sábado, 19 de julio de 2014

Montero Ris


No llevaba una semana en el puesto y ya le había pedido préstamos a media editorial. Se plantaba frente a ti, te daba carrete y, cuando menos lo esperabas, te hundía el sable. "Digo yo que si me dejarías dinero para recoger el coche del taller. En cuanto cobre las primeras comisiones te lo devuelvo." Quién de nosotros iba a sospechar que José Antonio Montero, comercial de publicidad, ya había cobrado esas comisiones a modo de adelanto. Solía llegar sobre las once, con la mirada vidriosa y esa cara sin aristas ni asombro que te deja el trasnoche, pero sin que nada en sus andares delatara que había dormido dos o tres horas. Un viernes, a las dos semanas de estar allí, Montero me llevó a tomar una cerveza. Lo del coche, me dijo, pinta mal, muy mal. Con lo que le dejé aquel día, ya iban para 300 euros. ¿Por qué le había dejado tanto dinero a un tipo al que, en puridad, ni siquiera conocía? Es probable que fueran los trajes, o esa sonrisa ladeada con que abrochaba los chistecillos; sea como sea, Montero rebosaba el empaque de un hermano mayor regresado de la muerte. Uno de los errores más flagrantes en que perseveran los hombres es preguntar a bocajarro por esto y aquello. Aquel día fue el primero de una aceptable procesión de convites en que, por lo común, Montero balbuceaba algo relativo al taller (nunca llegué a ver el coche) y yo acababa prestándole el dinero que me había devuelto días antes, a menudo horas antes. Con ese dinero, Montero iba pagando rondas hasta que, a eso de las diez, y luego de tres o cuatro llamadas (camellos, imagino), decía tener una cita y se largaba. Se fundía, más bien. Los últimos días de Montero en la oficina transcurrieron entre el bar, el lavabo y mi escritorio. Por entonces, no obstante, nadie sabía que eran los últimos; es probable que ni siquiera lo supiera Montero. La editorial englobaba una revista de gastronomía, una de óptica y otra de textil-confección. Yo llevaba las secciones de 'Vinos', 'Actualidad óptica' y 'Maquinaria textil'. Montero era el comercial de la sección 'Maquinaria textil', así que pareció razonable que el director del tinglado nos enviara a Montero y a mí a la feria de confeccionistas de Talavera de la Reina, provincia de Toledo. Yo llevaba tres años en el sector ('llevar en el sector' era una expresión de lo más familiar en la redacción, una de esas redacciones agrestes donde uno valía los años que llevaba glosando las excelencias de cortadoras, telares o calandras. Les advierto que el periodismo político no es muy diferente). En cualquier caso, llevaba en el sector lo suficiente como para presentar al gran Montero en sociedad. No me extrañó que perdiera el puente aéreo de las ocho y apareciera en Atocha sobre las doce del mediodía. Es de ley que reconozca que, en el trayecto de Madrid a Talavera, y viendo que yo me entregaba a no sé qué lectura, no me importunó con sus chistes ni sus putas ni lo bien que cocinaba su mujer (curiosamente, ponía toda la perversión de que era capaz en esa cocina, mientras que las putas no eran más que baba de café). Nos equivocamos de parada y bajamos dos pueblos más allá. En el único restaurante que había por allí, no muy lejos de la estación, comimos sopa de trucha. Fue entonces cuando Montero me dijo que dejaba la editorial, que había superado unas pruebas de selección en Telefónica y que, en fin, si estaba allí, en el extrarradio de un pueblo de Toledo, era por mí. "Qué coño ibas a hacer tú aquí solo, ¿eh?". Esa noche cenamos en un restaurante de ultratumba, el típico mesón castellano donde parece que los camareros lleven pajarita y yelmo. Éramos los únicos clientes, así que a Montero le resultó sencillo sentar a la mesa a uno de los camareros y, entre chupitos, preguntarle quién podía venderle algo de coca "en este pueblo". A eso de la dos, mientras esperábamos a un tal Tente en la barra de un bar musical que podría haberse llamado Skyline, Montero me habló de la noche en que le dio la mano al hermano de quien era su ídolo, Pablo Escobar. "Le presento mis respetos”, le dije. “Mira, todavía se me pone la carne de gallina." Al día siguiente, mientras tomaba café en el stand de la Federación de Confeccionistas Españoles, tuve la sospecha de que Montero no aparecería. Ya de vuelta, en el aeropuerto de El Prat, llamó a un tal Busti. "Me debe un pelotazo", maldijo orgulloso, y a su paso el aeropuerto se fue haciendo diminuto. Antes de subir al coche me crujió la espalda a abrazos y, desde el fondo de su cabeceo barrial, dejó asomar una mueca de barbarie. Fue el preludio de una risa franca, maquinal, engolfada, una risa que atronó en la noche como el ulular de un bombardeo.

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