Corría el año 2009 cuando un grupúsculo ecologista liderado por Leonardo Anselmi, ciudadano argentino afincado en Barcelona, llevó al Parlamento catalán la Iniciativa Legislativa Popular que, a la postre, habría de dar la puntilla a los toros en dicha comunidad. Por entonces me dije que el intento quedaría en intentona, en un mero arrebato gestual que, a lo sumo, dejaría constancia de cuán europea seguía siendo Cataluña. Una ingenuidad, claro, pues bastaba con volver la vista al pasado reciente para comprender que semejante iniciativa no era sino el último clavo en el ataúd del toreo en tierras catalanas: ahí estaban, para atestiguarlo, la declaración de Barcelona como ciudad antitaurina (un circunloquio de "Barcelona, ciudad antiespañola", que es lo que de verdad pretendía declararse), el veto a los menores de catorce años, el intento de reformar la ley de protección animal para, de matute, relegar las corridas de toros al limbo jurídico; la transformación de la antigua plaza de las Arenas en un centro comercial y el visto bueno a la tramitación de la ILP.
Los días 24 y 25 de septiembre de 2011 acudí, junto con otros miles de barceloneses, a los dos últimos festejos que se celebraron en la Monumental. Fue, justo es decirlo, un entierro de primera, pues en los carteles se anunciaron José Antonio Morante, que toreó el 24 con El Juli y Manzanares, y José Tomás, que lo hizo el 25 con Juan Mora y Serafín Marín. En la primera de las corridas, y tras la habitual verbena orejera de El Juli y Manzanares, Morante pidió el sobrero, se descalzó y se atornilló el mentón a la pechera. Y lo bordó, claro; o, por mejor decirlo, se rompió, que es el término que da en emplearse en lenguaje taurina (en Cataluña, acaso germanía) para designar la comunión arrebatada, puramente lunática, entre el hombre y la bestia.
Ya de noche, antes de abandonar el tendido, pensé en las muchas ocasiones en que había sido feliz en aquella plaza. Me vi de pequeño, cuando la Monumental hacía las veces de carpa para los circos que paraban en la ciudad, aquellas compañías de trastienda inimaginable, y a las que los críos jaleábamos con griterío de tifosis. Algo más crecido, con 12 o 13 años, solía acompañar a mi padre a los mítines del PSOE, atraído por el verbo de Felipe y, sobre todo, las canciones de Serrat. Y ya de adolescente, embebido por la música en directo y sus aledaños, bailé con Tina Turner, acompañé a las palmas a Manolo García y coreé con Joaquín Sabina, que todavía gastaba voz de cantautor del metro, "Así estoy yo sin ti". Jamás olvidaré la actuación del jienense por las circunstancias en que se produjo: apenas cinco horas antes, los etarras Josefa Ernaga, Domingo Troitiño y Rafael Caride habían hecho estallar una bomba en el párking de Hipercor, asesinando a 21 personas e hiriendo a otras 45. Pasadas las diez, y cuando ya entre el público había calado la certeza de que el concierto se suspendería, Sabina salió al escenario con el propósito, modesto y revolucionario, de defender la alegría. "Después de lo que han hecho esos malnacidos no sabíamos qué hacer, si cancelar la actuación o qué hacer, pero luego nos hemos dicho que si hay un momento para cantar en Barcelona, para acompañar a los barceloneses en este día, ese momento es hoy." Viernes, 19 de junio de 1987: no lo busquen en YouTube.
En la Monumental fui feliz, ya digo, incluso viendo torear. Lo fui de forma tardía, teniendo en cuenta que mi abuelo había sido un gran partidario de Chamaco (como, por otra parte, lo fueron decenas de miles de barceloneses a finales de los cincuenta). Mi primer festejo fue un 18 de julio de 1993, y en él torearon César Rincón, Enrique Ponce y, casualmente, Chamaco II, que cuajó aquella tarde su única gran faena en Barcelona. Ahí estaba yo, batiendo palmas por el hijo cuarenta años después de que don Gabino de Paco hubiera celebrado al padre. Arena del revés cayendo sobre la arena. Los olés a Morante se apagaron al poco de que acabara la función. El aire siguió electrizado de rabia durante algunos minutos más.
En la corrida del día siguiente, la del 25, salieron a hombros el diestro Serafín Marín y los diputados Rafael Luna y Albert Rivera. En cierto modo, la Monumental acabaría propiciando la resucitación de un partido, Ciudadanos, que apenas un año antes apestaba a cadáver. No en vano, su líder jugó con astucia, tanto en el Parlamento como en la calle, la carta de la libertad, y sobre esos cimientos empezó a (re)construir un liderazgo que le convertiría en puntal de la política española. Aunque eso, ¿es ya otra historia?
Libertad Digital, 13 de marzo de 2016
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