sábado, 26 de marzo de 2016

El rapto

A finales de febrero, un grupo de periodistas españoles visitamos la sede del Parlamento Europeo en Bruselas, con motivo del arranque de Euromind, un ciclo de conferencias sobre ciencia y política impulsado por la eurodiputada de UPyD Teresa Giménez Barbat. Como tantos de mis conciudadanos, jamás había estado en la capital belga, unida indefectiblemente, en mi condición de dummy, a la prosodia radiofónica de Griselda Pastor y Jacobo de Regoyos. Desde el aeropuerto de Zaventem, a unos quince kilómetros del centro, tomé un tren de cercanías con parada en la Estación Central, junto a la Grand Place. Hacía una noche más bien desapacible y el hotel quedaba algo lejos, pero fui dando un paseo: no hay muchas experiencias que superen el efecto que opera en un perfecto ignorante la visión primera de una gran ciudad. A ninguna suelo pedirle más que una oferta cultural variada y una docena de bares limpios y bien iluminados: a los cinco minutos de haber emprendido la marcha, Bruselas había satisfecho con creces mi requerimiento. Por si fuera poco, algo más tarde habría de descubrir que en la barra del hotel Amigo hay un camarero argentino que sabe hacer gintónics. A medida que transcurría el viaje, en fin, Barcelona se iba pareciendo cada vez más a su alcaldesa.

Hoy andaba repasando las notas de los dos ponentes de aquella jornada, el jurista holandés Paul Cliteur, autor, entre otras obras, de The Secular Outlook, y la activista iraní Maryam Namazie, fundadora del Consejo Británico de Ex Musulmanes. Un ateazo y una renegada. Cliteur empezó su disertación con la noticia de que Irán había renovado la fatua a Salman Rushdie, "una técnica de amordazamiento que a diferencia del terrorismo clásico no requiere logística ni acciones complejas. Basta con pronunciarse para que el ciudadano crítico con el islam empiece a vivir como si estuviera secuestrado". ('Renovado la fatua', sí, no debe de haber contrato más unilateral ni menos faústico.) También se refirió a la incomodidad que supuso para Thatcher la condena a Rushdie, por cuanto ponía de manifiesto las flaquezas del Reino Unido, al punto de tratar con frialdad e incluso un punto de desconsideración a quien no era (es) sino una víctima del fanatismo. Al hilo de la gestión británica del caso Rushdie, observó que "tras el atentado contra los dibujantes de Charlie Hebdo, hubo intelectuales occidentales que llamaron a la prudencia a la hora de tratar asuntos religiosos y, más precisamente, islámicos". Namazie incidió, asimismo, en la deficiente respuesta de la sociedad europea a la intolerancia de signo musulmán. Ella misma, sin ir más lejos, había padecido en una universidad británica el boicot de una sucursal de Hermanos Musulmanes, secundada por un comité... ¡LGTB! que la acusó de islamofobia.

De camino al comedor del Parlamento, adonde habríamos sido incapaces de llegar sin un funcionario que nos guiara, me llamó la atención la aparatosidad de los controles policiales. También los europeos empezamos a sufrir ese secuestro moderno del que había hablado Cliteur, y donde lo simbólico se confunde con lo fáctico. Me da que pronto vamos a entender mejor que bien eso que seguimos llamando, con confortable desdén, el Estado sionista. Ya por la tarde, tomé una cerveza en la Grand Place y volví a España, mas sin ninguna conciencia de regreso. Entre la taberna y el portal de mi casa no había un solo lugar que no fuera susceptible de voladura. Europa, material sensible. Inflamable.


Libertad Digital, 22 de marzo de 2016

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