Salí de casa pasadas las cuatro sin rumbo fijo, con el propósito de darme una vuelta y tal vez llegarme hasta la Barceloneta. En una ruta no del todo inhabitual, tomé la Ronda de San Antonio desde Manso, abrevié por Tallers y enfilé las Ramblas.
Me admiré, maldita la hora, de la parsimonia, o acaso fuera pachorra, con que iba vadeando el bulevar; y me sonreí, siquiera por contraste con los tiempos en que apretaba el paso al llegar a la altura de Unión. Eran las 16:19 (lo sé por un mail de Arcadi que me detuve a leer) cuando arribé al final, ese final que tantas veces fue principio de todo.
Desde allí, anduve por la calle Ancha hasta Santa María del Mar y me senté frente al templo a tomar un café. A la media hora, empecé a ver cómo alrededor de mí, los clientes de la terraza, todos los clientes de la terraza, atendían compulsivamente la pantalla del móvil. La escena, tan ruidosa y apacible a un tiempo, me llamó tanto la atención que a punto estuve de tomar una foto. Al poco sabría que no estaba ante el epítome de la enajenación moderna. También yo me conduje, a partir de ese momento, conforme a los círculos concéntricos por que se rige el periodismo.
Llamar a mis hijas para decirles que estaba bien, llamar a mi madre para decirle que estaba bien, llamar a mi abuela para... (había fallecido en julio pero se conoce que aún no tengo el dato afianzado; ¡la de veces que la he vuelto a enterrar por esos lapsus!), tratar de localizar a mi hermano (que gusta, como yo, de deambular por la zona); eso, mientras rastreaba el Twitter para ir sabiendo de amigos y conocidos. Luego, ya en el Paseo de Colón, me crucé con los primeros viandantes que venían de las Ramblas: llevaban el espanto en la mirada.
A esa hora, el trasiego urbano, esa amable trepidación en que a menudo se resume Barcelona, había cesado. Desde el pie del monumento a Colón, adonde llegaba el cordón policial (faltaban apenas unos minutos para que empezaramos a familiarizarnos con tecnicismos del tipo perímetro de seguridad), las Ramblas eran un páramo. Se dice, y es verdad, que es una de las pocas vías barcelonesas, ya no digamos españolas, en que puede uno encontrarse a alguien a cualquier hora de cualquier día. Estaban vacías; la misma clase de vacío, por cierto, que asoló Canaletas el día del golpe al Central, allá por mayo del 81.
En casa, frente a la tele (un hurra por Marc Sala, de TVE), no hubo un solo plano que no reconociera. Ni un retazo del paisaje que no estuviera cosido a una vivencia, ya fuera ésta fiera, dulce o tremebunda, como los desayunos en la Boquería después de darlo todo en el Karma, o el día en que mis hijas descubrieron, maravilladas, los puestos de animales; los mismos que, poco después, les acabarían repugnando. Este viejo cauce de alcantarilla, me dije entonces, no acaba de encajar en el siglo XXI. Ayer lo hizo con estrépito. Barcelona, en efecto, es una ciudad abierta, tolerante, rumbera. Pero, con todos mis respetos, alcaldesa, vaya poniendo unos pilones.
El Mundo, 18 de agosto de 2017
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