viernes, 18 de agosto de 2017

Cuando empezó todo

Si yo fuera terrorista no lo dudaría. Tras un atentado señuelo, prepararía una segunda escabechina ahí donde se celebrara la concentración de turno. La de ayer en Barcelona, por ejemplo, un dechado de improvisación en que se mezclaban el psicodrama vecinal, siempre rayano en la cursilería, y el vedettismo político, del Rey a la CUP, cuyas líderes, hum, merodeaban por el acto sin vergüenza ninguna, a tanto ha llegado el empoderamiento.

Parte del gentío, no obstante, lejos de llamar la atención a quienes no hace un mes justificaban la escenificación de un atentado contra los turistas, abucheaba a Felipe y a Rajoy, y lo hacía, claro, en nombre de Cataluña. «No tenim por».

Hay que tener un cuajo especialísimo para, en un instante así, acudir a la protesta a presentar armas, con la estelada anudada al cuello para que no se diga que el proceso decae. Mas se trata, al cabo, de la consigna que ha enviado Puigdemont, que hoy mismo ya impartía doctrina sobre la condición de miserable.

En la plaza no había más de 10.000 personas. Para que se hagan una idea: lo que suele haber en las manifestaciones tipo Hispanidad. A las 12 y un minuto, y en mitad de una ovación selfie, una voz femenina surgida de un tumulto aledaño al Starway to Hell de Subirachs, grita «Visca Barcelona». Hasta ocho veces, y a la octava he reparado en que en ese mismo punto, el 17 de octubre de 1986, el pueblo estalló de alegría luego de que Juan Antonio Samaranch pronunciara su «A la vil-a la val».

La ciudad es una playa infestada de links, y la sangre ha propiciado que afloren. Costanza y su hermana Enrica, italianas, romanas, gemelas, en torno a los 22, gimotean abrazadas. Me cuentan, con el atropello del superviviente, que ayer estaban en la terraza del Zurich cuando empezó todo. Y el arranque ha de ser ése: «Cuando empezó todo».

En la segunda corona de la plaza, la que circunda, digamos, la rosa de los vientos del centro-centro, tres Mossos obligan a quienes intentamos franquear el paso a mostrar las pertenencias. Delante de mí, un tipo con acento navarro, tal vez de Logroño, les hace saber que sólo lleva un teléfono móvil, y en el gesto de palpárselo se topa con el bolsillo del pantalón pirata vacío. «¡Coño, me lo han robado!». Y yo, que soy un romántico, me digo que tal vez la vieja, canalla, jodida Barcelona haya empezado a ponerse de pie.


El Mundo, 18 de agosto de 2017

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