran Mascarell, cuyo caso de camaleonismo habrá de estudiarse en las universidades.

Me iba fijando en las caras de los manifestantes y no reconocía ninguna, tanto tiempo hemos callado. A Arcadi le paraban cada medio metro para reclamarle un selfie, no sin antes darle las gracias por lo que hace, está haciendo por España y los españoles. Hasta que una señora se le ha acercado y, aliviándose el refajo, le ha dicho: “Espada, yo es que le veo en Ana Rosa y me corro viva”. Y así de viva estaba ayer España en la mañana barcelonesa.


El Mundo, 30 de octubre de 2017

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