Esta concepción, deudora de la doctrina de Philip Pettit, el pensador de cabecera de José Luis Rodríguez Zapatero, que abogaba, sintéticamente, porque la verdad fuera fruto de un consenso que involucrara a cuantas más gentes mejor; esta concepción, decía, tiende a considerar que aquellos que se oponen al Llamado no son sino autoritaristas de ceño fruncido a quienes las urnas provocan urticaria o, en el mejor de los casos, unos perfectos indocumentados. Así, y frente a lo que consideran mala fe o pura ignorancia (la propia de unas gentes, en fin, a caballo entre el franquismo y la huerta), los soberanistas se sitúan en un plano de superioridad que, de algún modo, les faculta para fingirse perplejos o enarcar la ceja (‘Pero, ¿qué hay de malo en votar?’).
Los personajes que aparecen en el vídeo abundan en esa clase de argumentos, con el añadido de que algunos de ellos pertenecen al colectivo que, en caso de referéndum, votaría-que-no, cuando la sola celebración del referéndum entraña un ‘sí’ inobjetable. Ahí están, con el melancólico patetismo de un pierrot subvencionado, Andreu Buenafuente, Berto Romero, Juan Luis Cano... tipos con los que he llegado a troncharme y que ahora, en la cámara acorazada en que se ha convertido la sala, blanden su cordialidad para revestir la secesión, lo autárquico, el ensimismamiento, de poco menos que de horizonte redentor.
Humoristas, me digo en lo oscuro; humoristas como Miquel Mikimoto Calçada, Toni Soler, Toni Albà, Albert Om... Ha sido la beatitud humorística, la mitja rialleta, el tu-ja-m’entens, el codazo tribal en conchabanza o, en fin, lo que el articulista Xavier Pericay ha resumido en la expresión ‘risa de conejo’, lo que ha terminado por convertir el nacionalismo en un subtexto sandunguero, en la falsilla chistosa sobre la que se escriben nuestros actos. Por eso alguien se ha atrevido a proyectarnos a mi hija y a mí un tráiler proindependencia.
Una sesión infantil. El humor y los niños. ¿Qué tiene de malo votar, eh? ¿Acaso te opones? Ajá, no eres demócrata. Se me ocurre, de forma un tanto inopinada, que el hecho de que el cine sea una experiencia compartida convierte en homeopática la irradiación de propaganda de TV3. Al cabo, en la intimidad del hogar no entra en juego la vergüenza ajena, o cuando menos no con tanta virulencia como lo hace en la extimidad de la platea. Bien pensado, calibro, tal vez sea mejor que haya testigos. No sólo por la evidencia de que el espectáculo se vuelve más y más grotesco a medida que va rebotando, como una bola de pinball, de cabeza en cabeza. También hay que tener en cuenta la posibilidad de que, llegado el día, nos digan que todo fue un sueño. Pero no. He ido al cine con mi hija a ver una película de niños y perros y me están obligando a ver a unos cómicos que se pretenden libres llamando a filas, ay Carmela, a sus conciudadanos. Y me pregunto, parafraseando a Josep Vicent Marquès, ¿qué hace el poder en esta sala? Y sí, también la escena del cine en llamas de Malditos bastardos me cruza la mente a semejanza de aquella nubecilla de Buñuel que rajaba el plenilunio. La película (y el vídeo) se proyectan, por cierto, en un cine Balañá, estirpe de empresarios a quienes el nacionalismo cerró la Monumental y que ahora andan proyectando tráilers por el derecho a decidir. Todo normalísimo.
Zoom News, 7 de julio de 2014
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