lunes, 4 de agosto de 2014

El comisionista


Una de las razones por las que Jordi Pujol logró enredar a tantísimos españoles (no, los catalanes no hemos sido los únicos damnificados; antes bien, la fascinación que el ex muy honorable despertó en 'Madrit' hasta el pasado 24 de julio ha de cargarse, justamente, en la cuenta de la ansonería); uno de los motivos, decía, por los que cuajó el simulacro tuvo bastante que ver con la especie de que Pujol no acostumbraba hablar de dinero. Ni de dinero ni de comida, precisamente los dos grandes asuntos en los que Josep Pla nunca dejó de inmiscuirse, lo que explica, aunque sólo en parte y, si se quiere, de soslayo freudiano, el odio púnico que el Milhomes, como solía apodarle Tarradellas, profesó al escritor ampurdanés.

Tal apreciación, no obstante, no es sino el enésimo de los malentendidos que rodean al personaje, pues la verdad es que el único tema de conversación en su infinito soliloquio con España fue el dinero, el 'qué hay de lo mío', el 'peix el cove', el 'yo te doy los votos que te brindarán la mayoría para no importa qué, pero tú a cambio qué me das, eh, qué me das'. En ese trueque inopinado cabe (¡y sobra hueco!) todo el sentido de Estado del fundador de CiU, que es, por cierto, el único sentido de Estado del que puede ufanarse el nacionalismo catalán. Teóricamente, ese 'cash converter' había de repercutir en Cataluña, pero dado que Pujol era Cataluña, repercutía también en sus bolsillos. Hasta ahí, en efecto, llegó la perversa identificación entre el país y el hombre, quien, en su delirante querencia por la venta de porteros automáticos, se imbuyó de la convicción de que sus servicios a Cataluña bien merecían una comisión, un pellizquito. Esta conjetura es, tanto como su religiosidad, el único obstáculo para que Pujol no considere el suicidio, como cabría temer de un individuo que ha consagrado los trabajos y los días a labrarse una parcela en el olimpo de la posteridad, que ha ido excretando memorias con el ánimo indisimulado de marcar el terreno a los historiadores.

Ciertamente, el periodismo catalán, con su proverbial elegancia, jamás le importunó respecto a las habladurías sobre su supuesta fortuna. Y cuando Pujol se dignó zambullirse en ellas fue para limitarse a decir que de la economía doméstica se ocupaba su esposa, y que a él el billetamen no era cosa que le interesara lo más mínimo. Él mismo cultivó el mito de su austeridad cuando, por ejemplo, en el día de Sant Jordi, eludía pagar, con el aire despreocupado de un monarca cualquiera, los libros que se llevaba de los puestecillos. Tanta era su aversión a 'llevar suelto' que del pago de las compras solían encargarse los guardaespaldas, quienes, como es fama, no siempre se atrevían a presentar la hoja de gastos, no fuera a ser que, por un exceso de meticulosidad, se quedaran sin currito como las constructoras se quedaban sin concesión. Y es que lo de Pujol, admitámoslo, nunca fue el menudeo.


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Arropado por su esposa, Marta Ferrusola, incansable embajadora de su marido, y por sus hijos, todos formando bloque, no lamenta ni por un instante haber dedicado su vida a la política. A pesar del cansancio, del que parece no resentirse en absoluto; de los disgustos, de las satisfacciones, que también las hay, y del difícil momento que toca, como siempre, vivir, ni se le pasa por la cabeza la tentación de volver a la sombra, al incógnito, a la ciudadanía de a pie. Declara, convencido, que está metido en este fregado porque le gusta y le interesa, y por lo tanto no tiene ningún -motivo de queja. Quizá su vida familiar sería más reposada, su trabajo y su ocio con menos sobresaltos. Pero Jordi Pujol ni quiere ni puede "plegar". No se debe engañar ni defraudar a la gente que cree en alguien, y esto lo tiene clarísimo.
 


Libertad Digital, 31 de julio de 2014

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