martes, 15 de agosto de 2017

Desvelo del poderoso


Fraga quería hablar del periódico, le interesaba cómo sería la sección política, soñaba con una crónica parlamentaria al estilo de las que publicaba el  Times de Londres, pero también quería contar con una sección de libros parecida a la de los grandes diarios británicos. Como se hacía tarde me invitó a almorzar al día siguiente para seguir conversando. "También viene un amigo mío, un profesor americano, le divertirá conocerlo." No se equivocó en la predicción. El huésped era un antropólogo sexagenario que había dedicado su vida al estudio de las costumbres de las tribus indígenas en los Estados Unidos. Amenizó el almuerzo con infinidad de anécdotas y al final del mismo, al que asistieron también su esposa y la del embajador, le entregó a este una especie de cetro tallado en madera del que colgaban unos abalorios de plumas.  

-Sirve para ahuyentar los malos espíritus. Lo podemos probar ahora si quieres.

Ni corto ni perezoso, empezó a ensayar una danza ritual en los salones de la embajada al tiempo que invocaba a Manitú. Los presentes le acompañamos con entusiasmo, ensayando los pasos de una especie de cumbia improvisada, dando saltitos por los corredores y entonando sonidos guturales cuya estridencia tratábamos de regular poniendo de forma intermitente las manos sobre la boca. A los pocos minutos dio por terminado el oficio y nos comunicó con toda seriedad que la residencia y sus habitantes habían quedado purificados. El tiempo demostraría cuán errado estaba.



El fragmento corresponde a Primera página, el primer volumen de las memorias de Juan Luis Cebrián, quien, un día antes de ese almuerzo con Fraga, comía en Ginebra con Don Juan de Borbón. Transcurre el otoño de 1975 y nuestro hombre, cuyo último cargo de relieve ha sido la dirección de los informativos de TVE, es el más firme candidato a dirigir El País, por lo que ya se le tiene por una suerte de interlocutor de la nueva era. La conversación entre Cebrián y Don Juan se ve interrumpida por al menos dos llamadas telefónicas del Príncipe Juan Carlos, que da a su padre la noticia de que Franco se halla en las últimas. Esa misma tarde, Cebrián vuela a Londres para, como decíamos, entrevistarse con Fraga. El embajador español en el Reino Unido, recién convertido al aperturismo, recela de la orientación del futuro periódico. Al día siguiente, ambos invocan a Manitú en compañía del susodicho antropólogo. De esta clase de episodios, en los que Cebrián transita por las más recónditas instancias del poder hasta confundirse con el poder mismo, se nutre Primera página.

Con Cebrián, si bien se mira, se produce un equívoco similar al que se producía con Samaranch. Del mismo modo que de éste se destacaba su acrisolado franquismo, en Cebrián se ha querido ver a un icono de la socialdemocracia. En realidad, tanto Samaranch como Cebrián son, en esencia, dos podertistas de élite, diríase que inmunes al etiquetaje ideológico. Así lo reflejan estas memorias, un soberbio testimonio de las escenas y entretelas que han ido conformando, para bien y para mal, la España que somos.

El poder ha devenido en el gran tema de la obra de Cebrián, al punto que impregna cualquiera de sus reflexiones. Véase, sin ir más lejos, la conversación que mantuvo hace unas semanas con nuestra Oriana Fallaci, Cayetana Álvarez de Toledo, y en la que el hoy presidente de El País cifraba el concepto de poder "en un conjunto de cosas: votos, conciencia social, dinero, armas...". (Basta comparar, por cierto, la entrevista de Cayetana con la de Évole, en que éste reclamaba a Cebrián que utilizara un lenguaje asequible a su madre, para discernir el gran periodismo del simulacro con ínfulas.) No es casual, en fin, que uno de los instantes más elocuentes, por epifánico, del libro, es el que describe, a propósito de la segunda visita de Fidel Castro a Nicaragua, el asombro de Gabriel García Márquez al paso del séquito del presidente cubano.

Un inciso a este respecto: el autor sitúa la acción en el contexto del triunfo de la Revolución Sandinista -julio en 1979-, cuando en verdad ese viaje se produce con motivo del nombramiento de Daniel Ortega como presidente del país, en enero de 1985. Otra imprecisión de bulto (no sólo imputable al autor) es la que data en diciembre del 82 la primera mayoría absoluta de Felipe González, que aconteció el jueves 28 de octubre de ese año.

El Cebrián más desapacible, el de la legendaria mala leche; en suma, el mejor Cebrián, llega de la mano de los retratos, en los que no hay la menor concesión a la sentimentalidad. Mutado en un pantocrátor con escalpelo, el autor ni siquiera se permite un relajo con Jesús de Polanco: "Medio siglo más tarde, cuando Jesús Polanco empezó a llamarse de la noche a la mañana, también él, 'De Polanco', me explicó que su nombre siempre había sido ese, pero que le parecía una cursilería. Dejó de parecérselo el día en que, tras su divorcio y segundo matrimonio, comenzó a alternar con una alta sociedad de la que siempre había abominado". Otro puyazo de antología es el que recibe Julián Marías: "Le guardaba un respeto intelectual que el propio José Ortega no le tenía, y así me lo confesó: 'Presume de administrar el legado del pensamiento de mi padre, que casi no le podía ver. Le parecía un pelmazo'." En cualquier caso, y a semejanza de lo que ocurre en El Padrino III, a medida que el protagonista va ascendiendo hacia la cúspide, se acentúa su aspereza (también su soledad) y tienden a apagarse los afectos, reservados, casi exclusivamente, a Jesús de la Serna, el mismo Polanco, Ramón Mendoza y Javier Pradera.

Hay, con todo, un Cebrián que propende al cachondeo; el que administra, bien que a cuentagotas y sin perder el ceño, anécdotas graciosísimas, como la relativa a cierto defraudador vasco:

"Siendo responsable de la Hacienda pública, [Jaime García Añoveros] me pidió que no se divulgara el nombre de uno de los mayores morosos o defraudadores fiscales del País Vasco. La justificación para ello era que el empresario en cuestión había incurrido en notables riesgos al negarse a pagar el impuesto revolucionario a ETA.

-O sea -comenté- que este caballero no paga impuestos de ningún tipo, ni legales ni ilegales. Así también me haría rico yo."

Espejo de una época, Primera página retrata, asimismo, un Madrid engolfado, divino y, ay, extinto. El de establecimientos como el Riscal, donde las paellas cohabitaban con el puterío; el Alazán, antiguo club "para caballeros" ubicado en la Castellana; el Trabuco, Sacha, La Panocha, La Nicolasa, Zalacaín, Mayte Commodore... No sabe Pablo Iglesias hasta qué punto el devenir de España se ha fraguado en sobremesas de reservado, que ahora, con la publicación del libro, lo son algo menos. Sólo algo.


El Ciervo, julio-agosto de 2017

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