lunes, 21 de julio de 2014

Dos no se pelean si sólo hay uno


Si quienes abominamos de la secesión de Cataluña fuéramos nacionalistas españoles, como nuestros prorrusos aseguran que somos, estaríamos por la relegación del catalán, el vascuence y el gallego a lenguas de alcoba (qué digo, lenguas; ¡dialectos!), y tan sólo consideraríamos el español como lengua de uso preferente. Si de verdad fuéramos nacionalistas españoles reclamaríamos, siquiera a beneficio de inventario, los territorios de ultramar que conquistaron nuestros antepasados, y que incluirían, además de Cuba, Puerto Rico o México, las Filipinas, las Marianas y las Carolinas. Por descontado, propugnaríamos que Gibraltar vertebrara la agenda del Gobierno en materia de política exterior y, ya metidos en harina, urgiríamos a la ruptura de relaciones diplomáticas con el Reino Unido y llamaríamos, cada tanto, al asedio civil del Peñón, al modo como en Cuba los CDR cercan la Oficina de Intereses de Estados Unidos.

Por lo que respecta a las selecciones deportivas autonómicas, instaríamos a su desmantelamiento, bien entendido que en España no debe haber más selección que la española. Coño. Y quien dice selecciones autonómicas dice televisiones, autonómicas y, en general, todos esos entes que han florecido al calor de los nacionalismos periféricos. En todo caso, no veríamos con malos ojos el retorno a las gráciles desconexiones regionales, siempre, claro está, que éstas se produjeran a esas horas espectrales en que sólo ven la tele los desempleados, las suslaboristas y los postrados. En función del grado de adhesión a estos y otros principios, confeccionaríamos listas de buenos y malos españoles, y en este último nicho también incluiríamos a quienes, sin abjurar explícitamente del patriotismo, no observaran el debido fervor. De nuestros balcones colgaría la rojigualda en fechas señaladas, que lo serían casi todas, pues ya nos ocuparíamos de ir muñendo justas, pleitos y altercados para convertir el calendario, de una vez y para siempre, en un romancero fieramente nacional. Y en cuanto a las tradiciones, sólo tendríamos por admisibles las nuestras, por lo que abogaríamos por la prohibición de castells, sardanas y balls de bastons.

Pero no. Lamentablemente para los catalanistas, incapaces de sustraerse a la ilusión de una España beligerante, eterna y castradora; lamentablemente, también, para los equidistantes de la tercera vía, que gustan de proyectarse ante sus likers, followers y grupis como la quintaesencia de la objetividad, el nacionalismo español es un fenómeno insignificante, cuyas más recientes manifestaciones, por cierto, no han sido pasto de las páginas de Política, sino de las de Tribunales. Como tan certeramente apuntaba José Antonio Montano en su columna del jueves,  tan sólo “la lógica infecta del nacionalismo” permite hablar de la existencia en España de una supuesta contienda entre nacionalistas -de-uno-y-otro-signo.

Porque la verdad, la tozuda verdad, es que quienes pretenden relegar el español a la condición de lengua de alcoba son los nacionalistas catalanes; quienes han promulgado el uso vehicular del catalán en el ámbito público han sido los nacionalistas catalanes; quienes pretenden convertir esa entelequia llamada Països Catalans en una unidad de destino en lo universal son los nacionalistas catalanes; quienes han confeccionado (¡y por mandato gubernamental!) listas de periodistas afectos y desafectos han sido los nacionalistas catalanes; quienes han promovido un libro de estilo que relega el español en TV3 a lo puramente excrementicio son los nacionalistas catalanes; quienes han prohibido los toros pero declinan prohibir los correbous son los nacionalistas catalanes; y quienes han convertido Barcelona en un desfiladero de balcones independentistas son los nacionalistas catalanes.


Así que no me joda, señora.


Zoom News, 21 de julio de 2014

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