La novela o el ensayo que tal o cual título traerían consigo
me parecían una minucia, un trámite que habría de resolver la
primavera. A tal punto llegó mi querencia por el bautismo de lo que no eran sino proyectos (y, en simétrica puridad, mi reverencial desprecio por el trabajo) que estuve
tentado de patentar algunas de las joyas que iban engordando el cajón. ¿En
qué andas metido?, me preguntaban los amigos. Y yo improvisaba la sinopsis de una gloriosa historia sobre, pongamos, el amor y la incomunicación, una historia que llevaría por título, "aún le estoy dando vueltas", Amadores de tronío, o Noches
de plexiglás, o acaso El día menos
pensado. Confundido el afán con la locura, medité la
posibilidad de ir diseminando mis encabezamientos y, ya de paso, asesorar a algunos
de mis autores predilectos. A Eduardo Mendoza le cedería
El cazador de regocijos;
a Arturo Pérez-Reverte, Galería de
achantados; a Ray Loriga, El tatuador
que detestaba Reikiavik; a Pedro Almodóvar, ¿Hay algo de amor en tus gemidos?; a Javier Marías, Cuando ya sólo fumen los espectros; y a Raúl del Pozo, siquiera por el aprecio que le tuve en los
noventa, Gatillazo en Arganzuela. En la cima del éxito, me daría al arte de apodar
toreros (Tierno de la Acería, Alberito Chico, José María Perpiñán) y toros (Puñalón, Nazareno, Ermitaño).
Al término del ensueño, yacía convertido en un individuo brumoso, mitad verdad mitad mentira, en un ser de lejanías que pronto, muy pronto actuaría de incógnito, a la manera de un
Banksy que al amparo de la noche rebautizara el mundo. Y así tenerte de nuevo entre mis brazos.
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